LA ESPAÑA OLVIDADA: TROYA, OLIMPIA, EL PARAÍSO, LA ATLÁNTIDA ...

    

Por Jorge Ribero Meneses      

Las sorprendentes y polémicas tesis de Jorge Mª Rivero San José proponen a la Península Ibérica como cuna incuestionable de la civilización y matriz del hombre racional u “homo sapiens moderno”. Tales conclusiones, producto de una concienzuda y dilatada investigación, parecen encontrar un refrendo rotundo en los testimonios de centenares de autores, españoles y no españoles, de todas las épocas.

 Prólogo: Hacia la creación de la “Ciencia del Hombre”

            “Troya”, uno de los casi infinitos epítetos de la Luna –divinidad adorada universalmente por nuestros más remotos antepasados-, fue uno de los nombres más ilustres del mundo primigenio –o, si se prefiere, del Paraíso Terrenal-, escenario, a la sazón, de la primera “guerra” de tal nombre, supuestamente protagonizada por Urano y Saturno y de la que –creían nuestros antepasados- había de desprenderse el alumbramiento de la vida sobre nuestro planeta.

             Absolutamente ignorante, sin embargo, del significado del nombre de “Troya” y de lo que tras este nombre se esconde, la arqueología tradicional ha creído localizar la genuina Troya en un minúsculo enclave de la costa mediterránea, desconociendo algo tan elemental como es que el mundo antiguo estuvo sembrado de “Troyas”... y que ninguna de ellas tuvo nada que ver con aquella mítica guerra fabulada por nuestros antepasados y cuajada, desde el principio al final, de alusiones de carácter simbólico como las que se ocultan tras los nombre de los troyanos “Paris” y “Príamo” epíteto del Sol este último y apócope de “Parais” o “Paraíso”, el primero.

             A errores de esta magnitud le ha conducido a la arqueología, el hecho de pretender desentrañar la historia perdida, a partir exclusivamente del análisis de unos restos pétreos, huérfanos de toda evidencia que permita descifrar su verdadera identidad.

            Esto por lo que se refiere a la arqueología, ciencia identificada hoy, casi exclusivamente, con la labor de desenterramiento de vestigios históricos perdidos.

             Si dirigimos nuestra mirada hacia la antropología, responsable, en su caso, del esclarecimiento del origen y del devenir del ser humano, a partir igualmente del desenterramiento de restos óseos de nuestros ancestros –o supuestos ancestros-, el panorama que nos encontramos resulta bastante más desalentador, aun, que el que ofrece la arqueología, con una auténtica legión de especialistas en la materia, debatiéndose incansable e interminablemente sobre si el ser humano tiene 200.000, 2.000.000 o 5.000.000 de años de antigüedad, sobre si descendemos o no del chimpancé o, en fin, sobre si la cuna de nuestra especie se encuentra en África, como sostuviera Darwin, en Asia, como asevera la tradición... o en Europa, como postulan tradiciones mucho más remotas, al tiempo que las más modernas investigaciones. El origen europeo del hombre de Neandertal y del de CroMagnon resulta hoy incuestionable, como incuestionable es que ambos son los únicos antepasados conocidos, ciertos, del hombre racional o “moderno”.

             Arqueólogos y antropólogos, léase desenterradores de industria o de esqueletos humanos, vienen otorgando un carácter monodisciplinar, a unas ciencias cuyo enunciado es el estudio del pasado del ser humano, en todos sus múltiples aspectos, empobreciendo así unos estudios y unas indagaciones que, para resultar verdaderamente efectivas, deberían contar con el concurso de especialistas de una amplísima gama de disciplinas y, particularmente, de aquellas que entienden en materia de lenguaje, de toponimia, de mitología, de religión, de costumbres y tradiciones, de folklore...

             Una vez que la arqueología y la antropología tradicionales han demostrado su incapacidad manifiesta para ofrecer a la sociedad las respuestas que ésta viene reclamando en relación con el esclarecimiento de nuestro más remoto pasado, parece llegado el momento de concertar los esfuerzos de cuantos se afanan por reconstruir la historia perdida del ser humano, y muy particularmente, por identificar su más remota ascendencia.

             ¡Qué mayor paradoja que una especie que se permite explorar y viajar a otros planetas, sea incapaz de identificar el lugar de su propio planeta en el que tuvo su cuna!

             Y no se pierda de vista que si algo puede contribuir a la paz y a la armonía entre todos los seres humanos, ese algo es, precisamente, el hecho de confirmar nuestra ascendencia común y poder reconocer el lugar desde el que, un día ya remoto, se inició la expansión del hombre racional por toda la superficie de la Tierra.

             Es necesario y hasta urgente, pues, crear una nueva ciencia que integre a historiadores, etnólogos, arqueólogos, antropólogos, biólogos, filólogos y, en general, a cuantos poseen algún tipo de conocimiento relacionado con el hombre y su pasado. Y que nadie dude que del tratamiento concertado de este tipo de estudios, habrá de derivarse la “luz” que todos estamos esperando en relación con esta materia y que tan mortecinamente alumbra hoy, en un momento en que estas disciplinas “hacen la guerra por su cuenta”, cuando no –y eso es lo más grave- se dedican a hacerse la guerra entre ellas mismas.

             ¿Cómo debería denominarse esta nueva ciencia, responsable de la reconstrucción –y rehabilitación- de nuestro pasado?

             Puede que no quepa denominación más adecuada que la de “Ciencia del Hombre”. Simplemente, no en vano, de ella va a depender el que los seres humanos, al cabo de millones de años de historia, lleguemos a descubrir, al fin, qué es el hombre, quién es el hombre y de dónde viene el hombre.

             El “Campo de Ebrón” fue, según la tradición universal, el primer lugar poblado del planeta.

             El nacimiento del río Ebro fue, según la tradición ibérica, el primer lugar poblado de España...