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LOS ÁRABES NO INVADIERON JAMÁS LA PENÍNSULA IBÉRICA

«LA REVOLUCIÓN ISLÁMICA EN OCCIDENTE»

IGNACIO OLAGÜE  

LOS ÁRABES NO INVADIERON JAMÁS ESPAÑA

«LA REVOLUCIÓN ISLÁMICA EN OCCIDENTE»

IGNACIO OLAGÜE

Capítulo 7

LA EVOLUCIÓN DE LAS IDEAS EN LA PENÍNSULA IBÉRICA:

EL CRISTIANISMO TRINITARIO

Situación especial de la Península Ibérica al fin del Imperio Romano. Ha quedado oscurecida esta situación por el influjo de un velo tendido sobre la época, debido a un complejo hispano-religioso.

Paralelismo entre las provincias de Levante y del sur de la península con las asiáticas del Imperio Bizantino.

La permanencia de la idolatría.  

  • El cristianismo trinitario en los primeros siglos

Ausencia de documentos hispanos en los tres primeros siglos. La carta de San Cipriano. Testimonios de diversos autores de la Alta Edad Media acerca de la minoría cristiana existente en España.

El Concilio de Elvira, su carácter pagano y heterodoxo.

  • La abjuración de Recaredo

El cristianismo triunfante del siglo IV. El pacto Constantiniano. El suplicio de Prisciliano. El bache consiguiente con la torna del poder por Eurico.

La Iglesia bajo el gobierno arriano. Leovigildo, los cristianos y la guerra civil promovida por Hermenegildo.

La conversión de Recaredo y la realidad. Las personalidades trinitarias. Las actas de los concilios de Toledo demuestran la existencia de un ambiente heterodoxo.

  • La crisis del siglo VII

Desde el III Concilio de Toledo se hacen estas asambleas más y más políticas. Acuerdos de ayuda mutua entre los reyes godos y los obispos.

intervención de los obispos en la elección del rey y participación de los hombre: de palacio en la firma de las actas conciliares.

Degeneración de la Iglesia: el afán de lucro.

Legislación especial por los crímenes cometidos por los obispos.

La esclavitud clerical. La ignorancia. La liturgia. La depravación de las costumbres, la homosexualidad clerical.

La idolatría. Lis misas negras celebradas por los obispos.

 

No ha alcanzado en el curso de la Edad Media la competición entre las civilizaciones semitas e indoeuropeas el territorio de Occidente, salvo el de la Península Ibérica. Estaba el frente situado a orillas del Mediterráneo. Si se excluyen algunos incidentes ocurridos en Italia, se encontraban los puntos álgidos en los dos extremos de este mar; en España y en las provincias bizantinas. Más tarde, a fines del XV se asiste a un doble y contrario movimiento. Cuando el ala izquierda, Bizancio y su Imperio, queda sumergida por los turcos islamizados, la derecha acaba por recobrarse. Así se explica cómo de todas las naciones occidentales ha sido España, considerada en su totalidad, la que ha sido cristianizada más tarde, al final de la Edad Media, con por lo menos diez siglos de retraso sobre las demás. En el siglo XVI, parte de su población era aún mahometana y fue sólo después de la expulsión de los moriscos (1609-1614), cuando el catolicismo se convirtió en la religión de todos los españoles113. Se comprenderá ahora por qué la evolución de las ideas religiosas se ha desarrollado en esta nación de modo diferente que en el resto de Occidente.

Hasta nuestros días no ha sido reconocida la divergencia de esta evolución con lo que significaba para la formación y porvenir de la civilización europea. Era debida esta ignorancia de la historia clásica a un defecto de metodología: Han estado casi siempre dispuestos los historiadores a describir los acontecimientos del pasado de acuerdo con los testimonios de los vencedores. Es verdad que en la lucha implacable por La existencia siempre está equivocado el vencido. En la gran mayoría de los casos los documentos que hubieran podido enseñar a la posteridad sus razones y su pensamiento han sido destruidos, muchas veces de modo sistemático. Con falta de juicio crítico se ha repetido demasiadas veces lo que precisamente deseaba el vencedor que fuera dicho, y hasta lo que el mismo había pagado para ser dicho, ocultando la verdad que no deseaba fuera conocida, pero que era la del vencido. También arrastraba al historiador hacia su criterio una cierta disposición de espíritu, sea que hubiera sido educado en el mismo ambiente que había sido favorecido por la acción del antepasado, sea que hubiera posteriormente adquirido una concepción similar a la que había impuesto el vencedor, o en razón de su sensibilidad afín a su constitución fisiológica. En una palabra, de modo consciente o inconsciente, se ha generalmente desconocido, tenido en menos, menospreciado o sencillamente silenciado la aportación de los vencidos a la evolución general de las ideas.

Han hecho creer por mucho tiempo el delenda est Cartago y la ruina de la potencia púnica en la total desaparición de esta cultura semita, aniquilada por la del Lado. Se han dado cuenta ahora los eruditos de que no había sido así. No podían desaparecer de la noche a la mañana y sin dejar rastro alguno unas ideas y una sociedad que habían florecido por casi un milenio. Se descubren hoy día en estos lugares en que habían vivido los cartagineses o por ellos habían sido dominados, recuerdos en el idioma, en la toponimia, en las costumbres, en cierto énfasis del espíritu. Maravillados quedaban estos estudiosos al comprobar cómo resurgían estos caracteres disimulados por muchos siglos bajo el empaste de la civilización romana. De nuevo aparecían como fantasmas de tiempos remotos, al contacto con otra oleada de ideas, llegadas ellas también de Oriente, rompiendo con fuerza una vez más con la expansión de otra civilización semita, la arábiga.

Reducidos a esquema por la lejanía se manifiestan estos hechos a la opinión contemporánea con absoluta objetividad; pues no despiertan emoción alguna que deba enmendar el razonamiento. No ocurre lo mismo si se desea alcanzar una aproximada comprensión de la evolución de las ideas en España. Su conocimiento puede impresionar a nuestra mentalidad si se pertenece a uno de los dos bandos, semitas o indoeuropeos, que contendieron en tantos años y si se sigue con demasiada rigidez la tradición dogmática medieval, cristiana o musulmana. Por ello, el autor y el lector deben situarse por encima de las contiendas de antaño. Mas resulta difícil el esfuerzo, no por fallo de la voluntad, sino por culpa del método histórico anteriormente mencionado. A última hora había gozado el cristianismo de una victoria definitiva con las consecuencias que esto implica; pero además se había formado un complejo intricado debido a un sabio enmascaramiento que se había tendido como un velo sobre la mayor parte de la Edad Media. Engañados habían sido los historiadores y desacertada la comprensión de los acontecimientos históricos. Así se explica cómo se habían deslizado en los textos tantas incoherencias manifiestas, el equívoco en la descripción de los hechos. Se había adormecido el juicio crítico al amparo de una ilusión formada por mitos maraviliosos114.

Cuando habían cristalizado los principios que dividían a las religiones mahometana y cristiana en dogmas absolutos, se enfrentaron desde posiciones entonces claramente definidas; situación ya conseguida en el siglo XV. Los intelectuales —teólogos, filósofos, historiadores y demás comentaristas—, faltos de una visión adecuada del pasado por ausencia de una historia científica, creyeron que el foso que separaba ambas religiones había existido desde tiempo inmemorial. Como siempre, la pasión y la ceguera retrotraían al pasado un estado de opinión que acababa de manifestarse en el presente. Pertenecían los musulmanes y los cristianos a dos concepciones de la vida religiosa que jamás habían tenido entre ellas relación alguna. Tan alejada estaba la una de la otra, como del budismo. Manifiesto es: en los finales de la Edad Media el antagonismo entre Islam y cristiandad era irreversible; no había sido así en otros tiempos. Pues habían mamado ambos en la misma fuente. Se habían acentuado sus divergencias desde un mismo punto; después de larga separación habían emprendido una misma evolución paralela.

En la Alta Edad Media apreciaban los cristianos en el Islam una sencilla herejía. Llama el abate Esperaindeo en el siglo IX herejes a sus adversarios; así lo atestigua en sus escritos115. En el siglo XIII, condena Dante a Mahoma al infierno, pero no lo coloca en el lugar destinado a los bárbaros en donde más tarde seguramente le hubiera puesto. Lo pone en compañía de los cismáticos; es decir, con gentes que pertenecen a la familia cristiana, aunque por sus culpas quedan aislados en una reserva particular. Como castigo se abre en dos el pecho el Profeta, por haber dividido en dos a la cristiandad. Si ya Renan hace un siglo había advertido este criterio, posteriormente había enseñado Asín Palacios que el mismo juicio se manifestaba en autores musulmanes como Algazel, Ibn Arabí, etc.116

Por su situación geográfica y la evolución de las ideas que había conocido, se prestaba mejor España a ciertos análisis y descubiertas que las provincias asiáticas de Bizancio, en donde se presentaba el problema con mucha mayor complejidad. Bastaba para ello con apartar el velo que los historiadores cristianos en la euforia del triunfo habían tendido sobre épocas anteriores que les eran incomprensibles. Pues el vencedor, alternativamente cristiano y mahometano, había destruido todos los libros y documentos que le eran contrarios; los escasos ejemplares que se habían salvado habían desaparecido, carcomidos por el polvo de los tiempos. Las pérdidas bibliográficas con ser importantísimas no eran las solas responsables. Insólita era la postura adoptada por los intelectuales hispano-cristianos. Un complejo de inferioridad les había envenenado de modo exagerado. Para contrarrestar la presencia del Islam en su tierra querida, lo que les perturbaba como una aberración, se habían empeñado para calmar sus ansias en engañarse a si mismos, transmitiendo a la posteridad una interpretación falseada de los acontecimientos. Los juegos malabares de los autores de los siglos IX y X, negándose o siendo incapaces de enfrentarse con la realidad, habían sido superados por los historiadores posteriores que enfocaron los acontecimientos anteriores a la expansión islámica con un criterio tendencioso.

En su deficiente concepción de la historia de la cristiandad, para no parecer por culpa de los antepasados cristianos de segunda clase, exageraron y pusieron por los cielos un cristianismo primitivo español para convertirlo con su hinchazón en tan importante y respetado por su importancia y ancianidad, como el de las Galias o el de las campiñas romanas. Aceptaron concepciones míticas de origen cristiano que mezclaron con las de las tesis de la contrarreforma musulmana, según la cual la espada se había impuesto a la acción de las ideas. Se transformó el oscuro cristianismo de los primeros días en una doctrina cuya predicación había conquistado en los albores de nuestra era a todos los habitantes de la península. No sólo había venido San Pablo a predicar por tierras de España; había sido secundado por personajes cuyo carácter fabuloso era manifiesto117.

Si se admite el criterio expuesto por la mayor parte de los autores, revestía la evolución de las ideas en España una simplicidad grandiosa: Se identificaba con la del cristianismo, pero de un cristianismo fundido en moldes de bronce desde los primeros años de su predicación. Con majestad dominando la población, se había mantenido incólume desde el final del Imperio Romano hasta que en el siglo VIII fuera abatido, fulminado por el rayo, como por un cataclismo que no se puede evitar. Mas ahora, si se reconocía la inverosimilitud de una invasión de España por los árabes, se desmoronaba tan simple arquitectura. Si era una leyenda, por lo menos en los términos descritos por la historia clásica, había que reconocer el fallo de tal concepción, pues eran los mismos españoles los que se habían convertido al Islam de acuerdo con una evolución de ideas heréticas, consecuencia de un largo proceso que se había desenvuelto en varios siglos.

Se sitúa así el nudo del problema en el momento de la dislocación del Imperio Romano. Desde el siglo IV, se asiste en la Península Ibérica, sobre todo en su parte meridional, al brote de conceptos religiosos y a la aparición de hechos políticos sin parangón alguno con lo que ocurría en el resto de Occidente, pero que eran extraordinariamente parecidos a los acaecidos en las provincias asiáticas de Bizancio.

