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LOS ÁRABES NO INVADIERON JAMÁS LA PENÍNSULA IBÉRICA

«LA REVOLUCIÓN ISLÁMICA EN OCCIDENTE»

IGNACIO OLAGÜE  

Capítulo 2

CRÍTICA GENERAL

 

Los movimientos migratorios en la historia: el desplazamiento de los nómadas y las invasiones (ley de Breasted). Caracteres geográficos de Arabia. El caballo y el camello como testigos del paisaje. Dificultades de las razias. La travesía del Estrecho de Gibraltar. Los errores geográficos de las antiguas crónicas. La dominación de los godos y la pretendida invasión árabe de la Península Ibérica.  

Según creencia unánime se había realizado la expansión del Islam por medio de invasiones a mano armada. Cierto, una mejor comprensión de las herejías cristianas había esclarecido mejor el ambiente favorable que había facilitado en todas partes la labor de los conquistadores. Se esclarecía la situación política de las regiones que habían sido sumergidas por la oleada mahometana; se reconocía que a veces los invasores habían sido recibidos por las poblaciones asaltadas como liberadores, pues estaban esclavizadas por extranjeros; lo que no era cierto en todos los casos. Apuntaba por demás en este juicio el hechizo que imperaba en los historiadores del XIX, obsesos por prejuicios del siglo. Se creía en aquellos años que el espíritu nacionalista, parecido o similar al que alentaba entonces a las masas, había sido una constante histórica. En verdad enraizaba a veces en algunos pueblos o naciones de la antigüedad; ilegítimo era extender el mismo criterio a todos los pueblos, sobre todo a aquellos que pertenecían a civilizaciones extraeuropeas y cuya interpretación de la vida estaba fundada sobre otras premisas. Sea lo que fuere, a pesar de estas nociones que ayudaban a mejor comprender la expansión del Islam, su mecanismo quedaba incólume. Habían sido propagadas estas ideas religiosas por la acción de ofensivas militares, emprendidas las unas tras de las otras como una reacción en cadena.

No se puede en nuestros días admitir tan simplista argumentación. No resiste a la crítica más elemental: pues no se prolonga una ofensiva indefinidamente. A medida que su acción se propaga en el espacio, pierde más y más su virulencia primera. ¿Cómo habían podido los árabes en marcha interrumpida y sin fracaso alguno haber alcanzado simultáneamente el Indo y el Clain, que baña Poitiers? No insistiremos por ahora. Antes de proceder al examen de esta interpretación de los acontecimientos, conviene fijar algunas ideas acerca del desplazamiento de los hombres por el globo.

Individuos, familias, tribus pueden ponerse en marcha de modo esporádico, así los nómadas en la estepa, sin que se deba interpretar sus movimientos como el resultado de una invasión. Esta reviste siempre un carácter militar. Es el fruto de una organización, de un Estado y de un cerebro director. Por consiguiente es inexacto hablar de inva­siones alpinas, porque estos indoeuropeos que siguieron el valle del Danubio, han llegado a las llanuras de Occidente en pequeños grupos y en el curso de varios milenios. Sucede lo mismo con las andanzas de los beduinos en el Sahara. Se desplazaron lentamente las tribus hila­lianas siguiendo la dirección este-oeste, en función de las variaciones del clima. Como la desecación de las altas planicies asiáticas también ha sido causa del movimiento de los alpinos, nos encontramos ante dos hechos paralelos: el uno al norte realizado por los indoeuropeos, el otro al sur por los semitas. Eran ambos fruto de la misma imposi­ción: la falta de lluvias que obligaba a estas poblaciones repartidas por vastísimos territorios a buscarse nuevos medios de vida.

