TARTESSOS

 
                                                     

EL FABULOSO REINO DE ARGANTONIO

 

Manuel Bendala Galán (Catedrático de arqueología Universidad Autónoma de Madrid)

 

 

El rey que ofreció a los griegos focenses tierras donde establecerse y bienes para fortificar su ciudad amenazada personifica el apogeo de Tartessos

EL REY TARTÉSSICO DE NOMBRE ARGANTONIO, que recibió a los griegos focenses y les ofreció tierras donde establecerse o bienes con los que fortificar su ciudad amenazada, sirve de referencia en la que personificar, con la aureola de poder y de prestigio con que lo pinta Heródoto, la fase de apogeo de la cultura tartéssica, que se extiende desde fines del siglo VIII a.C. al siglo VI, en el que entra Tartessos en una fase de crisis y de cambio histórico. El proceso cimentado en su etapa formativa, férreamente vigilado por la casta retratada en las estelas de guerreros, daría un giro espectacular con la llegada de los colonos orientales, sobre todo los fenicios, a cuya influencia se deberá el carácter orientalizante que adquiere la cultura tartéssica, la única considerada tartéssica hasta hace no muchos años.

 

La llegada de los fenicios

Hoy sabemos que sus raíces son más antiguas, y que sólo por la existencia de la etapa formativa de Tartessos pudo darse con la efectividad que lo hizo la propia colonización de los semitas. Acudieron éstos, en efecto, con sorprendente diligencia, a sacar partido de las posibilidades que los tartesios habían empezado a poner en valor en las feraces tierras del Mediodía español y sus ambientes geográficos próximos o accesibles desde ellas, sobre todo en la obtención de metales y de sus productos. Era explotar las posibilidades extraordinarias de la región, según eran percibidas en la Antigüedad, tal como dirá después el griego Estrabón. Este, hablando de la Turdetania —la antigua Tartessos— destacaba, además de su riqueza agropecuaria, la abundancia de minerales..., motivo de admiración, pues si toda la tierra de los iberos está llena de ellos, no todas las regiones son a la vez tan fértiles y ricas..., ya que es raro se den ambas cosas a un tiempo y que en una pequeña región se halle toda clase de metales” (Estr. 111,2,8).

 

Desde fines del siglo IX a.C. empieza la Arqueología a seguir la pista de una presencia fenicia que se haría firme a partir del inicio del siglo VIII a.C. Fundaron entonces —según los textos, fue aún antes— la colonia de Gadir (Cádiz), acompañada de un rosario de asentamientos menores y factorías que punteaban toda la costa sur de la Península, mediterránea y atlántica. No es casualidad que el centro operativo básico de Gadir se ubicara en la boca del río Guadalquivir, la arteria principal de navegación y vertebración de la región nuclear de Tartessos, el río que, sobre una realidad cargada de valores metafóricos, describía Estesícoro como ‘de raíces argénteas”.

 

A poca distancia de su ribera derecha, se yerguen las suaves alturas de Sierra Morena, con sus ricas cuencas mineras, ya intensamente explotadas en época tartéssica, como se comprueba en la actual provincia de Huelva, gracias a las investigaciones llevadas a cabo en las cuencas de Riotinto, Aznalcóllar y otros lugares. Demuestran un intenso laboreo para la obtención de plata, en una región en la que era ya milenaria la metalurgia del cobre y en la que abundaba el oro y tenía a la mano el inestimable estaño.

 

La investigación moderna demuestra que la implantación de los fenicios no se conformó con centros isleños y factorías que desde la costa sirvieran de apoyo a sus negocios comerciales. Se conoce ahora un afán de control que, además de fuertes establecimientos en la costa, como el gran poblado fortificado del Castillo de Doña Blanca (en el término de El Puerto de Santa María), se proyectó con gran fuerza hacia el interior, en un rápido proceso que pudo resultar casi asfixiante para los tartesios, puesto de relieve en estos últimos años.

 

Grupos de fenicios se trasladaron diligentemente al interior, donde tomaron plaza muchas veces formando colonias de comerciantes y artesanos en, o junto a, los asentamientos tartéssicos, como debió de ocurrir en Carmo (Carmona, Sevilla), una plaza principal para el control del bajo valle del Guadalquivir, apoyo de la vía terrestre —la famosa Via Heraklea— que por el valle seguía el curso del río; o propiciando la creación de centros nuevos, como se sospecha ahora que fue el caso de la misma Spal (Hispalis en época romana, la actual Sevilla), en la Antigüedad un centro portuario junto al lago interior que ocupan las marismas del Guadalquivir y en la misma desembocadura, entonces, del río; o haciendo valer una fuerte presencia en los ambicionados centros desde los que se controlaban las actividades minero-metalúrgicas, como pudo ocurrir con el importante asentamiento de Tejada la Vieja (en Escacena del Campo, Huelva).