Desde el siglo XVI habían empezado a sospechar ciertos ingenios de esta anomalía, la que en términos actuales podríamos llamar divergente evolución. Juan de Valdés, por ejemplo, había pasado gran parte de su existencia en Italia y percibido entonces que conservaba mayor parentesco el español con el latín que el italiano; lo que era bien extraño, pues parecería que debiera haber sucedido lo contrario. Lo han puesto de manifiesto los trabajos de los modernos filólogos. Para explicarlo se ha recurrido a la historia y se ha observado que en amplias zonas de la población española se había mantenido el latín con mayor pureza que en el resto de Occidente. Cuando allí había sido corrompido por el habla de los aldeanos, aquí se habían impuesto los ciudadanos, pues existían en la península mayor número de ciudades que en las otras provincias118. Se desenvolvía en estas regiones una estructura económica que no habían logrado desarrollar o no habían conseguido mantener las demás. Por lo cual podía la Península Ibérica ser asimilada a las provincias orientales119.

Ha comparado Breasted el papel desempeñado en esta época por la Península Ibérica con el de los Estados Unidos después de la guerra del año 14. Por su espléndido aislamiento geográfico se había convertido, sobre todo desde el siglo III, en una tierra de refugio no sólo para los capitales, sino también para las grandes familias romanas. En la lenta dislocación del Imperio había sido la región de Occidente que menos había sufrido por las luchas intestinas, por las revoluciones y por las contiendas locales. Así se explicaba la vitalidad de la cultura del Lacio en sus antiguas provincias hispánicas. Numerosos son los testimonios que se podrían espigar por textos y documentos, de tal suerte que ha podido escribir Bonilla San Martín, el historiador de la filosofía española: «El movimiento priscilianista, los trabajos de los concilios de Toledo, las producciones de los escritores, atestiguan en la España de los siglos IV y V una cultura excepcional. La invasión goda, lejos de sofocar este progreso, lo acrecienta y estimula notablemente»120.

Otro contraste con Occidente: Andalucía y el litoral mediterráneo, en aquel tiempo acaso los lugares más ricos del Imperio occidental, habían mantenido con Bizancio relaciones estrechas. Esto explica la conquista de Justiniano. No hubiera arriesgado un basileus tan prudente fuerzas importantes en regiones tan alejadas de sus bases, si no hubiera contado con colaboraciones locales. No hay que olvidarlo. Fue en el siglo VII, unos ochenta años antes de la pretendida invasión arábiga, cuando Sisebuto y más tarde Suintila acabaron por echar a los bizantinos fuera de la península121. Esto permite la comprensión de muchas cosas. No ha evolucionado el cristianismo en España como en el resto de Occidente. Se encontraba este país ante circunstancias muy distintas. Se aproximaba más en cuanto a su contextura económica y cultural —y lo apreciaremos en las páginas siguientes en cuanto a su situación religiosa—, a lo que existía en las provincias asiáticas y africanas del Imperio Bizantino, que a lo sucedido en el Septentrión.

Cuando en el siglo III empezó el cristianismo a propagarse por la Península Ibérica, se encontró ante las mismas dificultades con que tropezaba en Oriente. Tenía que arraigar en un ambiente más culto y desarrollado que el de Occidente, envuelto aún en mayor barbarie desde la caída de Roma. No habían padecido Bizancio y su Imperio los trágicos acontecimientos ocurridos en esta parte del continente. Había mantenido Oriente una mayor cohesión, mientras que la guerra civil y la ruina económica y cultural permitieron aquí como mal menor la toma del poder por parte de los germanos, quienes eran en el desbarajuste la única fuerza capaz de mantener el orden. Entonces, una de las leyes que rigen el cosmos tenía que imponerse. En el mundo físico como en el de las ideas, atrae fatalmente el vacío a las fuerzas circundantes. Dada su situación de inferioridad debida a la crisis política, pero también a su retraso cultural, podía considerarse Occidente como un lugar parecido al vacío en física. Tenía que. rellenarse. Por tal motivo, ciertos movimientos ideológicos llegados de Oriente pudieron explayarse y florecer con mayor lozanía que en sus tierras de origen por obra de estas circunstancias favorables.

Se podrían agrupar estos conceptos en torno a dos polos opuestos, según que fueran atraídos por un criterio crítico, como lo era el arrianismo, o envueltos en un ambiente mágico e irracional como lo era la gnosis. Se situaba el cristianismo entre ambos extremos.

Se desenvolvieron estos principios en Oriente con suertes diversas según el predominio de uno de ambos criterios. Las enseñanzas de la filosofía clásica, la autoridad de la Escuela de Alejandría, una riqueza material de gran envergadura, la ausencia de una crisis económica aguda como la que se había abatido sobre las trastornadas provincias de Occidente, no favorecían la expansión de doctrinas con fondo revolucionario. Una supervivencia de la intelectualidad pagana, sobre todo en la literatura griega, la conservación de ideas y de costumbres ancestrales, se oponían cual un obstáculo imponente. Eran incapaces las nuevas sectas de superarlo sin el concurso de fuerzas externas considerables. Si no se equívoca el autor, circunstancias algo parecidas, aunque en tono menor, se mantenían en el sur y en el sureste de la Península Ibérica: lo que explicaría la similar evolución histórica que tuvieron ambas regiones en la mayor parte de la Edad Media.

No estaba sólo el cristianismo en querer atraerse a las almas. Gran competencia le hacían las herejías, en las que por su importancia destacaba el arrianismo. Mas al no existir en Oriente la misma presión política que le había combatido en Occidente, tuvieron los partidarios de Arrio mucha mayor facilidad para propagarse, pues le era más fácil adaptarse al ambiente existente. Con otras doctrinas más racionales que las concepciones trinitarias, atraía con mayor naturalidad hacia el monoteísmo a las masas adheridas a los cultos de los dioses. Gozaba de mayor plasticidad para impresionar a las clases cultas y más aún a los intelectuales. Algo similar ocurrió en España; pues fueron las comarcas más ricas y cultas de la península las que a la postre se convirtieron al unitarismo, mientras que las pobres e incultas se adhirieron al cristianismo. Se mantuvo esta situación hasta el siglo Xl en que la cruzada franca, coincidiendo con la almorávide, cambió el curso de la evolución religiosa. Hasta entonces la España unitaria siguió el mismo movimiento religioso y cultural que había creado en las provincias bizantinas una nueva civilización. Del sincretismo arriano se condensó el sincretismo musulmán.

Para comprender pues la evolución de las ideas religiosas en España en la Alta Edad Media, conviene apreciar en su justo valor las dificultades con que tropezaron los conceptos orientales en su afán de extenderse por Iberia. Llegaban desde dos mundos distintos pero emparentados por relaciones múltiples: del complejo judío entonces alentado por la diáspora, del de los arcanos mágicos del Irán. Con el judaísmo arraigado en el país desde tiempos muy anteriores. se difundieron el cristianismo y sus herejías. Pero con el siglo V adquirió gran preponderancia el monoteísmo unitario, favorecido por los monarcas godos. Siguió su evolución después de la abjuración de Recaredo, mas para apreciarla era menester descorrer el velo lanzado sobre estos tiempos oscuros por los primitivos cronistas cristianos, suscritos sin discernimiento por la historia clásica.

Si se había mantenido más puro el latín en la Península Ibérica que en otras regiones de Occidente, lo mismo debía de haber ocurrido con la cultura romana. Lo han reconocido hace tiempo los investigadores. Pero, por culpa del velo anteriormente mencionado, no ha sido admitido el hecho con todas sus consecuencias, a saber: en los lugares en donde se había conservado lozana la cultura romana, con más obstáculos había tropezado el cristianismo para arraigar122. Los estudios recientes complican aún más la cuestión, pues se advierte ahora que la tradición de una cultura pagana favorecía a las concepciones unitarias en detrimento de las trinitarias. Así se explica la expansión del sincretismo arriano en las regiones ricas y cultas, en las que un juicio crítico más o menos racionalista había conseguido sortear la tormenta que había acompañado la dislocación del Imperio Romano de Occidente.

Estudios hechos en nuestros días por especialistas enseñan la existencia de relaciones hasta ahora insospechadas que facilitaban la lenta evolución de ciertas concepciones paganas hacia la constitución de nuevos dogmas. Jean Gagé demuestra el papel desempeñado por la mitología solar, encarnada sea por Mitra, sea por la persona del Emperador, para convertir a las masas hacia el monoteísmo unitario entrenándolas con un largo ejercicio preparatorio, es decir: «acostumbrando a las poblaciones del mundo romano a una visión monoteísta del universo monárquico del orbis romanus»123.

Estas relaciones entre concepciones tan diferentes por lo menos a primera vista no pueden hoy día desconocerse. Existe en todo el Imperio y en España una abundante iconografía que enseña la evolución de estas ideas deslizándose tanto hacia la ortodoxia como hacia la herejía. No sólo se había mantenido por largo tiempo el paganismo, sino que había conocido en el siglo VII un auténtico resurgimiento. A esta consecuencia viene a parar Maurice Boëns después de haber estudiado los documentos arqueológicos referentes a la presencia tantas veces señalada de hogares Votivos en los cementerios francos de Renania, de Lorena y de Bélgica. «Hay que advertir, escribe, que son bastante tardíos (siglo VIII). Sin embargo, resulta difícil concebir que hubieran aparecido espontáneamente prácticas tan conformes con la mentalidad protohistórica al final de la época merovingia. Debieron conocer pues una recrudescencia que ya anuncian los últimos concilios de Toledo. En efecto. de 589 a 653 hacen constantemente alusión a las supervivencias de la magia; en contraste, atestiguan bajo el reinado de Recesvinto (653-672) una debilidad sensible de la organización de la Iglesia católica cuya inmediata consecuencia ha sido el resurgir del paganismo, del cual fue testigo el abate Valerio por los años 680-690. La llegada en masa de laicos a los monasterios tuvo por consecuencia la paganización de los monjes»124. Consciente de ello prohibió el III Concilio de Zaragoza (a. 691) «que los monasterios se conviertan en hospederías de seglares». Pues con prudencia había dictaminado el XIV Concilio de Toledo (684) «que se eviten has disputas con los herejes, para que no se discutan las cosas celestiales, sino que se crean»125.

Como Maurice Boëns se apoya para confirmar su tesis sobre documentos hispanos, seria conveniente una investigación para esclarecer las verdaderas causas de este resurgir del paganismo en casi todo Occidente. El caso de España debió revestir un carácter verdaderamente dramático, pues en la misma víspera de la subversión del siglo VIII hubo de constituir en el barullo un elemento de gran importancia.

Es difícil por nuestra parte determinar los motivos que favorecieron esta reaparición del paganismo. Más claras nos parecen las causas del decaimiento del catolicismo a fines del siglo VII, hecho reconocido por todos los autores. ¿Qué debilitaba al cristianismo trinitario? ¿El contagio con la herejía o la falta o ineficacia de la presión del poder público? ¿No se habían hecho demasiadas ilusiones las minorías gobernantes del poder público y de la Iglesia? ¿No habían perdido contacto con la realidad, es decir, con la masa de la población? Es probable que en la ecuación a resolver, los acontecimientos del siglo VIII, intervinieran todos estos elementos conocidos y otros mucho más oscuros o que ignoramos. Para desentrañar el problema estudiaremos por de pronto la evolución de las ideas trinitarias en la península126. Luego esbozaremos un análisis de las concepciones unitarias, gnósticas, priscilianas y arrianas. Nos será entonces posible enfocar la situación en vísperas de la revolución del VIII, en la que se condensaban los elementos creadores del sincretismo arriano y más tarde musulmán.