El nómada es esclavo de sus rebaños; éstos viven del crecimiento de las plantas herbáceas. En fin de cuentas, se hallan ambos a la merced de las circunstancias climáticas. Pueden manifestarse de modo diferente; lo que será motivo de reacciones humanas distintas.

a) Si las oscilaciones del clima son normales; es decir, si un año seco aparece tras un ciclo de pluviosidad suficiente, el nómada para salvar del hambre a su familia conducirá sus rebaños hacia las tierras de los agricultores sedentarios que se hallan establecidos a orillas de la estepa. Entonces se producirán escaramuzas entre ambas partes, pues defenderán los aldeanos sus cosechas; de aquí luchas cortas y estaciónales perfectamente destacadas por el historiador americano Breasted, cuando estudiaba el pasado de los pueblos que vivían en una zona por él llamada el Creciente Fértil (Palestina, Siria, Mesopo­tamia, etc.) que envuelve en sabia curva el norte de la Península Arábiga, en donde el clima y la orografía permitían el desarrollo de la agricultura. Por lo cual hemos llamado esta relación entre un año seco y las hostilidades consiguientes: la ley de Breasted (1920).

b)         Puede convertirse el problema en mucho más grave. Ya no se trata de una crisis pasajera, debida a una oscilación climática, sino, como lo estudiaremos en un capitulo próximo, a una modificación del paisaje. El fenómeno es distinto del precedente. Ahora, una oleada prolongada de sequías o de lluvias causa una transformación de la vegetación; pues según las regiones del globo se presentan estos opuestos caracteres. Si la acción meteorológica se realiza en un marco geográfico en donde la pluviosidad no supera los 250 mii. de agua al año, zona generalmente habitada por los nómadas, se vuelve crítica la situación. Para sobrevivir tendrán que abandonar éstos el país. Podrán entonces elegir entre dos posibilidades:

o bien, abandonarán definitivamente su vida de trashumancia para emigrar hacia las regiones más favorecidas en cuyas ciudades estarán obligados a acomodarse a una nueva vida,

o bien, emprenderán con sus rebaños un larguísimo desplazamiento en busca de tierras más húmedas. En este caso, por las dimensiones de la distancia recorrida, constituirá el viaje una verdadera emigración, pues se encontrarán en la imposibilidad de regresar a su punto de origen.

Son consecuencia estos desplazamientos diversos del determinismo geográfico; poseen un carácter biológico y se les puede comparar con las migraciones de las especies zoológicas por el ámbito terrestre a todo lo largo de la evolución. No ocurre lo mismo si el movimiento es dirigido por una voluntad superior que determina los objetivos que es menester alcanzar. Se trata entonces de una invasión que adquiere una finalidad agresiva. La acción militar se impone a toda otra consideración, ya que se trata de sojuzgar a las poblaciones que habitan los territorios codiciados. Por consiguiente, para que una invasión tenga la probabilidad de lograr los fines propuestos, no basta con que haya sido concebida, tiene que estar controlada y sos­tenida por una organización social importante. Sin Estado, no hay invasión. Por esto han sido escasas las invasiones en la historia, pues para que puedan conseguir un resultado, hasta parcial, se requiere la acción de mi gobierno poderoso. Y sabemos que desde el neolítico hasta los tiempos modernos esta máquina, extraordinaria y arrolladora, ha sido siempre una excepción.

Los desiertos de Arabia Central, el Rob-el-Khali, el Nedjed y el desierto de Siria existen desde hace muchísimo tiempo. En todo el Próximo Oriente las anchas praderas, comparables a las del Far West, la estepa xerofítica o subdesértica, poseían en la antigüedad dimen­siones más grandes que las de nuestros días. Ocurría lo mismo con las comarcas regadas del Yemen o del Hedjaz. Pero con la llegada de la sequía que las castigó a todo lo largo del último milenio, modificándose el paisaje, la crisis económica trastornó tan inmensa e importante región. Fue la causa de los movimientos demográficos que apunta la historia de los pueblos del Creciente. Fértil, tierra que al fin y al cabo era el testigo de una situación geobotánica degradada desde fecha muy lejana.

