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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES

 

RIBERO MENESES    PRINCIPAL

     Jorge Mª Ribero-Meneses


 

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Capítulo III. "SEFARAD, SEFARAD ..."

 

Uno de los autores que con más énfasis e insistencia han postulado la identidad de origen de todos los seres humanos, ha sido el francés Moreau de Jonnés. Más clarividente, incluso, que ese otro genial intérprete de la mitología clásica que ha sido el inglés Robert Graves, Moreau de Jonnés llegó a la clara convicción de que todos los países de la antigüedad -Egipto, Grecia, Judea, Persia, Caldea, habían tenido un emplazamiento originario que nada tenía que ver con la ubicación que todos ellos ocupan hoy en el ámbito del mundo moderno. Inevitablemente ­deduce Moreau-, los nombres de todas estas naciones tan estrechamente vinculadas al nacimiento de la Historia, debieron corresponder en su origen a simples pueblos del mundo primigenio, de esa minúscula región del globo en la que el ser humano ha vivido la mayor parte de su singladura sobre el suelo de nuestro planeta. Una parte que posiblemente se mida por millones de años, en contraposición a esos ciento y pico mil años de antigüedad que cabe atribuir a la expansión del hombre de Neanderthal por el ámbito de Europa y de su entorno más inmediato, o a los cuarenta mil años de que data la definitiva emigración del hombre racional u hombre de Cro-Magnon, en dirección, esta vez, a todos y cada uno de los rincones del globo, incluido el continente americano.

El hombre moderno, al igual que los "Zophasemin" de los fenicios -la raza inteligente cuya cuna se encontraba en Occidente-, posee la profunda convicción de que él es el primer ser verdaderamente inteligente que puebla nuestro planeta, olvidándose de que a lo largo de esos millones de años de ancianidad de nuestra especie, han existido generaciones infinitamente más lúcidas que la nuestra, por mucho que su grado de desarrollo tecnológico haya sido menor.

Tecnología y sabiduría no son, en modo alguno, términos afines. De este modo, y a pesar de tener cavernas por morada, nuestros antepasados de hace veinte o treinta mil años, poseyeron ya un altísimo nivel intelectual y cultural que nada indica que no haya sido alcanzado por pueblos remotísimos cuya edad podría medirse por centenares o incluso millones de años.

No por el hecho de haber erigido unas pirámides colosales, los egipcios de hace cuatro o cinco mil años fueron más inteligentes que los hombres que hace veinte, treinta o cuarenta mil años, cubrieron de pinturas las bóvedas de todas las cuevas del norte de España y del sur de Francia.

La historia de la Humanidad vendría a ser, en este sentido, como el proceso de construcción de una escalera o de un zigurat babilónico (del vasco "zurgu", escalera). Cada generación consigue subir más alto, merced, las "piedras" que han colocado a sus pies las generaciones precedentes.
 

Sin ellas, sin el legado intelectual que hemos recibido del pasado, el hombre contemporáneo no habría llegado a la Luna, ni podría disfrutar hoy de innovaciones tales como la electricidad o la informática.

El hombre es, pues, consecuencia del hombre ... Simplemente. Somos distintas personas, pero en el fondo somos las mismas, desde el momento en que cada generación no es sino una fiel réplica genética de las precedentes. Y de ahí que pueda afirmarse que a pesar de los millones de años transcurridos, los hombres actuales, aunque más numerosos, no somos sino los mismos seres que hace millones de años optaron por establecer su morada en las costas de cierta isla montañosa en la que, con el andar del tiempo, llegaron a modelar su Paraíso. Isla a la que, a lo largo de su dilatadísima historia, se ha venido conociendo con una considerable variedad de nombres, entre los que destacan los de "Egipto", "Eskitia", "Creta", "Bizcaya", "Troya", "Atlántida", "Colcos", "Roma", "Alba", "Castilla", "Cantabria", "Asteria", "Etiopía", "Eritia" o... "Bericia".

"Según nuestro juicio, la noción más importante que se deriva de la comparación de las varias mitologías, es la identidad del principio en que se sustentan. En efecto, ofrecen semejanzas tan palmarias en cuanto al fondo, a la composición y aun a los términos empleados en idéntico sentido, que necesariamente se llega a la conclusión de que ha debido existir originariamente un tema único que sirviese de base a esos documentos en que el genio de cada pueblo imprimió después un carácter distinto".

«Un estudio comparado -durante más de veinte años­ de las leyendas que se refieren a la infancia de las sociedades, nos ha comunicado esta doble convicción: 1º que las cosmogonías, las teogonías, las fábulas mitológicas de las diferentes naciones proceden de un fondo común; 2º que el Génesis, el Avesta, las teogonías de Sanchoniazón y de Hesíodo, indican los períodos sucesivos de una misma historia; la de la infancia de estos pueblos, y que esos poemas han tenido una misma región por teatro".

¿Cuál es esa región?

