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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES

 

RIBERO MENESES    PRINCIPAL

     Jorge Mª Ribero-Meneses


 

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Capítulo IV. LOS HIJOS DE LOS DIOSES.


La historia de la Humanidad, ya desde sus más remotos orígenes, dio en enredarse como un auténtico ovillo de lana. Un ovillo cuyo principio hace muchísimo tiempo que perdimos de vista, sumergido como se encuentra en esa infinita maraña de recuerdos y de olvidos que constituye la memoria de nuestro pasado. Una memoria, más que perdida, fragmentada, atomizada, dispersa, celosamente escondida detrás de un cúmulo casi inagotable de crónicas y de testimonios históricos, de palabras y de leyendas, de nombres geográficos y de toda suerte de vestigios cuyo rastreo y cuya interpretación constituyen, amén de un imperativo histórico, una de las más arduas y apasionantes empresas a acometer por el hombre contemporáneo.

El pasado existe, como existe, felizmente, la nítida huella dejada por ese pasado. Un pasado unitario y común para todos los seres humanos, cuyo esclarecimiento adquiere una incuestionable dimensión ética. Y es que no se trata ya de satisfacer esa curiosidad intelectual, lógica en todos los individuos de nuestra especie, por conocer todos y cada uno de los entresijos de nuestro pasado. Lo que en verdad hace inaplazable e imperiosa la búsqueda de ese cabo de ovillo que debe conducimos al desentrañamiento de nuestros orígenes es, a partes iguales, la necesidad de profundizar en el conocimiento del hombre, así como la de proporcionar el más sólido cimiento a la siempre inestable causa de la paz y de la armonía entre los seres humanos.

 

Conocer el pasado del hombre, equivale a comprender su presente y a presentir su futuro. Demostrar el origen común de todos los hombres, sus estrechos vínculos de fraternidad, equivale a sentar las únicas bases consistentes y duraderas para su concordia. Una concordia a la que la especie humana no puede permitirse el lujo de renunciar.

 

¿Cómo hubiera reaccionado lo más granado de la intelectualidad nazi, si hubiera llegado a vislumbrar que ese pueblo hebreo al que tan enconadamente perseguía, compartía su cuna y su origen con el mismísimo pueblo germano? ¿No resultaba ya suficientemente significativo el hecho de que, por ejemplo, la diosa por antonomasia de la mitología aria -Palas Atenea-, hubiese plasmado su nombre en uno de los asentamientos fundamentales del pueblo judío, Palestina?

Palestina aparece hermanada, pues, desde el punto de vista onomástica, con el Palatinado alemán. No es una excepción. Alba fue el primitivo nombre de la que fuese ciudad sagrada del pueblo hebreo: Hebrón. Pues bien, Alba ­hoy Elba- es el nombre del río central de Alemania, país al que la antigüedad conoció con el nombre de Albania Magna... Ergo hebreos y germanos comparten exactamente la misma cuna.

Ciertamente, si los componentes de la "Sociedad Thule" creada por los nazis para profundizar en las raíces del germanismo y, en última instancia, para mitificar y enaltecer los orígenes de la raza "aria", hubieran impulsado los estudios de filología en lugar de propiciar toda suerte de indagaciones y hasta de excavaciones por diversas comarcas asiáticas, es más que probable que el mundo se hubiera ahorrado buena parte de las calamidades que ha conocido a lo largo del segundo tercio de este siglo.

No. No estaban en Afganistán ni en la India las raíces de la raza aria, como no lo están, tampoco, las de ninguna de las razas que configuran el mosaico humano de nuestro planeta. Un auténtico fenómeno de "amnesia histórica", propiciado a partes iguales por la erosión del tiempo y por la no menos inevitable acción censara del ser humano, justifica el olvido al que nuestra especie ha llegado tras su larga y accidentada singladura a lo largo y ancho de la corteza del globo.

¿Tiene el hombre su cuna en África?

¿Acaso en Asia?
¿Tal vez en Europa?