EL CRISTIANISMO TRINITARIO

Los primeros siglos

Numerosos e importantes son en España los testimonios concernientes a la religión de Mitra y al gnosticismo, pero no poseemos ningún documento ni literario, ni arqueológico, anterior al siglo IV que tuviera un carácter paleocristiano. Tal es la realidad por lo menos en el estado actual de los conocimientos. El padre García Villada, el moderno campeón de las tradiciones legendarias del primitivo cristianismo hispano, lo reconoce: «La ausencia de documentos históricos pertenecientes a los cuatro primeros siglos es verdaderamente desoladora», escribe. Para explicarla encuentra una cabeza de turco en la persona de Diocleciano «que había ordenado al principio del siglo IV quemar los archivos eclesiásticos, los cuales desaparecieron en su totalidad»127. A juicio de este erudito jesuita existían en aquel entonces, como en nuestros días, archivos diocesanos que pudieron ser localizados y destruidos por los enemigos del cristianismo. Para confirmar esta suposición por demás sorprendente cita un himno de Prudencio, el primero de su Peristefanon128. Basta leerlo para darse cuenta de que hace referencia el poeta a dos cristianos de Calahorra, Emeterio y Celedonio, mártires, cuyas actas habían sido quemadas por el poder público; lo que pudo ser causa de su olvido. Mas no se debe de este caso particular y local inferir una ley general de la envergadura concebida por nuestro jesuita. Por otra parte, de haber existido esta orden de Diocleciano hubiera sido impuesta a todo el Imperio y no sólo a España; nada sabemos de ello ni de quemas de archivos en las otras provincias en donde los mártires no fueron olvidados.

Esto rectificado, tampoco debe caerse en un juicio contrario, monolítico y a rajatabla. La ausencia de documentos no prefigura la inexistencia de cristianos en aquellos primeros siglos. Acaso descubrirán algún día los arqueólogos los testimonios de su presencia. Solamente se debe deducir de esta penuria que los adheridos al cristianismo eran entonces una minoría. Se explica así el escaso número de sus manifestaciones, literarias y arquitectónicas y la menor probabilidad de su conservación en el curso de los tiempos. Es evidente que si los cristianos hubieran sido más numerosos nos hubieran alcanzado un mayor número de documentos.

Poseemos una carta de San Cipriano, obispo de Cartago, dirigida a las comunidades de Astorga, de León y de Mérida. Habían sido estos cristianos abandonados por sus obispos, Basilides y Marcial, que habían apostatado. En su desconcierto pedían consejo. Ha sido escrita esta epístola hacia la mitad del siglo III. Se pueden leer estas palabras:

«No os asustéis si en algunos de los nuestras se vuelve la fe dudosa, si el inconsistente temor de Dios vacila y si desaparece la concordia...» Más lejos: «.. .A pesar de que se ha aminorado en nuestros días la potencia del Evangelio en la iglesia de Dios y que periclita la fuerza de la virtud y de la fe cristiana...»129. Afirmativo es el texto. No sólo estaba constituido el cristianismo en esta parte de la península por una minoría; estaba sujeta a crisis graves. Apostataban los obispos; pero lo más extraño es comprobar que los fieles abandonados, desamparados e ignorantes, se vejan en la necesidad de pedir consejo a una personalidad extranjera que vivía a millares de kilómetros del lugar de su residencia, con el mar de por medio. ¿No existían en la península autoridades eclesiásticas a quienes dirigirse? Está uno tentado de pensarlo. Más aún. La contestación de San Cipriano nos enseña el método que debían de emplear estos fieles para nombrar a sus obispos. Esto es muy útil para el historiador, pero demuestra la ignorancia de estas gentes. Como la autenticidad y la fecha del documento no inducen a sospecha, se impone reconocer que en estas tierras ibéricas tan alejadas de Oriente en donde por aquellas fechas se enderezaba su estructura tan peculiar, era el cristianismo muy endeble en cuanto a la doctrina, al número y a la disciplina de sus adheridos.

Afirman textos diversos que la propagación del cristianismo en España ha tropezado con grandes obstáculos; lo que explicaría la lentitud de su difusión y el escaso vigor de su asentamiento en el país. Se refiere a este hecho Sulpicio Severo (360425?) en su crónica famosa130. Asegura el abate Valerio del Bierzo, fallecido en 690, en una carta que escribió a sus hermanos en religión para animarles a seguir el ejemplo de la virgen Aetheria, la célebre viajera, que en su tiempo, es decir, a fines del siglo IV, empezaba solamente el cristianismo a propagarse en el norte de la península. Tan arraigada estaba la idea en su espíritu que la repite en la vida que escribió de San Fructuoso131.  Se halla la misma afirmación en las actas de Santa Leocadia de Toledo y en las de los mártires Vicente, Sabina y Cristeta de Avila132.  Supone García Villada que la Pasión de San Fermín, cuyo autor es francés, ha sido la fuente de estos escritos del VII. En ella se asegura que lo mismo ocurría en las Galias, con lo cual deduce nuestro jesuita que se trata de un lugar común133. Cómodo es el argumento para apartar textos enojosos, mas poco convincente. Pues, si con la mayor condescendencia aceptáramos el «lugar común» del Padre para los españoles del VII, quedarían por desvirtuar las palabras de un autor de tanta autoridad como Sulpicio Severo. Vivía en el siglo y siendo galo no podía haber padecido la influencia que nos dice García Villada.

Los primeros textos de la Iglesia cristiana hispánica que se conocen son las actas de un concilio celebrado en Elvira, la antigua Granada, en el principio del siglo IV, bajo el reinado de Constantino, constantini temporibus editum, según reza el preámbulo. Están de acuerdo todos los autores en que la fecha de esta reunión debe situarse después de la persecución de Diocleciano y Maximiano. Muere éste en 310. En 312 vence Constantino a su cuñado Majencio, hijo de Maximiano. En 313 proclama el nuevo emperador el Edicto de Milán que señala el triunfo del cristianismo. En 314, hace referencia al Concilio de Elvira el de Arles. De modo que fue por los años anteriores a esta fecha cuando tuvo lugar el primer concilio hispano. Nadie ha discutido la autenticidad de sus actas. Se conservan varias copias que se escalonan desde el siglo VII al X. Sólo asistieron diecinueve obispos, pero acudieron de los lugares más apartados de la península: naturalmente de Levante y Andalucía, pero también de Braga, de León, de Toledo, de Zaragoza y hasta de Calahorra, es decir, de las ciudades romanas que eran entonces importantes. De aquí el gran interés de sus determinaciones, pues son la síntesis del pensamiento más granado de la autoridad eclesiástica en aquel momento de la vida del cristianismo en España.

Nos enseñan que la civilización romana se mantiene aún con todo esplendor. Las carreras de carros y los cómicos entretienen a las muchedumbres. El canon LXII prohíbe el bautismo a los aurigas y a los mimos (Pantomimus) a menos de renunciar a su oficio. Nos confirma Prisciliano la existencia de representaciones teatrales en estas fechas tardías en su Liber de fide et Apocryphis134. Sacrificaban los flámines a los ídolos, pues los cánones II, III, y IV se refieren a estos personajes. La sexualidad y las costumbres paganas se mantenían lozanas; la mayor parte de las actas del concilio están encaminadas a combatirlas, a veces de modo descabellado y arbitrario; lo que en poco ayudaría a la conversión de los idólatras135.

La lectura de las actas da la impresión de una mera acción defensiva. Los cristianos son una estricta minoría y tratan sus pastores de apartarles del ambiente circundante. La fe era precaria. Tienen que acudir los obispos a medidas draconianas. Así reza el primer canon, como si fuera su mayor preocupación: «El adulto que habiendo recibido la fe del bautismo de salvación acuda al templo de los ídolos para idolatrar y cometiere este crimen capital, por ser la mayor maldad, decidimos que no reciba la comunión ni aun al fin de su vida».

No las tienen todas consigo. No deben los fieles tener ídolos en su propia casa, «pero si temen la violencia de sus esclavos, al menos ellos consérvense puros. Si no lo hicieren sean excluidos de la Iglesia» (canon XII). Los fieles deben vivir aislados de sus conciudadanos paganos. No pueden con ellos casarse136. No pueden aceptar el cargo de magistrados y duumviros (canon LVI). Lógica y natural era esta situación de inferioridad, tratándose de pequeñas capillas cristianas incrustadas en una sociedad pagana. Mas no era esto sólo. Tenían los obispos a un temible competidor: el judaísmo.

Cuando desembarcaron en España los primeros cristianos encontraron comunidades judías, algunas importantes, que estaban arraigadas en el país desde hacía muchos siglos; asimismo ocurría en otros lugares del Mediterráneo. Como es sabido de las primitivas predicaciones, en ellas hicieron sus adeptos. Era entonces el cristianismo una secta herética de la sociedad hebraica. No se debe de silenciar el hecho de que las minorías judías hispanas eran probablemente mucho más desarrolladas y cultas que en otras partes de Occidente. Poseían una tradición comercial y cultural considerable. Desde el primer milenio relaciones e intercambios comerciales se mantenían entre Iberia y Palestina. Cádiz había sido fundada por los fenicios hacia 1200 antes de Cristo y fueron frecuentes las relaciones entre semitas e hispanos. Ello se deduce de los textos bíblicos y otros, así como de los testimonios arqueológicos que con gran frecuencia se descubren en el sur de la península. Dadas estas condiciones y la importancia y esplendor de las ciudades romanas en el principio de la era cristiana, no es aventurado suponer que las juderías en ellas albergadas podían ser comparadas con las que vivían en Berbería, en Egipto y en Asia Menor; es decir, en una zona de cultura semita en la que el cristianismo no consiguió propagarse.

Con la diáspora la familia judía al desparramarse por la tierra ha aumentado el número de los adheridos al judaísmo. En 1945, resumiendo sus trabajos sobre el clima y el medio geográfico de Palestina en la época de Cristo, calculaba Huntington que sus habitantes ascendían a los dos millones137. A pesar de las desgracias de la emigración, de las persecuciones y de la desaparición de colonias enteras, como las de Cirenaica agostadas por la sequía en el siglo III, el número de los judíos parece haber crecido. Si no poseyéramos otros testimonios, era de suponer que el hecho era debido a una acción de proselitismo. Puede resultar oscuro para los primeros años, mas luego se trasluce con evidencia. Tenemos la convicción de que masas enteras de gentes pertenecientes a los pueblos más diversos se han convertido al judaísmo. La más extraordinaria de las conversiones ha sido la de los kasares del sur de Rusia que tuvo lugar en los siglos VIII, IX y X. Sin embargo, no se ha advertido la importancia que se desprende de la posibilidad de una expansión del judaísmo en Occidente, con las consecuencias que eran de suponer, entre ellas las del mestizaje. ¿Qué razón podía impedir a un galo, a un celta, a un ibero hacerse judío, cuando podía elegir entre el bautismo y la circuncisión? Estaban entonces las ¡nasas de Occidente dispuestas a ilusionarse con cualquier idea que llegaba de Oriente, fuera el culto de Mitra, la gnosis u otra. ¿Por qué no iba a desempeñar su papel en tan magno alud de conceptos el monoteísmo mosaico? Se requería para destacar el hecho con una documentación adecuada eliminar los prejuicios inherentes al problema judío.

Se plantea esta cuestión en Iberia desde los primeros tiempos de la era cristiana. Se puede apreciar al leer las actas del Concilio de Elvira una verdadera competición entre judaísmo y cristianismo. Se expresa en los siguientes términos el canon XLIX: «Amonéstese a aquellos que cultivan las tierras, no permitan que sus frutos, recibidos de Dios como acción de gracias, sean bendecidos por los judíos, para que no aparezca vana y burlada nuestra bendición. Si alguno después de esta prohibición continuare haciéndolo, sea totalmente excluido de la Iglesia». Demostraba esta confesión la existencia de un verdadero desafío... ¡ de bendiciones...! El canon L prohíbe a los clérigos y a los fieles tomar sus manjares con los judíos. En el caso contrario, «se abstengan de la comunión a fin de que se enmienden». Se podría creer que se trataba de una muestra del espíritu mezquino que a veces se manifiesta en la gens eclesiástica. Pero, ante las dimensiones que iba a alcanzar la comunidad judía en España en la Edad Media, es muy probable que esta prohibición fuera una política defensiva para apartar a los cristianos del proselitismo de gentes afines por ser monoteístas, pero que eran peligrosos por concebir la divinidad desde un punto de vista unitario. En la lucha de ideas polarizada en torno a los principios unitario y trinitario, el judaísmo representaba la punta de lanza de las sectas contrarias al cristianismo. De aquí el odio y el temor que manifiestan los últimos reyes godos y su persecución despiadada, creyendo que en tal proselitismo se jugaba el porvenir de su corona138.