En el curso de esta larga evolución climática han reaccionado los nómadas del modo que ya antes hemos descrito. Cuando llegó la crisis del siglo VII que estudiaremos en un capitulo próximo, empezaron a desplazarse hacia el Sahara Occidental, así las tribus hilalianas, pero también hacia las regiones y las ciudades del Creciente Fértil. Analizaremos más adelante el papel que han desempeñado en la propagación del Islam. Por el momento nos basta con advertir que en la época de Mahoma presentaban ya los territorios arábigos una facies que se asemejaba a la que conocemos actualmente. Reduci­dísima era la población. Salvo en escasos lugares que poseían huertas, no existían sedentarios. Vivían los nómadas de la trashumancia y del transporte de mercaderías realizado por medio de caravanas. En estas condiciones, se puede concluir que estaban ausentes de estas regiones los recursos suficientes, demográficos y económicos, para que pudiera sostenerse la estructura de un Estado poderoso. Al contrario, sabemos que las tribus mal avenidas entre sí, recelosas, mantenían una inde­pendencia feroz.

¿Cómo entonces organizar ejércitos? ¿En dónde encontrar recursos para mantenerlos? Para emprender las acciones gigantescas que nos describen los textos, se hubiera requerido disponer de fuerzas que tuvieran una potencia ofensiva extraordinaria. Hay que rendirse a la evidencia: Faltaban en primer lugar los hombres...

No puede el historiador escamotear los problemas que plantea el determinismo geográfico. Si son exactas las premisas, si poseía Arabia en el siglo VII una facies desértica o subárida, no podían existir concentraciones demográficas en sus inmensidades, y por tanto tampoco ejércitos. Si por el contrario se podían reclutar soldados en número suficiente para emprender expediciones ofensivas, el país no poseía una facies desértica, ya que señala por definición esta palabra un lugar despoblado. Existen testimonios suficientes para demostrar lo contrario. Para justificar las tesis de las invasiones arábigas, se requeriría probar que gozaba esta península de una pluviosidad suficiente para hacer florecer unos cultivos que dieran vida a una concentración demográ­fica adecuada. De acuerdo con nuestros actuales conocimientos, esto es imposible.

En una comarca con facies simplemente subárida, o aun árida si el suelo es permeable, no puede sustentarse el caballo. Según los oficiales de Estado Mayor, cuando se prepara una operación con elementos de caballería, se calcula para cada animal una reserva de cuarenta litros de agua por día. El viajero que atraviesa tierras subáridas debe llevar consigo la comida y la bebida para su cabal­gadura. Esto es irrealizable, si la distancia que debe franquear resulta demasiado larga. Por el contrario, puede el camello cumplir este cometido. Pertenece a los raros ungulados adaptados por su consti­tución fisiológica a las condiciones adversas de estas regiones des­heredadas 8. Por esta razón poseían los nómadas de Arabia rebaños de camellos y no de caballos. El pura sangre árabe se encuentra así emparentado con los mitos paralelos a los de las invasiones y, como tantas otras cosas, atribuido a un origen inverosímil 9.

Por otra parte, la herradura apareció en las Galias en época mero­vingia 10. Anteriormente, cuando se quería hacer atravesar un terreno pedregoso a un caballo, o á un camello, como en el caso de las hamadas del desierto, se envolvían sus pies con cuero para pro­tegerlos. «He aquí, escribía el general Brémond, otra condición desfavorable que se opone al mito de la invasión de África del norte por una caballería árabe, salida de los desiertos de Arabia. Habría reco­rrido tres mil kilómetros con caballos sin herrar. Estos caballos se hubieran gastado la pezuña basta el empeine» 11. Indicaremos en otro capítulo el origen de esta leyenda; consignaremos ahora que en estos tiempos como en la antigüedad no llevaban estribos los Jinetes. Fueron importados de China en el siglo IX. Muy difícil, si no imposible, hubiera sido para estos cabalgadores mantenerse a horcajadas durante tan largas y numerosas jornadas.