Seguimos especulando sobre la existencia de prodigiosas civilizaciones desaparecidas... Seguimos cifrando el origen de la vida humana en la llegada de seres extraterrestres a nuestro planeta... Seguimos postulando la idea, en fin, de que el ser humano no ha tenido una, sino múltiples cunas.

Nuestra desorientación es tal, que nada puede extrañarnos el hecho de que en el umbral mismo del siglo XXI, la mayor parte de los individuos que pueblan este planeta, sigan estando convencidos de que negros, amarillos, rubios o morenos, son brotes humanos de árboles distintos, en lugar de ser -como por otra parte es lógico y obvio-, simples razas desgajadas de un mismo tronco.

Así se entiende el encono con el que en el pasado -y no tan en el pasado- se han vivido y sentido los nacionalismos, en cuanto que meras erupciones o brotes de soberbia provocados por la conciencia fanatizada de una singularidad que sólo existía en la mente de quienes la postulaban.

Por incomprensible que resulte, la mayor parte de los pueblos prefieren seguir ignorando su origen, a tener que reconocer que son originarios de otra nación. Reacción esta que entronca con cuanto veíamos en los primeros capítulos de "La España olvidada", en relación con el empeño de todas las naciones por ser más antiguas que las demás, sentimiento este que -sin ningún género de dudas­ justifica la ignorancia en la que la Humanidad ha vivido y vive a propósito de su ascendencia.

En el fondo, el hecho de que no se haya identificado la cuna de nuestra especie, ha venido a resultar providencial para alimentar la soberbia de determinados pueblos. Por decirlo de alguna forma, en tanto no se resolvía el enigma de la primogenitura, todos podían reivindicarla con el mismo derecho. No interesaba en absoluto, por consiguiente, y sigue sin interesar, el que se esclareciera este "espinoso" asunto.

Respetemos, pues, que algunos prefieran seguir cifrando su orgullo en la ignorancia y prescindiendo de que esa primogenitura histórica le haya correspondido a la Península Ibérica -pondríamos el mismo empeño y el mismo énfasis en todo este asunto, si se tratase de cualquier otra región del planeta-, tratemos de seguir avanzando, hasta donde sea posible, en el conocimiento del mundo primigenio. Conocimiento que habrá de deparar muchas sorpresas al hombre contemporáneo, despejando, al propio tiempo, infinitos enigmas que muchos, también, no tienen el menor interés en que se despejen.

Lo que define a la racionalidad, y al ser humano por consiguiente, no son este tipo de actitudes. Por el contrario, si algo caracteriza a nuestra especie es precisamente su irrenunciable afán por perseguir -y alcanzar- la verdad. Incluso cuando esa verdad a la que aspira, puede llegar a volverse contra ella. Triste dicha la del que cierra los ojos para no ver y fundamenta su felicidad en la ignorancia.

Buena parte de las desventuras de la Humanidad, comenzaron el día en que unos hombres se otorgaron a sí mismos el título de "Hijos de los dioses" conceptuando a los demás mortales como simples y elementales "hijos de los hombres".

¿Qué razón objetiva podía haber determinado esa artificial distinción entre seres humanos de origen divino e individuos apegados a la tierra y huérfanos de ese hálito sobrenatural?
 

Todos los lectores de la Biblia se han enfrentado perplejos con ese episodio del libro sagrado en el que se afirma que "los hijos de los dioses tomaron por esposas a las hijas de los hombres". ¿Quiénes eran unos y otros?
 

Tratemos de reconstruir el origen de este mito, recurriendo para ello a los testimonios de Josefa, del Sincello, del "Libro de Henoch" y de otras fuentes hebreas recuperadas por Graves y Pathai en "Los mitos hebreos":

 

Los hombres vivían antes del Diluvio, en una comarca situada entre el Paraíso y el Océano. Allí moraban los descendientes de Set y de Caín, desde que tras la muerte de Abel sin descendencia, la humanidad quedase escindida en estas dos únicas ramas.

 

Los descendientes de Caín habitaban en la tierra de Nod, por otro nombre "Trémula", denominaciones ambas de determinado valle situado al oeste del Paraíso.