 

Los modernos datos arqueológicos parecen confirmar una presión fenicia que pudo conducir a fricciones o conflictos abiertos con los tartesios, como los que comentan algunos historiadores de época romana, que recuerdan batallas emprendidas por los tartesios contra Gadir, en un caso encabezadas por un rey de nombre Therón, que se saldaron siempre, significativamente, con el triunfo de los fenicios. No es extraño que los tartesios los recibieran con cautela, conscientes tal vez de que podían suponer una competencia incontrolable o un verdadero peligro de suplantación. Y lo que podía barruntarse por pura lógica, o por las pocas y lejanas noticias de los textos antiguos, va encontrando confirmación en el flujo de novedades arqueológicas que hacen percibir una actividad fenicia dirigida a controlar cuanto fuera posible la red económica de los tartesios y la estructura política que la aglutinaba.

 

La visita de los griegos

Los griegos siguieron de cerca los pasos de los fenicios, pero no desarrollaron en el ámbito tartéssico, ni en general en este extremo occidental de la cuenca mediterránea, un programa colonizador comparable al de éstos. Su actividad se limitó, fundamentalmente, a la fundación por los focenses de Massalia (Marsella), de la colonia de Emporion en la costa gerundense, cerca de la cual, en Rosas, se situó otro centro griego menor, el de Rhodes, aunque su presencia comercial y su peso cultural, más trascendente si cabe, impregnó toda la costa mediterránea, y no dejó de tener incidencia en la historia y la cultura de Tartessos.

 

El mismo Heródoto se hizo eco de algunos episodios de gran interés, que tratan de la relación de su mundo con el tartéssico. Aparte de la citada relación con los focenses, quizá una forma de contrarrestar la actividad casi monopolística de los fenicios, sucedió antes un acontecimiento destacable. Ocurrió hacia el 630 a.C., en que un navío de Samos —ciudad e isla también de la Jonia griega, como Focea—, capitaneado por un tal Coleo, navegaba hacia Egipto cuando fue arrastrado por vientos apeliotas del Este más acá de las Columnas de Hércules hasta arribar a Tartessos; calurosamente acogido por los naturales de aquí, obtuvo beneficios que superaron los de cualquier otro comerciante, excepción hecha —puntualiza Heródoto— de un egineta de nombre Sóstratos. De regreso a su patria, dedicó Coleo a la diosa Hera un riquísimo exvoto en acción de gracias: un monumental caldero de bronce, adornado con cabezas de animales fantásticos —de grifos—, y sostenido por tres gigantes que, arrodillados, medían siete codos de alto (unos tres metros).

El relato, adornado con tintes novelescos, es aceptado como verosímil y cuenta con apoyaturas arqueológicas, puesto que, aparte de que el hallazgo de multitud de productos griegos de la máxima calidad en el ámbito tartéssico prueba el contacto comercial con los centros de producción helénicos, en la misma Samos han sido hallados marfiles de origen tartéssico correspondientes a las fechas del viaje de Coleo. Pudieron ser parte de un botín de vuelta de un viaje como el narrado por Heródoto, perfecta expresión de la afamada riqueza de Tartessos en estas fechas centrales de la época orientalizante, plataforma de magníficos negocios, asociados además a los productos de prestigio más característicos de entonces, como los objetos suntuarios de bronce ricamente decorados, expresión de la gente de poder —los aristoi, según el término griego de aristócratas— en los ambientes privilegiados de los santuarios, las tumbas o los palacios.

 

Tiempos de expansión y riqueza

El hecho es que la sólida implantación territorial de Tartessos desde su etapa formativa, puesta de manifiesto por la amplia repartición de las estelas de guerreros y la difusión de sus otros productos característicos hasta muy adentro de la Península, tuvo el complemento de una ágil salida al mar y al comercio internacional proporcionada por los fenicios. Producción y comercialización —con ámbitos de acción repartidos y en progresiva competencia— se complementaron eficazmente por la calidad de la primera y la sorprendente capacidad de los mercaderes semitas para servir de agentes a un comercio regular y a una escala geográfica extraordinaria para su época. Visto desde fuera, la actividad en torno a Tartessos llenó en este extremo del Mediterráneo el plato de la oferta de una balanza que tenía en el otro extremo el de una demanda cada vez más exigente, sobre todo de metales.