Sin embargo, han ignorado estas dificultades los historiadores clásicos. Aseguraba, por ejemplo, Sedillot (1808-1875) que en su segunda expedición en contra de los Gasaníes de Damasco (630-632) había conducido el Profeta las fuerzas siguientes: diez mil jinetes, doce mil camellos y veinte mil infantes. Se ha dejado engañar nuestro distinguido orientalista por el cronista árabe, no por hipérbole o exageración, sino por una mentira pura y sencilla que han puesto de manifiesto nuestros actuales conocimientos en biogeografía: came­llos y caballos se excluyen mutuamente. Pertenecen estas especies zooló­gicas a facies opuestas, son testigos de climas diferentes y no se en­cuentran asociados en la naturaleza. También enseña la experiencia que no pueden vivir juntos artificialmente. Les irrita recíprocamente su olor; de tal manera que resulta difícil concebir la coexistencia de masas de estos animales para una labor común y ordenada, como si se colocara en un mismo frente para combatir al mismo enemigo regimientos de gatos y de perros.

Por otra parte, el general Brémond, jefe militar de la misión aliada que durante la guerra del 14 ha independizado Arabia de la dominación turca, comentando el texto de Sedillot, concluía que diez mil caballos necesitan cuatrocientos mil litros de agua potable cada día. ¿En donde encontrar tan enorme cantidad en la estepa o en el desierto? Y añadía: «Hubiera sido imposible, sobre todo en esta época mantener treinta mil hombres y veinte mil bestias. En 1916-1917, no hemos podido conseguir para los 14.000 hombres reunidos ante Medina víveres para más de ocho días, a pesar de los recursos considerables que nos llegaban de la India y de Egipto por buques de vapor»12.

Esto es un ejemplo. Se podrían dirigir criticas similares contra la mayoría de las crónicas que han sido las fuentes de los textos actuales. Sin embargo no es necesario recurrir a los testimonios de la experiencia contemporánea para situar el problema en su contexto histórico. Nos enseñan estas mismas crónicas las dificultades que estudiaban los hombres políticos de la época, cuando cedían a la tentación de emprender una razia en países ricos y vecinos para sacar de los mismos taladas substanciosas. He aquí lo que escribe Levi­-Provençal refiriéndose a Abd al Ramán III, uno de los monarcas más capaces e inteligentes que han gobernado España, acerca de las expediciones que solía emprender por el norte, generalmente en la Septimania, provincia del sur de Francia situada entre el Ródano y los Pirineos:

«Para que el califa se decidiese a poner en marcha una correría estival, se requería que la cosecha se anunciara importante. Como se mantenía el ejército con lo que encontraba a su paso, era ésta condición imprescindible. Así, en 919, en su algara en contra de Belda, Abd al Ramán tuvo  buen cuidado de mandar averiguar el estado de los sembrados y modificó su itinerario para que el ejército pasase por lugares en donde el trigo estaba ya maduro. En los años de mala cosecha, claro  está, no se pensaba salir a campaña. En su relación de los acontecimientos del año 303 de la Héjira (915) declara El Bayan:"Fueron las circunstancias demasiado adversas para que se intentara incursión alguna o que se pusiesen tropas en pie de guerra». ¡Y se trataba de algunos centenares de kilómetros! A pesar de los recelos del califa, no hace objeción alguna este especialista a la repentina aparición en la Península Ibérica de ejércitos que venían nada menos que de Arabia... sin preocuparse por saber si estaban las mieses do­radas 13.

No explica la ley de Breasted las invasiones arábigas en el Cre­ciente Fértil. En el caso de una crisis estacional no puede el nómada mantenerse indefinidamente en los lugares que le son extraños. Desvanecida la sorpresa, tiene que retirarse para no ser atacado por, fuerzas muy superiores a las suyas. Habiendo mantenido sus rebaños en las semanas críticas del estío ha conseguido su objetivo. Cambia la situación en una crisis climática prolongada. Para huir de la sequía, muerto el ganado, emigraron los nómadas árabes hacia las regiones y las ciudades mejor abastecidas. Se tradujo esto por un desplazamiento demográfico parecido al éxodo actual de las gentes del campo hacia los centros industrializados. Mas, este movimiento migratorio que ha debido de ser constante a lo largo de las primeras pulsaciones, alcanzó en las crisis posteriores más graves un carácter dramático.