 

Por lo que se refiere a la progenie de Set, fiel al precepto de Adán, quien en su lecho de muerte le ordenó a su hijo predilecto que mantuviese alejada a su estirpe del linaje maldito de Caín, ocupaba las tierras altas del Edén, sin ningún tipo de contacto con los cainitas y controlando, por consiguiente, las cumbres de la Montaña Sagrada. Montaña enclavada "en el lejano norte, cerca de la Cueva del Tesoro".

 

Era la estatura, el rasgo que de una forma más ostensible distinguía a los "setitas" de los "cainitas". Estos eran pequeños de cuerpo y de aspecto deprimido, en tanto que aquéllos, y al igual que su antepasado Set, eran extraordinariamente altos, notables tanto por la elegancia de sus proporciones como por la belleza de su rostro.

Debido precisamente a la nobleza de su configuración física y al hecho de que vivieran en el entorno de la "Puerta del Paraíso", estos setitas fueron conocidos con el nombre de "Hijos de los Dioses" -otros autores los llaman "Gigantes" (de "Ogigia...), "Barones", "Faraones", "Angeles", "Egregoros" (de donde "griegos" o "egregios") o, simplemente, "Poderosos de la Tierra" -, habiéndose otorgado a los cainitas, en contraposición a la dignidad de los "inquilinos" del Paraíso, el epíteto de "hijos de los hombres".

Entre los setitas, era común el hacer voto de celibato, siguiendo el ejemplo de Enoc. Vivían como anacoretas por las cumbres y laderas más elevadas del Paraíso, practicando la virtud que había caracterizado a su patriarca, Set. Como él, también, cultivaron la paz y la armonía, consagrándose al estudio de la astronomía y registrando sus descubrimientos en dos columnas, de piedra una y de ladrillo la otra. Una de ellas, suponemos que esta última, sería derribada por el Diluvio, en tanto que la otra sería trasladada a Syria (Suria o Soria).

Si a los setitas se les presenta como "completamente justos", a los cainitas, por el contrario, se les define como "esencialmente malos", entregados al libertinaje y consagrados, fundamentalmente, a las actividades agrícolas, artesanales y mercantiles.

Cada cainita tenía, por lo menos, dos esposas. Una, la legítima, para que le diera hijos y otra, la concubina, para que colmase su lujuria. La primera, la que engendraba a sus hijos, vivía pobre y solitaria, como una viuda. La segunda, su barragana, no tenía más ocupación que complacer a su marido, empleando todo su tiempo en cultivar la belleza de su cuerpo y en procurarse adornos y vestidos seductivos. Para evitar que pudiese llegar a concebir algún hijo, se le obligaba a beber una pócima que la hacía estéril.

 

Posiblemente por el escaso comercio carnal que mantenían con sus esposas, en contraposición a la intensidad de sus acercamientos a sus concubinas y no, como se pretende, porque pesase una maldición en este sentido sobre los cainitas, sucedió que las esposas de éstos dejaron prácticamente de parir hijos varones, lo que al cabo de algunos años habría de plantearles un ingrato y acuciante problema a las numerosísimas mujeres de aquella tribu. En efecto, el grado de crispación y deseo de éstas, parece haber llegado a tal extremo, que muchas de ellas iban a acabar irrumpiendo en las casas de los hombres, dispuestas a llevárselos consigo de fuerza o de grado.

 

Mientras en los valles que se extendían por el occidente del Paraíso, se vivía esta angustiosa situación demográfica, con un considerable número de mujeres desesperadas por la falta de un marido, la situación en las cumbres del Edén parece haber sido sustancialmente distinta, con unos hombres pletóricos de energía y de virilidad, a los que no siempre debieron cuadrar lo bastante, ni su supuesta condición de "Ángeles", ni el desairado celibato al que les abocaba el ejercicio de sus vivencias eremíticas. En este sentido, el escaso número de mujeres disponibles y su desangelada femineidad, inevitable en unas hembras que debían afrontar unas durísimas condiciones de vida, viviendo en cavernas y a alturas que debían oscilar entre los mil y los dos mil metros, debieron terminar causando estragos en el ánimo y en la entereza de aquellos piadosos y estudiosos Barones, haciendo anidar, en la trastienda de su virtud, el deseo de conocer a aquellas espléndidas féminas que, en los valles próximos, ardían y se consumían en deseos de poseer y ser poseídas por un hombre.