 

Moreau de Jonnés, autor de las palabras precedentes, se lleva a Asia la cuna de nuestros antepasados, localizando en el ámbito de los mares Negro y Caspio, en torno a ti Iberia del Cáucaso, su primer asentamiento. Sin embargo, lo que este ilustre autor francés no llegó a entrever, es que si bien había sido Asia, en efecto, nuestra primera morada, esa Asia no había tenido nada en común con aquélla a la que hoy designamos con este nombre, y que no es sino una copia a enorme escala del Asia primitiva. Esa misma Asia que diera nombre a la región germana de Hassia o Hessen, a las comarcas pirenáicas de Assua y de Aisa o al valle cántabro de Asón, Asia o Lasia, e interrumpo aquí, en este término clave, la historia inorfológica de este topónimo fundamental, relacionado, sin ningún género de dudas, con la morada originaria de los seres humanos.

"Los descubrimientos de la epigrafía suelen revelar el descubrimiento de un Egipto, de una Etiopía y de una Libia que no pueden situarse como los países así nombrados que hoy conocemos. Por ejemplo, ¿es admisible que los hebreos, que procedían manifiestamente del norte de Asia, hubiesen sido una familia etíope, originaria de Libia, como dice Tácito? ¿Que Danao y sus cincuenta hijas, antepasadas de los helenos, salieron de Egipto para establecerse en Argos? ¿Que los etíopes, tan citados por Homero, habitasen como en tiempos de los romanos al sur de Egipto?"

"Estas proposiciones son tan contrarias a toda verosimilitud, que se ha renunciado a explicarlas..."


Hay muchas noticias históricas que no han casado jamás con la explicación convencional que de ellas se ofrece. Sin embargo, y para no tener que replantearse algunos principios conceptuados como fundamentales, se ha preferido obviar toda esta auténtica legión de "pequeños detalles", tirando por la borda las piezas del rompecabezas que no se ajustan a la idea preconcebida que la ciencia moderna tiene de cómo quiere que sea ese rompecabezas.

De ahí el que, por ejemplo, y en relación con la supuesta y ya dogmatizada africanidad del ser humano, determinadas antropólogos modernos se atrevan a descartar al hombre de Neanderthal como antepasado nuestro, a pesar de su obvia y rotunda racionalidad y de su cráneo, incluso mayor que el nuestro. Y todo porque el susodicho hombre de Neanderthal brilla por su ausencia en África, excepción hecha de las riberas mediterráneas de este continente... que limitan precisamente con España.

 

Nada puede sorprendemos el que con procedimientos científicos tan rigurosos como éste, el hombre contemporáneo siga sin tener la más remota noción respecto a cuál ha sido, en realidad, nuestra primera morada.

Pero leamos de nuevo la introducción de "Los tiempos mitológicos" de Moreau de Jonnés:
"La idea de eternidad e inmortalidad lo mismo se aplica a los dioses egipcios que al Jehovah de los judíos, y un infierno, lugar de castigo, así como una mansión de los bienaventurados, forman el fondo de todas las religiones. Resulta, pues, de estas analogías que los antepasados de esas naciones, separadas hoy por considerables distancias y por profundas diferencias de lenguaje y de costumbres, necesariamente han tenido que vivir en su origen en localidades vecinas, hacer un género de existencia análoga, recibir la misma educación social, participar de las mismas vicisitudes y calamidades; en efecto, esto es lo que la interpretación de las mitologías demuestra de una manera irrecusable".

Resulta incontestable que todos los pueblos de este planeta compartimos en otro tiempo una tierra común, de dimensiones además muy reducidas, como resulta claro, asimismo, que la identificación de esa tierra matriz (no se pierda de vista cierto topónimo ibérico, harto extendido por España, y que se presenta bajo las formas "Madrid" y "Madriz") sólo puede ser posible a través de un rastreo "cultural" que contemple el estudio de la mitología, del lenguaje, de la toponimia, de las tradiciones y las costumbres y, por supuesto, del clima y de la geografía. En una palabra, de ese "río cultural" al que en bella y precisa metáfora aludía José María de Areilza en uno de nuestros frecuentes intercambios de opinión en relación con toda esta materia.

No es a través de la búsqueda de huesos fosilizados como llegará a localizarse la cuna de nuestra especie, y menos aún si los antropólogos contemporáneos se empecinan en seguir buscando el solar originario de los humanos en las históricas y cultural mente yermas tierras del África central y meridional.

No. La clave para descifrar el enigma de nuestro origen, pasa por la identificación de ese primer río -tanto el metafórico como el físico- en torno a cuyas orillas se "hacinaron" originariamente los seres humanos, dejando en ellas el "sedimento" de centenares de miles de años de historia y de cultura. Una cultura que si en algunas regiones del planeta es sólo arroyo o torrente, debido a la modernidad de la presencia humana en ellas, en otras, y particularmente en la tierra primigenia, configura un río enormemente caudaloso, perfectamente reconocible y cuya no identificación se justifica, sobre todo, por la referencia de la Biblia a la localización oriental del Paraíso. Referencia absolutamente fidedigna, por mucho que ese "Oriente" del que la Biblia nos habla, no tenga mucho que ver con el oriente que hoy conocemos y concebimos.