Estaba tan extendida la opinión unitaria que no tuvieron efecto tan terribles medidas; en gran parte porque no fueron aplicadas por piedad de los mismos obispos y demás cristianos o por algún otro motivo. Las lamentaciones de reyes y obispos quejándose de la obstinación de los judíos se repiten en todos los últimos concilios, pues las conversiones fueron escasas o de circunstancia 139. En lugar de menguar, la población judía aumentó por obra sin duda del proselitismo. Esto explica la reacción de los poderes políticos y religiosos católicos a lo largo de la Edad Media. En el siglo XIII había en Castilla 800.000 judíos que papaban el impuesto de capitación. Como esta cantidad representa otros tantos fuegos, supone una población de varios millones de personas140. No podía ser tan gran masa de gentes los descendientes de los primitivos emigrados de Palestina. Como ocurrió en otras partes, la mayor parte eran autóctonos cuyos antepasados se habían convertido al judaísmo.

En la Alta Edad Media representa el monoteísmo enseñado por Moisés un papel similar al de un catalizador que atrae y arrastra a las ideas afines, es decir, a las unitarias, sobre todo después de la conversión de Recaredo cuando el culto arriano fue suprimido. Se entiende ahora el sentido de las relaciones políticas que mediaron entre gobernantes y súbditos: las terribles persecuciones emprendidas por los primeros, las reacciones dé los segundos sin duda decisivas en los acontecimientos del siglo VIII.

Las actas del Concilio de Elvira escasa relación mantienen con las lecciones del Evangelio. Los obispos que las han redactado no parecen cristianos. Se pueden espigar en los textos cánones escandalosos. Para atenuar su ferocidad no basta con invocar la barbarie de los tiempos, porque ésta ha sido la norma en los siglos anteriores y posteriores a la Edad Media. Sin embargo, han existido en todos los tiempos mentes escogidas, filósofos o religiosos, que han dado ejemplo y han predicado la caridad y las relaciones humanas entre los hombres. No pertenecen a esta minoría esclarecida los autores de las actas del Concilio de Elvira. No estaban obcecados como políticos obsesos por los problemas que les agobiaban, ni temerosos por la responsabilidad y las consecuencias de sus actos, como los hombres de guerra sujetos a condiciones de lucha implacables. Eran diecinueve obispos, los cuales plácidamente reunidos representaban en su tiempo la mentalidad de una comunidad religiosa que se decía cristiana.

Así reza el canon quinto: Si alguna mujer instigada por el furor de los celos, azotare a su esclava, de modo que ésta muriera entre dolores dentro del tercer día, como no se sabe si la muerte sobrevino casual o intencionadamente: si fue intencionada, después de siete años, cumplida la conveniente penitencia, sea admitida a ¡a comunión; si casualmente, después de cinco años. Pero si dentro de esto! plazos enfermare, recibirá la comunión.

Canon séptimo: Si algún fiel después de haber incurrido en el delito de fornicación y de haber hecho la penitencia correspondiente, volviere otra vez a fornicar, no recibirá la comunión ni aun al final de su vida.

De esta confrontación se deduce una extraña moral: un cristiano homicida que mata a su víctima con los dolores de un suplicio, ha cometido una falta menor, castigada con siete años de excomunión, que el reincidente en el pecado de fornicación; pues queda prácticamente apartado de la comunidad141.

Están en contradicción con la ortodoxia algunos cánones. El XXXVI es iconoclasta; reminiscencia acaso de las antiguas relaciones que habían mantenido las minorías cristianas con las comunidades judías. Volveremos a tratar de la cuestión en un capítulo próximo142. Por el momento nos limitaremos a una sencilla observación: Ha sido desobedecida esta orden por los cristianos de la península; lo que demuestra la existencia de una divergencia de opinión entre los obispos de Elvira y la masa de los fieles; asunto por otra parte muy oscuro143. Algunos años más tarde después de la celebración del concilio, escribe Prudencio versos para ilustrar escenas bíblicas, pintadas en las paredes de las iglesias. Pueden atribuirse a un estilo paleocristiano los testimonios arqueológicos más antiguos que conocemos del siglo IV 144.

En los ochenta y un cánones del Concilio de Elvira, unos veinte privan de la comunión a algunos penitentes para toda su vida; en algunos casos hasta en la hora de la muerte. Naturalmente la mayoría de los teólogos han condenado estas normas sospechosas de novacianismo y de montanismo145. Entre ellos numerosos protestantes que han seguido el ejemplo de Calvino. Entre los católicos se hallan los más eminentes: César Boronio, Tomás Bocio, Belarmino y Melchor Cano. Por nuestra parte, sin intervenir en una discusión que no interesa a nuestro problema, nos limitaremos a destacar el hecho de que el primer concilio del cristianismo trinitario hispano desprende un cierto perfume herético indudable146. Aparece desde entonces en la amplia familia de los seguidores de Cristo un equívoco que irá con el transcurso de los años en aumento constante.

La abjuración de Recaredo

En el curso del siglo IV se modifica la actitud defensiva que manifiestan las actas del Concilio de Elvira. Adquiere el cristianismo hispano su mayoría de edad, aunque el número de sus afiliados ha debido de ser reducido según se desprende de lo que sabemos de su historia y evolución. Ocurría lo mismo en las otras provincias del Imperio, pero aquí como allá destacaba por su dinamismo la minoría cristiana sobre la pasividad de la mayoría pagana147. Se acostumbraron ambas a vivir juntas y perdieron los bautizados el recelo y la desconfianza que caracterizan a los perseguidos. Su proselitismo fue alentado por la política «ambigua> de Constantino que se esforzó probablemente en buscar un punto de equilibrio entre lo antiguo y lo moderno. Corno consecuencia de esta política se establecieron unas relaciones particulares entre los poderes públicos y las autoridades religiosas; lo que con razones más o menos históricas se ha llamado el pacto Constantiniano.

Tácitamente en un principio, con documentos escritos más tarde, acuerdan ambos poderes, el político y el religioso, reunir sus fuerzas coercitivas y espirituales para apoyarse mutuamente: Reforzaba el religioso con su autoridad moral a la persona que representaba el Estado y su política —siempre y cuando no perjudicaran los intereses de la Iglesia—; y por otra parte, se comprometía el Estado a perseguir con su fuerza armada a todos aquellos que se burlaran de las decisiones dogmáticas y disciplinarias tomadas por la autoridad religiosa. En la Edad Media la aplicación de este pacto condujo a varias naciones a la constitución de un Estado teocrático, cuyo modelo más perfecto ha sido el de Bizancio y su Imperio. Tuvieron lugar en España varios intentos para conseguir ambas potestades estas recíprocas ventajas. Se puede afirmar que la formación de un Estado teocrático por parte de los reyes godos y de los obispos ha sido una constante y común aspiración. Lo consiguieron con sus altas y bajas a lo largo de los siglos VI y VII, con las consecuencias que eran previsibles dadas las circunstancias que existían en la nación: la crisis revolucionaria.

En el siglo IV las consecuencias de este acuerdo fueron manifiestas: la persecución de los arrianos en varios lugares del Imperio, sobre todo en sus provincias orientales, y, en España, la condenación y suplido de Prisciliano. Este último acto, aunque llevado a cabo en Alemania, demuestra el apoyo que prestaron los poderes públicos a las autoridades eclesiásticas en los finales del siglo. Esto debió de favorecer la conversión muchas veces aparente de la gente que siempre se une al carro del vencedor y por ende el auge del cristianismo hispano. Pero los defectos gravísimos del sistema muy pronto se pusieron de manifiesto: Eurico se alzó con el poder. Las autoridades romanas que esperaban mantenerse en el candelero con ayuda del crisma místico fueron aniquiladas. Los godos que gobernaron España eran arrianos. Contraproducente se volvía el pacto Constantiniano.

En el año 400, coincidiendo con la independencia y subida al trono de Eurico, se reúne en Toledo el primer concilio de los celebrados en esta ciudad. Ha sido el más importante de los visigodos, porque los diecinueve obispos congregados proclaman el dogma trinitario y su adhesión al Concilio de Nicea. Como el poder público y gran parte de la nación eran unitarios o favorables a estas ideas, se dividen desde entonces los habitantes de la península en dos bandos que se persiguieron mutuamente. Sin la comprensión de este hecho y de la evolución divergente de las ideas que del mismo se desprende, el desarrollo de los acontecimientos en España no tiene sentido.

El arrianismo fue la religión oficial del Estado desde entonces hasta la abjuración de Recaredo en 589; es decir, por unos ciento ochenta años. Los reyes godos llevaron a cabo una política que en términos modernos, sensu lato, se llamaría liberal. Tuvo entonces la suerte el débil cristianismo hispánico de no ser perseguido. Se ha demostrado hoy día que el mismo Leovigildo a pesar de cierta tradición no había hostigado a los cristianos trinitarios148. Hasta los judíos pudieron practicar en paz su religión. Tuvieron por consecuencia estos hechos el auge del unitarismo en general y del arrianismo en particular, con la consiguiente flaqueza de los trinitarios. Por esto pudo escribir Gregorio de Tours (muere en 594) que en la España de su tiempo los «cristianos», es decir, los de obediencia romana eran muy pocos (pauci)149.

Debía de decir la verdad, pues en el caso contrario no tiene explicación el comportamiento de los cristianos trinitarios en la guerra civil desencadenada por la rebelión dé Hermenegildo contra su padre Leovigildo. Era este monarca un arriano convencido, su hijo se había hecho cristiano. Desde el punto de vista de la historia clásica era de suponer que esperaría el muchacho en la lucha contra su padre recibir el apoyo de sus nuevos correligionarios. Nada de esto ocurrió. Se mantuvieron los trinitarios tan alejados del bando del padre como del hijo, probablemente para no comprometerse dado su escaso número y la situación falsa en que se hubieran colocado. «La revuelta fue esencialmente un conflicto de godos contra godos, no de godos contra romanos»150. Más sospechoso aún resulta el comportamiento de los trinitarios después de la abjuración de Recaredo, encabezado por Isidoro de Sevilla que habla desfavorablemente de Hermenegildo.

«En España, escribe Thompson, hubo entonces una conspiración de silencio en todo lo relativo a Hermenegildo»151. Se han dado varias explicaciones a hecho tan extraño: Hasta nuevos conocimientos difíciles de adquirir dado lo oscuro de aquellos tiempos, se puede sospechar que tan curiosa postura era debida en gran parte a la situación incómoda en que se encontraba el cristianismo trinitario. Después de la repentina conversión de Recaredo no estaba el horno para bollos y los vencedores debían de obrar con prudencia. La rebelión de un cristiano contra su padre no era un ejemplo que se debiese pregonar. Más prudente era no menear asunto tan vidrioso.

El 8 de mayo de 589 reunió Recaredo en Toledo el III Concilio de los de esta ciudad. Se presentaron los obispos en número de 62, en los cuales estaban comprendidos los obispos arrianos que abjuraron después del rey y algunos de los suyos. El arrianismo fue condenado. En el discurso que pronunció el monarca y que ha sido reproducido en las actas, aparece el primer equívoco, clave de los acontecimientos futuros. Se mantendrá con la confusión correspondiente a lo largo de los 102 años en que se reunieron los reyes godos trinitarios y los obispos de España y de Septiminia. Pues este buen señor —o le han atribuido estas palabras—, no sólo abjura en nombre propio, lo que era su perfectísimo derecho, sino en nombre también de la raza goda: ut tam de eius conversione quam de gentis Gothorum innovatione. Lo que era bastante atrevido o sospechoso. La pregunta viene a los labios: ¿Los había previamente consultado? Bastaba el sentido común para advertir que si en verdad había Recaredo pronunciado las palabras antedichas, había que interpretar su gesto o como una sencilla manifestación piadosa, o como un puro disparate. Pues no se hace cambiar de religión a millares de personas sobre las cuales ejerce su autoridad el converso, cuando muchas de las mismas poseen poderes civiles y militares, con un sencillo ordeno y mando. El disparate, si en verdad tuvo lugar, fue repetido por los historiadores que aceptaron estas palabras al pie de la letra. Así concluyeron que la gran mayoría, si no la nación entera, se había hecho cristiana y trinitaria como por arte de una varita encantada. ¡Se habían borrado de repente las diferencias confesionales que dividían a los habitantes de la península!