En estas condiciones, ¿cómo concebir la invasión de Berbería por ejércitos árabes cuando tenemos la certeza de que jamás han existido...? Hay mil kilómetros desde el Hedjaz hasta las tierras culti­vadas del Creciente Fértil. Si en verdad hubieran podido ponerse en marcha fuerzas suficientes, hubieran tenido que desarrollar esfuerzos extraordinarios para conquistar Egipto, Palestina, Siria, en donde era menester combatir sucesivamente contra los persas y contra los bizantinos; sin contar con la recepción de los autóctonos que pudiera haber sido amistosa o adversa. Pero, ¿qué de estas tropas si hubieran tenido que atravesar el desierto de Libia, uno de los peores de la tierra? ¿En qué estado se hubieran encontrado después de tan loca aventura? Sedientas y anémicas hubieran sido aniquiladas por los beréberes, hombres aguerridos en las luchas guerreras y temidos 14.

Es posible que nómadas árabes aprovechando momentos oportunos o sencillamente la sorpresa hayan realizado incursiones en Berbería. ¿Por qué hacerles venir de Arabia? ¿No trashumaban tribus por las estepas predesérticas del Sahara? ¿No habían de cometer en el siglo VII las mismas fechorías que las hilalianas de que nos habla Ibn Kaldún? Sea lo que fuere, la pretendida conquista de Tunicia a principios del siglo VIII resulta tan inverosímil como la posterior de la Península Ibérica. Los acontecimientos en Berbería debieron de ocurrir de acuerdo con la misma evolución de las líneas de fuerzas en Hispania.

Hasta entonces, la relación de estas invasiones sucesivas se aseme­jaba a una carrera milagrosa, algo así como el ilusionista que a cada golpe saca del sombrero de copa objetos los más diversos y sensacio­nales: un pañuelo, una bandera, una bola de bilIar..., ¡un gallo exu­berante! Ahora, tras la toma de Cartago, abandonamos la magia blan­ca para enredarnos con la negra. La fantasía se agudiza hasta el ab­surdo. Las distancias atravesadas son cada vez mayores, la geografía de los territorios conquistados más compleja, los obstáculos más im­ponentes, el tiempo que separa una ofensiva de la otra más corto. En diez años ocupan los árabes África del Norte, en tres la Península Ibérica. Sierras, estrechos de mar, ríos imponentes son franqueados con suma facilidad. A pesar de sus fortificaciones se rinden las ciu­dades por centenas. La gesta es grandiosa; intensas las cabalgadas. Mas, si desea el curioso enterarse de los hechos y conocer los detalles de esta epopeya gigantesca, tropieza con las contradicciones más descaradas. No solamente en asuntos de interés secundario, sino en los más importantes, como por ejemplo el siglo en el curso del cual dominaron los árabes el norte de África; no tan sólo en los croni­cones medievales, sino en obras recientemente publicadas.

Hemos trascrito más arriba la opinión de un especialista renom­brado de la historia de Berbería. Para Georges Marçais necesitaron los árabes ciento cincuenta años para conseguir el dominio del norte de África (1946). Levi-Provençal en su Historia de los musulmanes de España (1950) acepta la tesis clásica: diez años. Para el primero tiene lugar el acontecimiento a mitad del siglo IX, para el segundo en los primeros días del VIII. «En el momento en que Roderico sucede en el trono de Toledo, escribe, acababan los árabes de con­solidar su posición en el norte de Marruecos y terminan la conquista del centro del país» 15.

Las contradicciones que aparecen en las crónicas se reproducen en estos autores contemporáneos. Cada cual tiene sus motivos, obseso por su tema particular. Marçais, para alcanzar una comprensión de los acontecimientos ocurridos en Berbería, espiga en los viejos textos los testimonios más seguros para confrontarlos y buscar una concocor­dancia. A Levi-ProvençaL, que estudia la historia de España, lo que ha ocurrido en Berbería no le interesa. Le basta con que existan árabes en Marruecos a principio del siglo VIII para hacer tragar al lector, ya amaestrado desde la escuela, la invasión de la península. Tarea bastante dificultosa si en esta fecha requerida los futuros inva­sores no se encontraban en las orillas africanas del Estrecho.