 

Las condiciones no podían ser más propicias, para que acabas e sucediendo lo que inevitablemente tenía que suceder y en este punto, no existe acuerdo entre las diferentes fuentes en las que bebemos. Porque si unas les atribuyen la iniciativa, y por consiguiente la culpa, a los setitas, otras, por el contrario, cargan toda la responsabilidad del desaguisado a las ardientes cainitas. ¿Qué ocurrió en realidad? ¿Quién encendió la mecha de la que iba a resultarse el "incendio" que vamos a describir a continuación y cuya virulencia y desmesura iban a acabar siendo "sofocadas" por el Diluvio?

Como en todos los asuntos humanos, las culpas no acostumbran a mostrar predilección por una facción determinada, sino que, amantes del equilibrio, suelen distribuirse, por lo común, entre todas las partes. No hay que pensar, pues, en que las perversas cainitas fueran las únicas culpables de la degeneración en la que acabaron cayendo los "hijos de los dioses", ni tampoco en que éstos fueran tan pusilánimes como para no ser capaces de poner coto a la desbocada pasión de las "hijas de los hombres", de las mujeres del valle.

 

Fuego había en ellas, y fuego había en ellos y lo que sucedió no fue sino una quema anhelada y propiciada por ambas partes.

 

Dice el "Libro de Henoch" que cuando los ángeles o "egregoros" conocieron a las cainitas y pudieron percatarse de sus encantos y carácter seductor, concibieron por ellas una ardiente pasión, provocando el que uno de ellos se dirigiese a sus compañeros en estos términos: "Vamos a ver a las hijas de los hombres y escojamos esposas entre ellas". Sólo un tal Semiaxas parece haberse mostrado reacio a tan sugestiva iniciativa, que venía a transgredir, de hecho, las instrucciones de "segregación" ("Egregoros"...) dadas a Set por Adán en el momento de su muerte. Normas de distanciamiento con respecto a los cainitas, que los inquilinos del Paraíso habían seguido escrupulosamente a lo largo, por lo menos, de siete generaciones.

Pero como quiera que la carne -incluso la de aquellos supuestos ángeles- es flaca, veinte de los principales Egregoros parecen haberse hartado de su mortificante celibato, optando por dirigirse hacia la tierra de las cainitas y por contraer matrimonio con aquellas que mejor cuadraron a su gusto y condición.

Animadas, seguramente, por este precedente y por la demostración de vulnerabilidad dada por los setitas, aquellas mujeres del valle que no habían tenido la fortuna de interesar a ninguno de los veinte "griegos" o "montañeses" que habían roto con el precepto de sus antepasados, parecen haber decidido tomar ellas la iniciativa, sin esperar a que la desesperación de sus vecinos de las alturas, les forzase a imitar y secundar el ejemplo de sus compañeros. Por consiguiente y ni cortas ni perezosas, las cainitas, las "hijas de los hombres", concibieron cuidadosamente un plan de asalto del Paraíso y de seducción de todos sus moradores masculinos, dispuestas a zanjar para siempre, el problema de celibato que ellos más o menos de grado y ellas completamente de fuerza venían padeciendo.

Los preparativos fueron minuciosos y laboriosos. El "plato fuerte" de la estrategia, no es preciso decido, consistía en el realce, hasta donde fuera posible, de la belleza y encantos de las decididas cainitas, atractivos que iban a potenciar merced al generoso concurso de polvos y coloretes. Además, pintaron "sus ojos con antimonio y las plantas de los pies con escarlata, se tiñeron el cabello y se pusieron pendientes y ajorcas de oro, collares de joyas, brazaletes y vestidos de los más variopintos colores".

 

En la escena siguiente de esta auténtica tragicomedia protagonizada un día por las gentes del mundo primigenio, vemos a las cainitas ascendiendo al Paraíso y armonizando su marcha con el redoble de tambores, el punteo de arpas y el toque de trompetas. Todo ello acompañado de los inevitables cantos y danzas, al más fiel estilo de las romerías que en algunos puntos de España, todavía siguen ascendiendo a los santuarios y ermitas enclavados en las montañas.