Si era adecuado el razonamiento según el cual los súbditos siguen a ciegas las opiniones religiosas de quien les gobierna, debía haberse confirmado con anterioridad; cuando sus reyes eran arrianos, ¿se convirtieron todos los españoles al arrianismo? Sabemos que no lo hicieron. ¿Por qué el empleo tan diferente de un mismo argumento en tan pocos años? Por otra parte, enseña la historia que en cualquier relación de tiempo y lugar nadie puede hipotecar el íntimo pensamiento de los individuos, y menos todavía si son cultos o poderosos. Enrique IV de Francia se hizo católico por razones políticas; sus numerosos súbditos protestantes no se consideraron obligados a hacer el mismo gesto.

Innecesarias eran las evidencias del sentido común. Demostraban los hechos posteriores la falacia del dicho o la estupidez del acto. En una carta dirigida a Leandro de Sevilla, Gregorio el Grande recomienda que, para distinguirse de los arrianos —que efectúan el bautismo en una triple inmersión—, los romanos lo realicen en una sola. La carta está escrita en 591, es decir, dos años después del Tercer Concilio de Toledo. Para que desde tan lejos interviniera el Papa en este asunto, hay que suponer que el acto de Recaredo no abolió las prácticas arrianas tan radicalmente como tantos han creído.

Se sublevaron los jefes godos por todas partes. Tuvo que guerrear Recaredo. No volvió la paz a las tierras hispanas. Al morir fue degollado su hijo por Viterico de quien se ha dicho que intentó restaurar el arrianismo. Desde entonces adquirió la aristocracia goda la costumbre de conspirar, matar o deponer a sus reyes: ejercicio en que se adiestraron sus miembros en cada generación hasta el episodio final del VIII. Se la ha culpado de todas las iniquidades; pero es también necesario comprender que no se puede gobernar al puro capricho de uno, contando con el apoyo de una minoría con quien se comparte el poder sin un consenso por lo menos mayoritario.

Con la abjuración de Recaredo debieron de ser muchos los que también cambiaron de postura para no ser menos que el rey. Se ha dicho que godos e hispanos mudaban de religión como de camisa. Es indudable que una parte de la población se adhirió entonces al cristianismo trinitario. Mas, tuvieron tendencia los historiadores a aumentar su importancia engañados por el realce que le dieron unas personalidades esclarecidas que lo gobernaron desde sillas episcopales como un Braulio o un Idelfonso, o que dieron un gran realce a su literatura como un Isidoro de Sevilla. El prestigio de estos hombres ha contribuido a aumentar el equívoco de los historiadores. Pues, si se adentra uno en el fondo de la cuestión, hay que admitir, sin quitar un ápice al mérito de estos próceres, que su labor ha sido meramente intelectual:

Braulio en la elaboración del derecho hispano-godo, Isidoro en el fomento y transmisión de los conocimientos. Ninguno se ha metido en el meollo de los hechos, para tratar de cambiar el sentido de la evolución de las ideas, sea porque no percibían su necesidad, sea porque eran incapaces de intentarlo, sea porque las ideas-fuerza, cuando han alcanzado un cierto dinamismo, son irreversibles y tan fatales como las fuerzas telúricas.

No es elucubración nuestra esta descripción encaminada a reforzar las tesis que defendemos, sino mera consecuencia de un estudio meditado de los concilios que tuvieron lugar en España después del convocado por Recaredo. Propios y extraños han dicho su admiración por estos textos, sobre todo por los XVII toledanos cuyas actas han llegado hasta nosotros. Mas, debido al complejo mencionado, pocos se han apercibido no de la luz que derraman, abundante y apreciada, sino de las sombras que inevitablemente tenían que recortar. Pues, silos preámbulos de las actas están siempre escritos con ánimo triunfante, aparece luego la realidad con las medidas que ante los hechos era menester tomar. En fin de cuentas, ¿qué nos enseñan estos cánones? Si los españoles, salvo los judíos y unos cuantos aldeanos paganos viviendo en lugares apartados, eran cristianos trinitarios, ¿por qué tantas reiteradas declaraciones? Los XVII Concilios de Toledo proclaman con unanimidad su fe trinitaria, a veces con una premiosidad inacabable, siempre con una constancia que parece excesiva. Si España era trinitaria, ¿para qué tantas repeticiones enfadosas?

En la historia de la Iglesia no ha habido más que un Concilio de Nicea, con una solemne exposición del dogma trinitario. Establecida esta doctrina, podrá haberse explicado posteriormente algún punto oscuro o dudoso, pero no se han reunido cada quince años los obispos para repetir lo acordado en aquella reunión. Como conocían los obispos españoles mejor que nosotros el ambiente contrario o indiferente que les rodeaba, reiteraban sus machaconas repeticiones como si trataran de impresionar al adversario. El Concilio de Mérida, celebrado en 666, es elocuente en la materia: Después de una profesión de fe más breve que lo acostumbrado en estas circunstancias, acaba su Credo con las siguientes palabras: Si alguno no creyera o no confesara que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios en la Trinidad, sea anatema. Con esta concisa fórmula estaban despachados todos los unitarios; mas era también la solemne confesión de que por aquellas fechas, al final del siglo VII, existían herejes en la nación. Si no los hubiera habido, como lo han creído tantos historiadores, no se hubieran producido tantas declaraciones reiteradas, tantos anatemas, por no tener objeto. Por otra parte, queda el convencimiento que da la marcha de la historia. Si materialmente no pudieron invadir, conquistar e imponer su religión los árabes a los españoles, había que explicar el modo según el cual se habían hecho musulmanes. Por haber sido destruida no tenemos documentación suficiente para seguir paso a paso la evolución de estas ideas religiosas. Pero conocemos los dos estados, anterior y posterior, de esta evolución. La lectura de los concilios visigodos enseña al lector advertido la existencia de esta opinión contraria, aunque no sabemos cómo se desenvolvió. Tan solamente consta el hecho indiscutible: Bastó una crisis política y social más aguda que las precedentes para que se manifestara como una explosión.

La crisis del siglo VII

El número de los Concilios de Toledo y sus actas enseñan los esfuerzos emprendidos por los obispos y por los reyes godos que los convocaban, para establecer en la península un Estado teocrático. Entre el año 400, fecha del primero, y 589, fecha del III, han transcurrido 189 años. Sólo dos de ellos son nacionales. Los reyes arrianos no debían favorecerlos, pero tuvieron oportunidad los obispos para reunirse en otros lugares152. En todos ellos se dedican a asuntos estrictamente de su incumbencia. El II de Toledo, celebrado siendo obispo Mantano el 17 de mayo, año quinto del reinado de nuestro señor Amalarico, con asistencia de ocho obispos, es característico: Para nada interviene la política153. Entre el III toledano y el XVII, de 589 a 702, es decir, en 113 años hubo quince concilios nacionales, más otros diez sinodales. Se asiste entonces a una intervención progresiva de la política. Los XII, XIII y XIV, de 682 a 684, no tuvieron otro objeto.

En el III, en donde abjuraron Recaredo y su esposa Bado, reina gloriosa, firmaron igualmente la profesión de fe, los obispos, los presbíteros y los próceres del pueblo godo, pero no firmaron éstos los cánones. A partir del año 633, fecha del IV Concilio toledano, mientras gobernaba Sisenando, cambia por entero la situación. Se nombran los obispos mediadores entre el pueblo y el Estado. Así se expresa el canon III: «Todos aquellos que tengan algo contra los obispos o los jueces o los poderosos o contra cualquier otro, acudirán al concilio.» ¿Quién podía ser este cualquier otro, si no era el propio rey? Prosigue el texto: «Cualquier abuso de cualquiera que sea, que se descubriera en las indagaciones conciliares, será reparado a instancias del ejecutor regio». En una palabra se convertía el concilio en un tribunal supremo, en una institución más poderosa que el mismo monarca. Pero la práctica enseñó que este poder lo disfrutaban los obispos cuando el rey, como en el caso de Ervigio, era débil y su monigote, mientras que eran sumisos cuando el monarca era enérgico como Vamba, al que no perdonaron los obispos y con sus zancadillas lograron hundir. Desde el IV Concilio, es decir, ochenta años antes de la catástrofe final, se acelera el movimiento. En el tira y afloja, cosa normal dada la condición humana, entre el rey y los obispos, nunca se puso reparo a la ejecución del pacto Constantiniano. Salvo acaso Vitiza cuya actuación analizaremos próximamente, jamás intentaron los reyes godos una acción en contra del dogma trinitario y los obispos siempre dispusieron de los gendarmes reales para perseguir a sus enemigos. Con el curso de los años la simbiosis entre los dos poderes se hace cada vez más íntima.

Ya en el III Concilio toledano había de modo indirecto pedido auxilio Recaredo a los obispos, metiendo además la cuchara en lo que no le importaba: «... debemos esforzarnos con todas las fuerzas en poner orden en las costumbres humanas y refrenar el furor de los insolentes con el poder real...». A renglón seguido decreta «su autoridad» que se rece el credo en todos los lugares de España para consolidar la reciente conversión de nuestro pueblo y da como ejemplo la costumbre de las regiones orientales, es decir, el Imperio Bizantino en donde el proceso teocrático estaba más avanzado.

Desde el siglo VI en adelante los concilios de Toledo se hacen cada vez más políticos: 1.2 Porque los obispos necesitaban más y más de la fuerza armada para imponer sus ideas en un ambiente cada ‘vez más hostil. 2.2 Porque los reyes ante la inestabilidad de su situación personal piden a los obispos el concurso de su acción espiritual para confundir a sus enemigos. De aquí una serie de cánones, de elogios, de disposiciones edificantes que se pueden espigar en las actas de los concilios de este siglo. Los VI y VIII establecen las normas que se deben seguir para elegir un nuevo rey. El sexto determina taxativamente que debe ser de raza goda y de buenas costumbres: Nisi genere Gothus et moribus digus (Canon XVII). Thompson ha demostrado que los obispos godos constituían la tercera parte del episcopado hispánico154. Se desprende entonces el hecho siguiente: Tenían los obispos españoles la mayoría en el concilio, pero no se atrevían a declarar que un hispano gozaba de título suficiente para ser nombrado rey. Temían sin duda alguna la reacción de la aristocracia goda, mas, en este caso, ¿por qué prestarse a tales cambalaches? Es muy sencillo: A cambio de su vergonzosa sumisión disfrutaban de fueros personales y de prebendas. Se comprenderá en tales circunstancias el alto prestigio que gozarían entre sus feligreses.

Ya el V Concilio toledano había establecido con cierta vaguedad que el rey debía ser nombrado por "elección natural". En el VIII, a cambio sin duda de la intromisión del poder laico en las deliberaciones del concilio, se determina que el nuevo rey será elegido con el voto de los obispos y de los nobles de palacio. Cum puntificum maioremque palati. Recesvinto había introducido en esta asamblea por él convocada en el año 653 nuevas costumbres. Después de un pequeño discurso entregó a los obispos un libro en el que constaban sus deseos, los cuales naturalmente debían cumplirse. Después se retiró, pero quedaron con los obispos y otros tonsurados «varones ilustres del oficio palatino»: oficii palatini, para sin duda recordarles la presencia regia. En su discurso había mencionado Recesvinto la antigua costumbre según la cual asistían los jefes de palacio a las deliberaciones conciliares. Remontaba, como lo hemos ya apreciado, al III de Toledo, pero hasta ahora no habían firmado las actas de los concilios. Ya lo hacen desde ahora. Estamparon sus rúbricas y pusieron su sello, junto con los obispos, los abades y los vicarios, dieciocho condes que regían las diferentes administraciones del reino.