 

Ese papel equilibrador, en la medida en que fue capaz de responder con sus productos al peso ingente de la demanda de las grandes civilizaciones del Mediterráneo oriental, dió a Tartessos la dimensión mítica, de verdadero país de fábula, que muchos textos conservados le otorgan. El bronce tartéssico, por el uso de la mejor materia prima y por el aprovechamiento de experiencias y técnicas tan punteras como las desarrolladas en el ámbito del Bronce Atlántico, debió circular entre sus compradores —según se colige de algunos testimonios— con el marchamo de calidad de bronce tartéssico, verdadera denominación de origen que garantizaba el mejor producto. Y lo mismo la plata, que se hizo imprescindible para la regulación y fijación de precios de un mercado inmenso y en desarrollo imparable, y debió de contribuir poderosamente a la multiplicación de las primeras grandes acuñaciones monetales en plata, como se supone para las llevadas a cabo por las activas ciudades griegas de Sicilia.

 

Tartessos, en fin, se vio aupada por el empuje de una coyuntura favorable al desarrollo de una economía de gran rentabilidad, controlada por dirigentes de una sociedad muy jerarquizada, de corte aristocrático, que demandaban los conocidos productos de prestigio de marfil, bronce y metales preciosos que, por su rareza, por la materialización de la más alta tecnología de la época, eran expresión de su exclusividad y de su rango. Los fenicios fueron principales agentes de la obtención de esas mercancías tan simbólicas y preciadas, sea por el comercio, sea por la aportación de una tecnología que desarrolló su actividad en talleres directamente actuantes en Tartessos, regentados por fenicios o por tartesios adiestrados en las mismas prácticas artesanales. De unos o de otros, sus productos constituyen la más conspicua expresión del brillo de Tartessos en esta etapa de madurez, la prueba material de lo que había llegado a ser una especie de antiguo Eldorado en el Occidente del Mediterráneo.

 

Jarros y páteras, candelabros, armas, adornos de carros y arreos de caballos, todo un repertorio de lujosos productos de bronce quedaría amortizado en tumbas y santuarios, testimonio de un mundo de pompa y ceremonia en el que se reconocían y con el que se presentaban en sociedad los poderosos aristoi que la encabezaban. Y no digamos las joyas, sobre todo las de oro y otros materiales preciosos, que condensaban en su rareza, en el alarde preciosista de sus técnicas —con costosísimas decoraciones de granulado o de filigrana— la idea de la pertenencia a una esfera superior.

Había cosas, igualmente relacionadas con la imagen de los poderosos, de las que no quedan vestigios materiales, como los suntuosos vestidos, de paños tejidos y bordados, que constituían, como acreditan los textos, una de las principales mercaderías de los fenicios. No en vano los llamaron los griegos precisamente phoinikés —el nombre por el que los denominamos, distinto del de cananeos que a sí mismos se daban—, que quiere decir los hombres de la púrpura, por haberse hecho especialmente famosos como mercaderes de paños teñidos de rojo, con el tinte que obtenían de un conocido molusco de la familia de los múrices, las populares cañadillas.

 

Una sociedad muy jerarquizada

Con todo ello componían el perfil de su clase dominante, bajo la cual, seguramente con pocos escalones intermedios, se hallaba una amplia masa social casi desprovista de derechos —campesinos, artesanos, mineros—, base de un sistema calificado por algunos investigadores como de servidumbre comunitaria. Se trataría, más que de una fórmula de esclavismo puro, de un sistema en el que los poderosos no tendrían la propiedad directa de las personas, sino de los medios de producción y del producto mismo, que controlaban para el comercio y lo distribuían a los productores para su sustento y mantenimiento.

 

En la cúspide de la estructura social se hallaba la figura de un monarca, como el citado Argantonio, representante de una forma suprema de poder que los estudios modernos tienden a caracterizar como monarquía sacra, esto es, un poder sacralizado que se transmitía en el seno de una dinastía familiar, legitimado por prácticas de culto dinástico, conocidas también en las primeras etapas históricas de otras culturas principales del Mediterráneo, como la etrusca, con la que la tartéssica tiene muy estrechos parangones.

 

Uno de los acontecimientos arqueológicos más importantes de los últimos años, en relación con la cultura tartéssica, ha sido el hallazgo y la excavación de un sorprendente edificio en la periferia de Tartessos, en tierras del municipio de Zalamea de la Serena, en Badajoz, que pudo ser residencia o centro de representación y de culto de un soberano sacralizado del mundo tartéssico. Se trata del llamado palacio- santuario de Cancho Roano, un edificio singular por su forma y su contenido, referente de una actividad de alto significado político, religioso o simbólico.