Aunque las fuentes más piadosas aseguran que aquellas atractivas mujeres, tan pronto llegaron a la acrópolis de la Montaña Sagrada, se apoderaron de los quinientos veinte anacoretas que vivían en ella, más cierto parece que la presencia de aquellas hembras debió ser considerada por los setitas como una auténtica bendición enviada por el cielo, no haciéndose necesario, por consiguiente, que ellas hubieran de apelar a su fuerza (sic) para reducir a aquellos fornidos montañeses...

Esas mismas fuentes piadosas que hasta aquí venían disculpando a los setitas, se vuelven bruscamente contra ellos a partir de este punto y tras reconocer su sumisión a los requiebros y encantos de las "hijas de los hombres", dicen de ellos que "se volvieron más sucios que los perros y olvidaron por completo las leyes divinas".

Parece, pues, que los "bienaventurados" dejaron de ser bienaventurados y que los veinte Egregoros ya casados con las cainitas, se ocuparon de distribuir las mujeres que fo­maban la comitiva, entre sus compañeros. A partir de ese momento, dice el "Libro de Henoch", todos vivieron en el desorden hasta el Diluvio.

De la unión de los "ángeles" con las "hijas de los hombres", iban a derivarse tres generaciones sucesivas: los gigantes, los nefelim y los eliud. El denominador común de todas ellas fue la perversidad. Los "hijos de los dioses" negligieron sus prácticas virtuosas y, de exceso en exceso, acabaron dando en la antropofagia. Las víctimas de ella, no es preciso decirlo, serían los cainitas, cuyo número descendió vertiginosamente, hasta el extremo de que, al borde del exterminio, decidieron elevar sus preces a Dios, reconciliándose con él y recabando su auxilio en forma de castigo contra los moradores del Paraíso.

 

La consecuencia, el castigo, ya lo conocemos: el Diluvio Universal. El mismo Diluvio que Zeus decretó contra el rey de los pelasgos, Licaón, por alimentarse con carne humana. 

 

Pero la reprimenda no parece haber terminado aquí: los Egregoros iban a ser atados y encerrados por los arcángeles en el fondo de la tierra: un dato enigmático y sorprendente que parece esconder algo más que una simple metáfora.

Algo más que una metáfora, se esconde también detrás de toda esta curiosa leyenda sobre los amores de los "hijos de los dioses" con las "hijas de los hombres". Una leyenda que tiene enormes visos de verosimilitud y que al margen de lo anecdótico, contiene informaciones de gran importancia en relación con la idiosincrasia del mundo primigenio y de sus moradores. Noticias que incluyen también la mención a la intensa actividad intelectual desarrollada por los setitas, por los pobladores de las tierras altas del Paraíso, a raíz de su unión con las cainitas. Una actividad que abarca desde la invención de la escritura a la utilización de los metales, pasando por el pulimento de las piedras, la decoración pictórica, la invención de los instrumentos musicales, el progreso en los conocimientos astrológicos...
 

Ciertamente, y a juzgar por lo que precede, no todo parece haber sido desenfreno y depravación en la existencia de los setitas, a partir de su fusión con la sangre "maldita" de los cainitas. Resulta obvio que de la unión de ambas razas, no sólo se derivaron calamidades para la Humanidad, sino también enormes beneficios. Una vez más, la historia "oficial" se divorcia de la historia "real", para ofrecemos una versión tendenciosa y parcial de los hechos. Una versión que carga las tintas en los vicios de aquella generación, y se olvida de destacar sus virtudes. Una versión, en fin, que empeñada en buscar a cualquier precio una justificación al desencadenamiento del Diluvio, no duda en violentar la realidad, tiñéndola con tonos repulsivos y escandalosos.

¿Antropofagia?

¿Cuándo no la ha habido en la historia remota de la Humanidad?
 