Siempre han existido el oriente y el occidente. Pero su localización ha estado condicionada al punto de mira desde el que estos valores geográficos han sido contemplados. Para los moradores de Asiana, de la actual Turquía, el occidente no pasaba de Grecia. Para los griegos, por el contrario, su occidente acababa en Italia, por mucho que tuvieran clara conciencia de la existencia de un occidente mucho más remoto, que no era otro que la Península Ibérica. Pues bien, con el oriente ha sucedido algo semejante. Un pueblo del occidente de Cantabria, se llamó "Oriente" (hoy "Ruente"), estando situado, de hecho, en el oriente de ese auténtico mundo que se configuró un día en torno a los Picos de Europa y las Sierras de Peña Sagra y de Peña Labra.

Pero hay más.

No se pierda de vista que así como la palabra "occidente" hace referencia inequívoca al mar, al Océano en el que siempre se ha situado la primera morada de nuestros antepasados, detrás del término "Oriente" se oculta, por una parte, la alusión al Sol, por otro nombre "Orón" y, por otra, a la montaña originaria configurada tras la supuesta caída a la Tierra de los genitales del astro rey. Y de ahí que el término "montaña" se exprese en griego con la voz "oros". Exactamente la misma palabra que define a ese metal precioso que tanto se prodigara en la Tierra primigenia y en donde tiene su origen el mito respecto a las formidables riquezas minerales de la Península Ibérica.

La clave se encuentra, pues, en esa palabra - "oro"- y en estos conceptos: sol, montaña, oro y ... origen. ¿Por qué "origen"? Precisamente porque el ser humano era descendiente del Sol -"Oro" - y de la montaña modelada por éste: el Paraíso Terrenal o "Monte de Oro".

Si se quiere identificar el Paraíso Terrenal, localícese un macizo montañoso en cuya toponimia se conserve esta última denominación: "Monte de Oro", y del que fluya algún río vinculado a este término. Un río de nombre semejante, por ejemplo, al "Orontes" fenicio.

"Oriente" es, pues, un término que no tuvo en su origen, absolutamente nada que ver con el valor geográfico que hoy le otorgamos. "Oriente" era, simplemente, una montaña, el Paraíso Terrenal, la misma montaña en la que tuvieran su origen nuestros más remotos ancestros.

La mención de la Biblia a que Dios situó en Oriente el Jardín del Edén, debe leerse e interpretarse en el sentido estricto y literal de tal aserto. El Paraíso estaba en Oriente. El Paraíso era Oriente. Cierto monte, cierta isla llamada "Oriente". La misma Oriente que diera nombre a la ciudad española de "Orense", situada precisamente en el extremo más occidental de la Península Ibérica. Mejor prueba de la occidentalidad del primitivo Oriente, del Paraíso, no puede aducirse. Recuérdese que el Paraíso se encontraba a orillas del Océano. Del Atlántico. (2)

A partir de cuanto acabamos de ver, se comprende la referencia al carácter oriental, no sólo del Paraíso, sino de ese enigmático "Monte Sephar", morada de los descendientes de Heber, léase de los "hebreos", al que invariablemente se califica, al igual que al Paraíso, como monte "oriental". De hecho, tal calificativo no es sino una mera redundancia, una simple repetición de otro de los nombres con que se conoció al Paraíso Terrenal, a ese Monte "Oriente", "Sephar"... o "Sepharad" en el que tuvieron su cuna los primeros seres humanos. Seres a los que se denominó después "Sepharadís", como un título honorífico que acreditaba su condición de descendientes directísimos del Paraíso -"Se Pharadis"- o Jardín del Edén, ese mismo jardín mítico al que los persas conocían con el nombre de Pharadí o Faradí y los hebreos con el de Fardes... o Farades. Y de ahí el nombre de los "Sefaradís" o "Sefardíes".

"Sefarad... Sefarad...". Aquella altísima montaña horadada... Farades (Paraíso) = Forado (agujero)

En su "Historia de Montserrat" dice Anselmo M. Albareda:
"Una hipótesis supone el Montserrat hueco por dentro y profetiza su destrucción por hundimiento"

Una premonición algo desfasada: el "apocalipsis" del Paraíso se produjo hace varias decenas de miles de años, ...y no fue precisamente a Montserrat o "Monte Zerrate" a quien afectó...

También del macizo de Peña Sagra se pretende hallarse hueco por dentro... La misma idea que sin duda existe en relación con otras muchas montañas de la Península Ibérica.

No son solamente los nombres geográficos del Paraíso los que han viajado a todos los confines del globo. También las noticias respecto a su singular idiosincrasia...

 

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