 

De su rica y compleja realidad puede destacarse la existencia de una capilla central que cubre una estancia en la que se hallaron altares con una forma característica, de piel de buey abierto o de lingote de cobre de tipo chipriota —que imita el esquema de la piel del buey—; son los elementos más significativos de este ambiente central, especialmente vinculado a ceremonias cultuales, quizá con una dimensión de culto dinástico que aseguraba, remitiéndose al plano de lo divino, el poder del soberano y la continuidad familiar del mismo.

 

Los altares y la estructura del edificio responden a modelos orientales, sirios, fenicios o chipriotas, una expresión particularmente intensa del tono orientalizante general que impregna la cultura de la época y las estructuras sociológicas y políticas que la sustentaban. Se han puesto en relación los altares con prácticas sacrificiales de novillos o bóvidos, bien documentadas entre los fenicios, asociadas, por ejemplo, al culto al dios Baal. Relacionada, entre otras facetas, con la navegación y el comercio, su presencia en un santuario como el de Cancho Roano hace pensar, también, en la posible función que estos centros sagrados cumplían en el mundo antiguo, y desde luego en el oriental y fenicio, que es servir de referencia a una actividad económica y comercial que se realizaba al amparo de la protección del dios y legitimaba, por el prestigio de la divinidad, la presencia y el quehacer de sus promotores.

 

Joyas de culto

Ha sido, por lo demás, una sorpresa constatar que la forma de los altares debió de convertirse en signo de una alta significación religiosa, que se repite en los descubiertos después en otros santuarios orientalizantes —como el recientemente excavado en Coria del Río (Sevilla)—, o en ambientes sagrados y funerarios ibéricos, una prueba de la continuidad de aspectos sustanciales de la cultura tartéssica en la ibérica que la siguió. Con estos nuevos datos se entiende mejor el significado religioso de las joyas del famoso tesoro de El Carambolo, puesto que los dos pectorales que forman parte significativa del mismo se amoldan a esta forma sagrada basada en la piel del bóvido.

Creo, con otros investigadores, que las joyas de este singular tesoro no son otra cosa que adornos para una imagen de culto, seguramente una estatua de madera como las que eran habituales en las etapas arcaicas de las culturas mediterráneas. Ellas forjaron una tradición de prácticas religiosas, que incluían el ornato ritual de las imágenes, que perdurará con gran fuerza en culturas posteriores, antiguas -como la ibérica o la romana— o más recientes, hasta alcanzar nuestros propios días.

 

Crisis y ocaso de Tartessos

Conviene hablar brevemente de la crisis y ocaso de Tartessos para quitar importancia a un fenómeno que no fue, en ningún caso, un final que merezca el largo informe que parecería propio de la autopsia a un cuerpo muerto para indagar las causas del radical cambio que supone pasar de la vida a la muerte. Lo que entendemos por Tartessos experimentó una crisis notable en el siglo VI a.C. por la combinación de una serie de factores no del todo conocidos que determinaron un cambio de coyuntura, un sesgo a la trayectoria histórica anterior. Pero, pese a algunos traumas, puede entenderse en alguna medida como una crisis de crecimiento, y no tanto de acabamiento.

 

La crisis de Tiro, en este caso con el fin de su importancia como metrópoli cabeza de un Imperio colonial, por los golpes de asirios y babilonios; la imposición de Cartago como nuevo líder de los semitas de Occidente, que intensificaría el afán de control y de dominio territorial de los fenicios en la nueva etapa púnica; la creciente imposición de la metalurgia del hierro y otros fenómenos determinaron el paso a una etapa distinta.

 

El mundo tartéssico se perpetuaría en el turdetano, con un nombre que habla por sí sólo de las diferencias y de la continuidad. Las primeras tuvieron entre sus determinantes una cada vez más intensa penetración territorial de los púnicos —hasta el punto de que Estrabón llegará a decir que la mayoría de las ciudades de la Turdetania y de las regiones vecinas estaban pobladas por ellos—; y, también, una ascendente presencia de célticos en el occidente de las tierras tartéssicas. Pero, tanto en el ámbito estrictamente púnico como en el turdetano, se observa una rápida recuperación del pulso cultural y económico, y una gran actividad a partir de la inflexión del siglo VI. Lo mismo que ocurriría en la Alta Andalucía y el Sureste de la Península, donde el germen de la cultura tartéssica, extendido ampliamente en este ámbito durante la etapa orientalizante, promovió el proceso formativo de la personal cultura ibérica clásica.

 

En resumen, la trayectoria histórica y cultural tartéssico-fenicia de la época orientalizante, se transformó en la ibérico-púnica que caracterizó a la España mediterránea -con gran influencia en los demás territorios— hasta los tiempos de la conquista romana.