La colusión entre los reyes y los obispos ha llegado a la más estrecha colaboración. Se ocuparán de aquí en adelante los obispos de asuntos políticos menores, como la defensa de los familiares del rey difunto, o mayores como cuando intervinieron en los Concilios XII y XIII para confirmar el destronamiento de Vamba, el nombramiento de Ervigio, o, para apaciguar los celos Post mortem del marido celoso, de lo que nos ocuparemos en un capítulo próximo. Por su parte los reyes se ocuparon «de los que se sabe son indiferentes a nuestros dogmas» y a la postre de los judíos. Si el Estado teocrático no alcanzó mayor perfección no fue por culpa de las autoridades religiosas155.

Han señalado todos los autores la descomposición de la Iglesia en el curso del siglo VII. Para nosotros la cuesta abajo se acelera desde el VIII Concilio toledano, es decir, cuando aparece con mucho mayor fuerza la colusión entre ambos poderes. No se puede culpar ni a una sociedad, ni a un cuerpo determinado, ni a un grupo profesional, por la comisión por sus miembros de hechos contrarios a la moral imperante o al derecho natural. Esto es el fruto de la imperfección humana. Mas, cuando los actos que se condenan necesitan para su represión el peso de una ley coercitiva, se debe deducir que no se trata de un caso particular, sino de delitos suficientemente extendidos para que su atajo requiera la elaboración de una norma con carácter general. No se le ha ocurrido a ningún legislador establecer una ley en contra de los homosexuales por haber llegado a sus oídos un caso de sodomía. Es esto lo que llama poderosamente la atención del lector cuando medita sobre las actas de los últimos concilios toledanos.

Existe en los eclesiásticos un afán de lucro desmedido que les conduce a realizar actos delictivos. Han reunido los obispos tales riquezas que su conservación y administración requiere una legislación prolija que se repite en cada concilio. Las más notables son las medidas reiteradas para impedir que los sacerdotes de un obispado entraran a saco en sus bienes al fallecer el titular. Pues era corriente que el obispo recientemente nombrado se encontrara con las arcas vacías. Se tomaron medidas para que no ocurriera lo contrario y por caridad no despilfarrara a su muerte los bienes de la Iglesia156. No nos podemos extender. Concluiremos con Thompson que «esta incesante legislación de los concilios, a lo largo del siglo, nos da una clara visión de la rapacidad y extorsión de los obispos»157.

En el XI Concilio toledano, reunido en el reinado de Vamba, en 675, se promulgan varios cánones edificantes: los sacerdotes que violen, asesinen o cometan otras violencias son sometidos a la ley ordinaria. Determinó el concilio una serie de medidas que establecían un trato especial a los obispos. No están sujetos a la pena del talión si han cometido un adulterio con la mujer de un gran personaje o han violado su hija o su nieta; tampoco si han cometido un homicidio en la persona de un palatino. «Nada se dice de los obispos que asesinasen a inferiores o sedujesen a sus mujeres.» El caso no revestía importancia para que se ocupara de ello la asamblea158.

En aquel entonces la riqueza era territorial. Para labrar la tierra se requerían esclavos. Existe en las actas de los concilios toda una legislación acerca de los esclavos clericales. Suponemos que el hecho sería corriente en Occidente y que el caso de la Iglesia hispana no constituía una excepción. Es posible que en la realidad de aquellos tiempos fuera la esclavitud una necesidad social. Mas, tampoco cabe duda de que la labor de la Iglesia consistía en redimir en cuanto fuera posible las condiciones vitales de estos desgraciados. El drama ha sido que ha hecho todo lo contrario la Iglesia visigótica; de tal suerte que Pijper ha podido escribir: «La Iglesia visigótica. ha creado la esclavitud donde antes no existía»159. Ha tratado Ziegler de rebatir tan terrible afirmación160. Nos contentamos con citar en nota los cánones según los cuales algunas personas por ciertos delitos quedaban reducidas a esclavitud: por ejemplo las mujeres y su descendencia acusadas de concubinato con un clérigo161. Es difícil, si no imposible, averiguar el porcentaje que representaba en la totalidad de la nación la parte de los bienes territoriales y de los esclavos que pertenecían a la Iglesia. Ha debido de ser muy grande y causa de conflictos.

La confabulación entre los poderes religiosos y políticos conducía fatalmente a la Iglesia al estancamiento, como ocurre siempre en casos parecidos. El proselitismo del siglo IV había desaparecido. El recogimiento y la meditación inducidas por la adversidad sufrida en el siglo V eran ya un recuerdo lejano. La ignorancia, el lucro, los vicios, los abusos y los errores eran numerosos y constantes. Esto se lee en los preámbulos del XI Concilio de Toledo que no se ha distinguido precisamente por la pureza de sus resoluciones, unos treinta años antes de la crisis revolucionaria del siglo VIII:

«Apagada la luz de los concilios, no tan sólo había fomentado los vicios, sino que introducía  en las mentes sin cultivo la ignorancia madre de todos los errores. Veíamos, pues, cómo la caldera encendida de la confusión babilónica alejaba la época de los concilios y complicaba a los obispos del Señor en costumbres disolutas; pues se inclinaban a las invitaciones de la meretriz vestida de púrpura, porque no existía ya la disciplina conciliar, ni había quien pudiera corregir a los que erraban, puesto que estaba desterrada la palabra divina, y como no se mandaba que se reuniesen los obispos, la vida corrompida aumentaba cada día.»

Culpaban los obispos a Recesvinto por esta situación al no haberles reunido en veinticuatro años; aunque en 666 había tenido lugar el Concilio de Mérida. Enseña la historia que no ha tenido necesidad el catolicismo de tantas reuniones episcopales para progresar o tan sólo mantener una normal estabilidad. Desde aquella fecha se reunieron otros seis concilios y las cosas en lugar de mejorar fueron de mal en peor.

Una gran parte del clero vivía en la más completa ignorancia acerca de su profesión, del culto, y de los dogmas. Las lamentaciones son constantes en casi todos los concilios. El canon XI del de Narbona, celebrado en 589, expresa que «en adelante no estará permitido a ningún obispo ordenar a ningún diácono o presbítero que no sepa leer, y a aquellos que han sido ya ordenados, oblígueseles a aprender, y aquel diácono o presbítero toco versado en letras que retrasare desidiosamente el leer... se le retirará la paga...», etc. La cosa no se enmienda. El canon VIII del VIII Concilio toledano insiste en que «algunos de los encargados de los oficios divinos eran de una ignorancia tan crasa... que no estaban convenientemente instruidos en aquellas órdenes que diariamente tenían que practicar>. Y determina que «no reciba el grado de cualquier dignidad eclesiástica sin que sepa perfectamente todo el salterio, y además los himnos y la forma de administrar el bautismo». En el Xl Concilio de Toledo son ahora los obispos los ignorantes de su oficio. «Lis inteligencias de algunos obispos descuidan de tal modo el estudio con ociosa pereza, que como predicador mudo, no sabe qué decir a su rebaño acerca de la doctrina.»(Canon II).

Lo mismo sucedía con respecto a la celebración del culto. Es muy probable que a finales del siglo VII no se hubiese uniformado aún la liturgia en toda la península. Daremos dos ejemplos. Cada obispo celebraba la Pascua en la fecha que le daba la gana162. En 693, en fecha tan tardía, existían sacerdotes que daban la comunión con trozos de pan que sacaban por lo visto de su despensa 163. Había abusos más graves: El II canon del III Concilio bracarense, celebrado en 675, prohíbe que los vasos consagrados al Señor se dediquen a servicios profanos. Reitera la misma condena el canon IV del XVII Concilio de Toledo, pero esta vez se trata de obispos, que no sólo entregan a Otros para que abusen de ellos en sus matas acciones los objetos sacrosantos del altar que les han sido encomendados y los demás ornamentos de la iglesia, sino, lo que es peor, no temen tomarlos y aplicarlos a su propio uso.

La disolución de las costumbres en los sacerdotes y en los obispos es objeto de tantas recriminaciones por parte de los concilios que no nos ocuparemos de ello. Era mejor reprimir tanta verborrea sin otro fin que dar la impresión de una grandísima severidad, para que luego en la práctica los escándalos fueran la flor de cada día. Pues la consecuencia biológica de la prohibición de cualquier comercio con hembra era de sobra conocida: Los unos, los que podían por su cargo o por su genio y temperamento, burlábanse del rigor conciliar, como nos lo enseñan algunos casos que nos describen las actas. Otros timoratos o por constitución fisiológica deslizábanse hacia la homosexualidad. El canon III del XVI Concilio de Toledo, celebrado en 693, se expresa en estos términos: «... Porque esta funesta práctica y el vicio del pecado sodomítico parece haber inficionado a muchos, nosotros, para extirpar la costumbre de esta práctica vergonzosa..., todos de común acuerdo, sancionamos que todos los que aparecieren ejecutores de una acción tan criminal, y todos los que se hallaren mezclados en estas torpezas y, obrando contra naturaleza, hombres con hombres cometieren esta torpeza, si alguno fuera obispo, presbítero o diácono, será condenado a destierro perpetuo; por si a otras personas de cualquier orden o grado se las hallara complicadas en crímenes tan afrentosos, sufrirán.., corregidos con cien azotes y vergonzosamente rasurados, el destierro perpetuo...»

Líneas antes habían enunciado los obispos unas palabras que más tarde parecieron a muchos proféticas: «... El horrendo y detestable crimen en tiempos pasados entregó a los pueblos sodomíticos para ser abrasados por el fuego que venia del cielo; del mismo modo el fuego de la eterna condenación consumirá a los hombres que se entreguen a semejantes inmundicias». la lectura de este texto o acaso otras noticias indujeron a San Bonifacio a escribirle en una carta (746-7) al rey Etelredo de Mercia que la caída del reino de los godos se había debido a sus prácticas homosexuales. Pues muchos vieron en los acontecimientos del siglo VIII la repetición de la destrucción de Sodoma y Gomorra. Comentando esta noticia apuntaba el señor Thompson en el prefacio de su obra sobre los godos en España: «.No es en absoluto evidente que ¡a moderna investigación, en el punto en que se encuentra, haya profundizado mucho más»164.

Tal situación de ignorancia y de triunfalismo conducía al clero a una condición aún más degradante: la de la superstición con consecuencias graves. «Por estar muy arraigado en casi toda España y la Galia el sacrilegio de la idolatría...», nos advierte el canoa XVI del III Concilio de Toledo. Pero en lugar de atenuar la labor de la Iglesia estas costumbres remotas, ocurre que con el paso de los años son las manías idólatras las que contagian a presbíteros y a obispos. «Hemos sabido que algunos presbíteros, si llegan a enfermar, hacen culpable de ello a los siervos de su iglesia diciendo que algunos de ellos han usado de maleficios con él, y los hacen atormentar por su propia autoridad y sufrir muchos males con gran impiedad...» (canon XV, Concilio de Mérida, a. 666). La superstición alcanzaba también a los obispos. El V canon del XVII Concilio de Toledo, celebrado en 694, es decir unos años antes de la crisis revolucionaria del VIII nos enseña en qué grave situación se encontraba la Iglesia por aquellas fechas: Celebraban los obispos una especie de misas negras: «. . .Muchos obispos que debían ser predicadores de la verdad y de cuya boca debían aprender la ley de la verdad las masas populares..., llegan a celebrar con falsa intención la misa destinada al descanso de los difuntos por los que aún viven, no por otro motivo, sino para que aquel por el cual ha sido ofrecido el tal sacrificio incurra en trance de muerte y de perdición por la eficacia de la misma sacrosanta oblación...».

¿Qué concluir de todo esto? Si así era de los pastores, ¿qué seria del rebaño? los historiadores que no tuvieron como nosotros un acceso fácil a los textos conciliares, fueron deslumbrados por la bondad y santidad de un Valerio del Bierzo o por la talla intelectual de un Isidoro de Sevilla. Pero la labor de unos pocos no podía disimular la realidad: El ambiente popular opuesto a la minoría trinitaria se iba enfureciendo, llegó el momento en que los explosivos debidamente amontonados a lo largo del siglo adquirieron un punto de desequilibrio tal que la deflagración estallaría de repente y terrible. La consternación fue general en los propios y en los extraños.