Ciertamente que no debió existir en nuestros más remotos orígenes, pero ello fue así solamente hasta que los moradores del Paraíso conocieron y padecieron las consecuencias de su primera gran sequía. Sequía que ante la amenaza de la muerte por hambre, les llevaría a aquellos seres a violar uno de sus más sagrados principios, obligándoles a nutrirse con carne animal. Carne animal a la que, en un momento u otro, se sumó la de esos linajes menos favorecidos que, como el de los cainitas, existieron ya en el ámbito mismo del mundo primigenio. Y existieron, precisamente, porque ya desde nuestros orígenes más remotos, los seres humanos gustamos de considerarnos superiores los unos a los otros y, obrando en consecuencia, dimos en esa obsesión segregadora que, como acabamos de ver, alentaba ya en los "hijos de los dioses" o "Egregoros". Obsesión que anteponía al propio bienestar, el odio contra una raza y el rechazo ancestral a fundirse con ella.

La leyenda, interesada y parcial, había propuesto a los descendientes de Set como gentes virtuosas y ejemplares, en contraposición a los libidinosos cainitas, y el tópico acabó, una vez más, consagrándose. A partir de aquí, la Humanidad se escindirá en dos bandos antagónicos e irreconciliables: el de la virtud, representado por los setitas, y el de la bajeza y la maldad, configurado por los cainitas. Por los descendientes de Caín. Por la "canalla".

¿Cuál era ese "canalla"? ¿Quiénes descendían de Set y quiénes de Caín?

Aquí radica la clave de todo este asunto, porque puede que en los albores de la Humanidad, cuando todos los seres humanos vivían en un ámbito geográfico muy reducido, en torno a la "Montaña Sagrada" o Paraíso, los linajes y las genealogías estuvieran muy claros. Pero lo cierto es que una vez que el hombre -en varias oleadas sucesivas a las que nos referiremos en otra ocasión- dio en expandirse por el mundo, las cosas dejaron de estar tan claras y no habría de transcurrir mucho tiempo antes de que los cainitas, abjurando de su prosapia, pretendiesen ser tan legítimos descendientes de Set como los otrora virtuosos setitas. Todo ello en el supuesto improbable de que, para entonces, quedase algún individuo de linaje "limpio", que no se hubiera derivado de la fusión de setitas y cainitas, de "cromagnones" y "neanderthales"...

A partir de aquí, va a comenzar a desatarse una lucha sorda entre unas naciones y otras, entre unos continentes y otros, tratando todos los pueblos de atribuirse unos orígenes más nobles que los otros, y aun dentro de los pueblos, configurándose unas castas o linajes que a su vez pretendían diferenciarse de las clases "inferiores", populares, sobre la base de reivindicar su condición de descendientes directos del elegido Set.

Aquí nace la obsesión por la genealogía y por los linajes que tanto ha caracterizado a la sociedad española de todos los tiempos. Había que demostrar a toda costa que se descendía de un linaje "limpio". Que la sangre de Caín no había "contaminado" en lo más mínimo la impecable trayectoria de las familias y de los apellidos más preclaros.

Aquí, también, el origen de los blasones y de los escudos. De esos blasones y escudos que inundan la arquitectura de todo el norte de España, y de forma muy particular la de las comarcas del occidente de Cantabria. Hasta las casas más modestas ostentan su escudo, léase su título público de nobleza, de limpieza de sangre y de origen. Porque se podía ser pobre, pero la pobreza no estaba reñida con la hidalguía. Se podía ser pobre, pero limpio de sangre..., con honra.

 

La honra, otro concepto fundamental y españolísimo. Porque la honra sólo podía fundamentarse en la virtud, aquella misma virtud que había distinguido y caracterizado un día a los "hijos de los dioses", a los hijos de Set.

¿Cómo una persona no virtuosa y de vida licenciosa po­día ser descendiente del hijo predilecto de Adán?

Lo lógico, lo inevitable, es que por sus venas corriera la sangre maldita de Caín.

De ahí el que el lema de la sociedad española, seguramente que a lo largo de toda nuestra historia, haya sido el de "pobres pero honrados", pobres "pero limpios", con honra, con un linaje esclarecido. La pobreza no era una vergüenza. La deshonra, sí. Y la peor de todas.

 

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