 


113 Podríanse espigar múltiples testimonios de un hecho por demás anormal en Occidente. Sólo daremos un ejemplo: No ha habido culto cristiano hasta 1505 en el valle de Ricote, uno de los lugares más ricos de la provincia de Murcia. Sin embargo, pertenecía este valle a la Orden de Santiago que lo explotaba; mas, hasta dicha fecha, rarísimos eran los cristianos que podían ser admitidos. Jean Sermet: Espagne da sud, Arthaud, Paris, p. 80.

114 Ha equivocado este velo de color rosa a la mayor parte de los autores del siglo pasado, de los cuales sólo conocemos al historiador alemán Félix Dahn, capaz, según se nos alcanza, de enfocar estas cuestiones de modo más independiente (ver nota 23). Este maleficio ha equivocado asimismo a los eruditos contemporáneos, como Aloysius Ziegler, quien en un concienzudo estudio acerca de las relaciones que existieron entre el Estado y la Iglesia, no ha comprendido que enfocaba la cuestión desde el solo punto de referencia ortodoxo. Se le escapaba así de entre los dedos el verdadero problema que abarcaba el conjunto de la sociedad hispánica. Atrapado, no se atrevía o no podía afrontar los temas escabrosos, como la suerte de las actas del XVIII y último Concilio de Toledo, el papel desempeñado por los obispos como Opas, Sisenando y otros en la guerra civil del siglo vrn y sobre todo la terrible realidad que nos descubre la lectura de las actas de los concilios. Ziegler, Aloysius: CharcA and state in vi.sigotic Spain. The catholic university of America, Washington, 1930.

115 Ver más adelante el capítulo XI, § II, titulado: El segundo tiempo de la crLsLs revolucionaria.

116 Renan, Ernest: Averroes et‘averroisme. Ver también los estadios de Asín Palacios sobre Algazel y sobre todo: El Islam cristianizado, Editorial Plutarco, Madrid, 1931 (Dante: Infierno, XXVIII). Olagüe: Decadencia, página 188 del tomo II.

117 Hasta las actas del Concilio de Elvira, es decir, hasta el principio del siglo iv, no se posee ningún documento fidedigno hispano sobre el cristianismo en España. Esto no ha impedido a ciertos historiadores que se preciaban de serios convertir en realidad histórica leyendas inverosímiles inventadas de golpe y porrazo varios siglos después de los acontecimientos mencionados. Así, por ejemplo, la de ¡os siete compañeros de San Pablo. Les había consagrado el Apóstol en el curso de su estancia en la península. Convertidos en obispos, habían proseguido su evangelización después de su vuelta a Roma. En realidad, nadie puede afirmar si ha llevado a cabo este viaje que había previsto en su Epístola a los Romanos (15-24 y 28). Esto no impide a algunos autores eclesiásticos de nuestros tiempos elucubrar una gran erudición para demostrar la veracidad de estas leyendas, aunque manifiestan poseer un juicio critico menor que el de los antiguos. Se distinguen en estos alardes aquellos que se han empeñado en demostrar la venida de Santiago a España, o, segunda versión, su enterramiento en Compostela. En el siglo XIII, el arzobispo de Toledo e historiador eminente Jiménez de Rada se había ya dado cuenta del carácter mítico de la fábula. Escribía de la leyenda gallega «que era un cuento para monlitas y viudas devotas> (Libro de los privilegios de la Iglesia de Toledo y las actas del IV Concilio de Letrán, 1215). Estas últimas han sido publicadas por el padre Fita en Razón y Fe (1902, t 11, pp. 35-45 y 178-195). Se puede leer el planteamiento de la cuestión en la obra del padre García Villada, en la que describe las tesis en oposición, sin exponer con una prudencia que estimamos exagerada en demasía su propio criterio. (García Villada: Historia eclesiástica de España, Fernando Fe, Madrid, 19293 Ver más adelante las conclusiones de Monseñor Duchesnes sobre el tema: nota 206.

118 «La romanización de España se ha hecho desde las ciudades del Sur; y los habitantes cultos de las aglomeraciones han tenido la costumbre de ser, en lo que concierne al idioma, más conservadores que los aldeanos. Sabemos también que existían en la provincia Tarraconense, la más pande de la Península Ibérica, nada menos que doscientos noventa y tres municipios independientes políticamense, mientras que sólo poseían las tres provincias reunidas de las Galias sesenta y cuatro. Por esta razón ha debido de existir en el territorio español un modo de colonización y de romanización ciudadano y burocrático, mientras que en Francia era aldeano y rústico.> Karl Vossler: Algunos caracteres de la cultura española (traducido del alemán), Espasa Calpe, p. 66. Sobre el mismo tema ver: Ignacio Olagüe: La decadencia española, t. II, pp. 147 y SS.

119 Existía en Oriente una cultura sin parangón con la de Occidente: En el Imperio Bizantino se habló el griego hasta el siglo xv y en algunos lugares hasta hoy día. No se modificó el idioma por el impacto de las cIases rurales que lo conservaron puro, ni por la desafección de las ciudadanas y cultas, como en Roma en el siglo y que menospreciaban el latín y hablaban griego, mientras que en Occidente el latín corrompido se convirtió en romances vanos.

120 Bonilla y San Martín, Adolfo: Historia de la filosofía española, Victoriano Suárez, 1908, t. 1, p. 206.

121 Ver sobre este episodio el apéndice de la obra de Thompson: Los godas en España, Alianza Editorial, Madrid, 1969.

122 Ha degenerado más rápidamente la cultura romana en Italia que en la Península Ibérica. Varios factores son de ello responsables: Había desplazado el griego al latín en las clases cultas, las religiones asiáticas dominaban las populares, los germanos habían trastornado las antiguas tradiciones, y había debilitado los marcos generales de la sociedad una crisis económica aguda. Por otra parte, cuanto más irracionales eran las ideas religiosas más difícil les era vencer la oposición de la gente culta adiestrada en humanidades.

123 «Franz Cumont ha muy bien demostrado que si desde el siglo II —desde Cómodo— se han mostrado más y más indulgentes los emperadores romanos y luego han favorecido la propaganda de diversas religiones orientales, era porque les ayudaban éstas en la concepción de su poder. Más o menos eran todas, pero de modo excepcional la de Mitra... genio solar, claro está, pero combatiente por la salvación de los hombres. La concentraczon de funciones propicias a los hombres en el papel imperial, la representaczon de este papel como un poder cósmico, en mucho han contribuido a acostumbrar a las poblaciones del mundo romano a asia visión monoteísta del universo monárquico del orbis romanas. Jean Gagé: Psychologie da culte imperial rornain. «Diogéne>, n.’ 34, p. 63.

124 Maurice Boéns: Les résurgences pré-indoeuropéennes dans le culte des morEs de I,’Occident médiét,al, .xDiogéne», n.0 30. Nota del autor acerca del Abate Valerio: Migne, P. L. LXXXVII, pp. 439, 444, 447.

125  XIV Concilio toledano, canon XI; III Concilio de Zaragoza, canon III.

126 No aplicamos el concepto de cristiano tan sólo a los ortodoxos, pues con toda objetividad hay que reconocer que los heterodoxos se consideraban ellos también como los verdaderos cristianos. «Los arrianos españoles hablaban normalmente del catolicismo como “la religión romana~~, mientras que el arrianismo era considerado como la “fe católica’>.> (Thompson: Ibid, p. 393, nota 69.) Cristianos eran todos los que se adherían a la persona de Cristo; divergían en cuanto al problema de la Trinidad.

127  García Villada: Historia eclesiástica de España, t. 1, p. 54.

128 Los versos aludidos son los 73-74: O vetustatis silentis obsoleta oblivio! Invidentur ista nobis, fuina et ipsa extinguítur: Cartulas blasphemus ohm nam satelles abstulit: Ne tenacibus libellis erudita saecula Ordinem, tempus, modumque passionis proditum, Dulcibus unguis per aures posterium spargerent.

129 Epístola LXVII. Edición de Hartel: Corpas inscriptionum ecclesiasticorum latinorum, Vienne, t. III, pars II.

130 II, 32.

131 «Itaque dum ohm almifica fidei catholicae crepundis, lucifluaque sacrae rehigionis inmensa chantas huyus occidus pta gae sera processiione tandem reful.si.sset, extremit,as...> Valerio del Bierzo: Fructuosi bracarensj episcopi vila. Edición Flórez: España sagrada, t XV, p. 450. Ver también: García Villada: La lettre de Valerius aux moines da Vierzo sur la bienheureuse Aetheria. Extracto de los Analecta bollandiana, t. XXIX, Bruselas, 1910, p. 17.

132 En las actas de Santa Leocadia de Toledo se puede leer la siguiente frase: Evangehica eruditio sensim atque gradatim apostolorum in omnem terram refulsisset, sero tandem in Spaniae innotuit: eratque rara fides, et ideo magna, quia rara. (Se ha propagado la verdad evangélica por toda la tierra poco a poco y gradualmente por los Apóstoles. Finalmente se hizo conocer en España con retraso; escasa era la fe y por esto grande, por escasa.) Ver sobre el tema H. Quintín: Les martyrologues ¿u Moyen Age, París, 1908, p. 145. Apud García Villada: Historio..., t. 1, p. 170.

133 He aquí la traducción francesa del texto de la Passio Saturnini hecha por el canónigo Griffe, sacada de su obra: La gaule chrétienne á l’épo que romaine, t. 1, pp. 102-105. A. et J. Picard cd. 1947. Dans le temps méme oí~, apr~s l7incarnation du Sauveur Notre.Seigneur Jósus Christ, le soleil de justice s’étant levé dans les tén~bres, avait commencé á éclairer des rayorts de la foi les pays de /7Occiden,t; apr~s que peu ¿i peu et graduehlement la parole de IfEvangite se fui répandue sur toute la terre eL que, par un pro grés lent, la prédication apostohique eut fait briller réclat de su lumi&e jusqu’á nos régions, alors que l’on ne voyait qu’un petit nombre d’éghi.ses fondées dans quelques cités seulement par le zéle des chrétiens tras peu nombreux, tandis que partout, par suite de la déplorable erreur des gentils, s’élevait des temples nombreux la fumée des sacnifices aux odeurs nauséabondes. u y a cela bien longtemps, c’était sous le consulat de D~ce et de Gratas... Decio fue emperador de 249 a 251, es decir, que el testimonio de la Passio Saturniní confirma lo que se desprende de la carta de San Cipriano. Como concordantes son todos los textos, se trata en efecto de un lugar común, que apunta la realidad de un hecho histórico reconocido por varios testigos.

134 Aut numquid de tniviahibus rebus agimus, aut taU et tesserae mEen manas nostras sunt scaenae ludibnia madamas, ut, dum homines saeculi sequimur, apostolorum dícta damnemu.s? Edición de Menéndez y Pelayo, 1918. Heterodoxos, t. II, apéndice, p, XLI.

135 No podían los cristianos, matronas y maridos, prestar sus trajes lujosos para actos mundanos; si lo hicieran se les negaba la comunión por tres años (LVII). No podían recibir dinero por interés (XX). No debían encender cirios en los cementerios, «porque no se ha de molestar a los espíritus de los muertos> (XXXIV). No debían recibir las mujeres cartas de seglares, ni escribirles (LXXXI). No debían tentar a la suerte, jugando a los dados(LXXIX).

136 «Por la abundancia de doncellas no se han de dar vírgenes cristianas en matrimonio a los gentiles, no sea que por su tierna edad incurran en adulterio del alma> (XV). La misma prohibición se mantiene para el casamiento con herejes o judíos (XVI). «Si alguno casara su hija con sacerdotes de los ídolos, decidimos no reciban la comunión ni aun en el fin de su vida>(XVII).

137 Huntíngton, Ellsword: Mainspnings of civihization, p. 575 y siguientes de la edición en español del Fondo de Cultura Económica, México, 1949.

138 En tiempos de los reyes arrianos no fueron perseguidos los judíos. Las leyes godas y los cánones de los concilios empiezan a tomar medidas en contra de ellos después de la conversión de Recaredo. La persecución empieza con Recesvinto y el XII Concilio de Toledo, canon VIII. Con Ervigio que según Thompson fue un juguete de los obispos y de los nobles, se llegó a extremos inimaginables: El bautismo era forzoso y obligatorio. Al cabo del año si no se hubiera bautizado el judío recibiría cien latigazos, seria desterrado y sus bienes confiscados. No se debía hacer la circuncisión: en caso de descubrirse, «el circuncidado como el realizador serían condenados a que se les cortasen los genitales, así como a perder todas sus propiedades>. Thompson: Ibid., p. 269.

139 Se conoce la copia de una profesión de fe cristiana suscrita por los judíos de Toledo y firmada el 18 de febrero de 654. Perseguidos por la legislación de Recesvinto se veían forzados a hacerse cristianos para salvar la vida y la fortuna. ¡Qué sería con las terribles leyes de Ervigio y de Egica! Oficialmente todos los judíos se habían hecho cristianos, pero en la realidad, como los herejes en lo suyo, todos seguían erré con erré en sus creencias, aunque disimulándolas. He aquí parte del discurso pronunciado por Recesvinto en la apertura del VIII Concilio de Toledo: Habiendo tratado todo aquello que se refiere a los seguidores de la verdadera fe, todavía una santa preocupación por la misma fe pide algo más de vuestra asamblea, refiniéndome con esto a aquellos que se hallan fuera de la Iglesia, y que se sabe son indiferentes para nuestros dogmas, y los que aunque Cristo desee ganar por mi medio, sin embargo, nadie duda de que se trata de enemigos, al menos hasta que hayan obtenido lo que ardientemente deseo: me refiero, pues, a la vida y costumbre de los ludías, de los cuales sólo sé que por esta peste está manchada la tierra de mi mando, pues habiendo el Dios omnipotente exterminado de raíz todas las herejías de este reino, se sabe que sólo ha quedado esta vergüenza sacrílega, la cual se verá corregida por los esfuerzos de vuestra devoción, o aniquilada por la venganza de nuestro castigo. Demuestran estas palabras que los judíos no constituían una minoría sin importancia en el reino, pues en caso contrario no hubiera Recesvinto dedicado parte de su discurso al tema, si no creyera que eran un peligro para el reinado o para la nación. Confirma este criterio la contestación de los obispos: En la duodécima propuesta del sacratisimo príncipe, muy piadosa, que fue la final y última, se presentó a nuestra asamblea el tema de la condenación de los judíos, el cual juzgamos que debía colocarse al fin de nuestras deliberaciones; porque lamentamos que este mismo pueblo por razón de su delito, ha sido postergado por las palabras de la condenación de Dios, desde la cabeza a la cola... Y por lo tanto secundando devotisimamente la clemencia del príncipe, que desea que el Señor consolide su trono real ganando para la fe católica la multitud de los que perecen y reputando por indigno que un príncipe de fe ortodoxa gobierne a súbditos sacrílegos, y que la multitud de los fieles se contamine con la de los infieles...

140 Olagüe, Ignacio: La decadencia española, t. 1, pp. 210 y SS.

141 «Si qua femina furore zeli acensa Ilagri.s verheraverit ancillam suam, ita ut intra tertium diem animam cum cruciatu ej fundat...> En su edición de los concilios visigóticos traduce Gonzalo Martínez Díez ¡urore zeli por «furor de la cólera>. En la mentalidad de los obispos, criterio que se mantendrá abiertamente en los concilios posteriores, un esclavo es un ser inferior a un ser libre. Por otra parte, el contacto entre hembra y varón es abominable, tolerado en el matrimonio para la reproducción de la especie; se trasluce la influencia de las ideas dualistas iranianas.

142 XXXVI: Placuit pictoras in ecclesia esse non debere, ne quod colitur et adoratur in parietibu.s depingatur: Ver en el capitulo decimotercero el párrafo: El movimiento iconoclasta.

143 Como no poseemos copias de las actas del Concilio de Elvira anteriores al siglo VIII, época de la crisis revolucionaria con la consiguiente manipulación y falsificación de textos hechas para llevar agua al molino de cada uno de ambos contendientes, existe siempre la sospecha de una interpolación tardía. Los textos posteriores hubieran copiado a la misma fuente, Es posible, pero hipotético. Por otra parte, los cánones del Concilio de Elvira son lo bastante extravagantes para haber defendido una opinión de origen judaico que la ortodoxia posterior no ha aceptado.

144 Se trata de las ruinas de un monumento importante que se halla cerca de Centelles, no lejos de Tarragona. Dos salas están decoradas con mosaicos bellísimos, pero deteriorados, que se deben fechar en el siglo iv o y. A pesar de su estilo pagano manifiesto, se han reconocido alegorías cristianas. Si fuera cierto, se trataría del testimonio paleo-cristiano más antiguo encontrado en la península.

145 Según Novaciano, antipapa y heresiarca, aparecido en la vida pública hacia 251. no posee la Iglesia título alguno, ni autoridad para perdonar los pecados. Según Montano (siglo u) el Paráclito, es decir, el Espíritu Santo interviene constantemente en la vida de los hombres y así la absolución de ciertos pecados le son reservados.

146 García Vilada en su Historia eclesiástica de España ha estudiado el problema teológico que plantean las actas del Concilio de Elvira.

147 Según la opinión generalmente admitida por los historiadores los súbditos cristianos de Constantino el Grande eran poco más o menos el 10 % de la población. Gibbon aumenta la cifra hasta el 20 %. (Decline and Foll of the Roman Empire.)

148  Thompson: Ibid. Ver en particular el párrafo intitulado: Política religiosa de Leovigildo, pp. 94 y ss.

149 Gregorio de Tours: Historia de los francos, IV, 18.

150  Thompson: Ibid., p. 84.

151 Las actas del III Concilio de Toledo no mencionan al hermano del Rey. San Isidoro ni tan siquiera recuerda su muerte. El autor de las Vidas de los santos padres mártires de Mérida casi nada dice acerca de él. De modo que ha podido escribir Thompson: Los cronistas españoles católicos hablan desfavorablemente de Hermenegildo. No hablan de él como el campeón de la Iglesia Católica contra el tirano arriano... Ni siquiera insinúan su conversión al catolicismo. Si tuviéramos que fiarnos exclusivamente de las fuentes católicas, nunca hubiéramos sabido que era Hermenegildo católico cuando luché contra su padre y murió. Ibid., p. 92.

152 En Tarragona (516), en Gerona (517), en Barcelona (540), en Valencia (549) y en los dos muy importantes celebrados en Braga (549 y 572>.

153 Comparar esta estricta mención de Amalarico con los ditirambos que dedican los obispos a los reyes, cuando interviene la política.

154 Thompson: Ibid. Ver el párrafo: Obispos godos y romanos, p. 328.

155 El canon X del VIII Concilio de Toledo establece o confirma un verdadero pacto constantiniano: De ahora en adelante, pues, de tal modo serán designados los reyes para ocupar el trono regio, que sea en la ciudad real, sea en el lugar donde el rey haya muerto, será elegido con el voto de los obispos y de lo más noble de palacio, y no fuera, por la conspiración de pocos, o por el tumulto sedicioso de los pueblos rústicos. Serán seguidores de la fe católica, defendiéndola de esta amenazadora infidelidad de los judíos y de las ofensas de todas las herejías... Para congraciarse con Recesvinto, lo que no consiguieron, establecieron los obispos que a todo noble, laico o eclesiástico, que hablara mal del monarca, se le confiscaría la mitad de sus bienes. El rey, por su parte, para congraciarse con ellos empezó la terrible persecución en contra de los judíos. Es curioso notar que Ervigio al seguir la legislación de su predecesor y aumentarla con cruentos castigos, pone en el mismo saco a los herejes y a los judíos: Canon IX del XII Concilio toledano: Ley de renovación de las leyes anteriores que han sido promulgadas contra las transgresiones de los judíos y de la nueva confirmación de las mismas Idem: de los blasfemadores de la Santa Trinidad.

156 El canon LXVII del IV Concilio toledano establece que si un obispo manumitiera a los esclavos de la Iglesia sin compensarla con su peculio personal será el acto ilegítimo: A los tales libertos el obispo sucesor les hará volver a la propiedad de la Iglesia, por encima de cualquier oposición, porque no les libertó la equidad, sino la injusticia.

157 Thompson: Ibid., p. 341. En estas condiciones era corriente la simonía en la Iglesia visigótica. Tuvieron los obispos que legislar sobre la materia muchas veces: II Concilio de Braga, cánones III y IV; VI Concilio de Toledo, canon IV; VIII Concilio de Toledo, canon 111; XI Concilio de Toledo, Canon IX: III Concilio de Braga, Canon VII. Los casos de simonía en la Edad Media han sido frecuentes. Damos algunos datos como ejemplo: Villanueva: Viaje literario a las iglesias de España, 10 vol., Madrid-Valencia, 1803-21, t. X, p. 285. Próspero Bofarull: Los condes de Barcelona vindicados, Barcelona, 1836, t. 1, p. 252 y t. II, pp. 41, 171, 176.

158  Thompson: Ibid., p. 342.

159 Pijper, F: Chri.stían church and slavery in the Middle Age. «American Historical Rewiew>, XIV (1909), pp. 675-695 Apud Ziegler.

160 Ziegler: ibid., p. 183: To say, as Pijper does, escribe este erudito, that tire wisigothic CharcA created slavery where it did not exist is not entirely wrong, but it is utterly misleading.

161 Son vendidos o vendidas los agoreros y las brujas et pretia ipsorum pau peri bus ero gentur, y su precio repartido entre los pobres, según el canon XIV del Concilio de Narbona. Lo mismo y su precio repartido entre los pobres, las mujeres que habitan con los clérigos: canon III del 1 Concilio de Sevilla. Confirma esta disposición el canon XLIII del IV Concilio toledano: Algunos clérigos sin estar casados legítimamente, buscan las uniones que les están prohibidas, con mujeres extrañas o con sus siervas, y por lo tanto si alguna de éstas está unida a algún clérigo, será separada y vendida por el obispo, mientras que aquellos que se mancharon con su liviandad, harán penitencio durante algún tiempo. En este caso no se reparte el importe del precio entre los pobres; sin duda lo embolsaría el obispo. Notar la diferencia de trato entre las penas impuestas al clérigo y a la mujer. Item: canon V del VIII Concilio de Toledo. Según el canon XV del Concilio de Mérida tiene el obispo que poner un límite a su ira, si por cualquier culpa se atreve a arrancar o cortar a alguno de la familia de la Iglesia algunos de los miembros del cuerpo. Tendrá que acudir al juez de la ciudad. Y aquel que cometió algunos de los delitos que las leyes condenan gravemente, será donado por el obispo a sus fieles servidores, o, si le pluguiere al obispo, tenga facultad para venderlo. El Canon X del IX Concilio de Toledo la emprende con la prole nacida engendrada por los obispos o clérigos inferiores: Habiéndose promulgado muchos decretos de los Padres, acerca de la continencia del orden clerical, y no habiéndose conseguido en modo alguno corregir las costumbres de los mismos, los hechos culpables han llegado hasta tal punto, al parecer de los que deben juzgarlos, que no solamente se decreta un castigo contra los mismos autores de los crímenes, sino también contra la descendencia de los culpables. Por lo tanto, cualquiera de los constituidos en honor, desde obispo hasta subdiácono, que de ahora en adelante engendrare hijos de una relación detestable con mujer, sierva o libre, será condenado con las penas canónicas. Y la prole nacida de semejante prola. nación, no solamente no recibirá jamás la herencia de sus padres, sino que permanecerá siempre sierva de aquella iglesia de cuyo obispo o clérigo inferior han nacido ignominiosamente.

162 Canon II del m Concilio de Zaragoza.

163  Canon VI del XVI Concilio de Toledo.

164 Thompson: JbüL, p. 8

 

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