Entonces, ¿a qué santo encomendarse?

Si se sorprende uno al saber cómo y con qué rapidez, similar a la del rayo, han conquistado los árabes región tan grande y difícil como lo es el norte de África, queda uno mucho más maravillado al ente­rarse de la facilidad con que estos nómadas han conseguido atravesar el Estrecho de Gibraltar. No tenían marina; esto es lo normal en gente que navega por el desierto a lomo de camello. Seamos condes­cendientes. Han concentrado en un punto del litoral embarcaciones llegadas de Oriente. Jamás hubieran podido trasladar al otro lado su pequeño ejército sin el concurso de marinos autóctonos y experi­mentados. Este trozo de mar es uno de los más peligrosos de la tierra; pues se combinan en estos parajes dos corrientes de gran potencia que son contrarias. Tiene una la velocidad de cuatro a seis millas; la otra dos. Según la marea, fenómeno desconocido del navegante medite­rráneo, cambian de sentido de modo para él incomprensible de acuerdo con las masas de agua que entran o salen del Océano. Luego, para complicar más la situación, está constantemente recorrido este pasillo por vientos violentos, cuyas ráfagas son tan repentinas que lo han convertido hasta nuestros días en un cementerio de barcos.

Según las crónicas, el conde Julián, gobernador del litoral, había prestado a los invasores cuatro lanchas con las cuales el desembarco se había realizado. Si cada una de ellas podía transportar cincuenta hombres con la tripulación —lo que seria un máximum— se hubieran necesitado treinta y cinco viajes para pasar los siete mil hombres de Taric. En promedio, hay que calcular un día para la travesía, dos con la vuelta. Setenta días eran necesarios para llevar a cabo la opera­ción; es decir, más de tres meses si se cuentan los días de mar arbo­lada, cosa allí frecuente. Por otra parte estaría el Estrecho impracti­cable en invierno. En otros términos, si se hubiera tratado de una invasión, el pequeño número de los primeros desembarcados hubieran sido degollados sin que fuera preciso la concentración de mayores fuerzas en Algeciras.

Para pasar los siete mil hombres de Taric era necesario contar por lo menos con un centenar de embarcaciones. Pero en esta época de gran decadencia marítima no era fácil encontrarlas. Los beréberes, que se sepa, no tenían flota. Sólo un pueblo en las inmediaciones hubiera acaso podido intentar la travesía: Eran los gaditanos.

Iban a Inglaterra desde el tercer milenio en busca de la casiterita y habían recorrido costa a costa el litoral africano. Acaso habían circun­navegado el continente. Eran ellos con gran probabilidad los ¿1ue habían transportado tres siglos antes a Genseric y a sus vándalos 16. No se conserva ningún testimonio. Se puede sugerir que tuvieran los barcos requeridos para este traslado de tropas. Y sin embargo... ¿no es un poco extraordinario que prestasen los andaluces sus navíos a quien venía a sojuzgarles? Si hubiera habido una confusión o un engaño con la operación de Taric, ¿cómo podía haberse repetido el mismo error con Muza, llegado meses más tarde, cuando sus fuerzas eran más numerosas y necesitaban una ayuda más considerable?

¡En fin! Era la invasión de España. Conocían los romanos el oficio de las armas. Dirigidos por cerebros que han demostrado una eficiencia poco frecuente en la Historia han necesitado trescientos años para conquistar España; tan sólo tres los árabes.

Cuando prosigue un invasor una ofensiva más allá de sus bases acostumbradas, debe consolidar otras para conservar en sus movi­mientos cierto margen de seguridad. Según la historia clásica, han menospreciado impunemente los árabes este principio elemental del arte militar. Sin haber recuperado las energías gastadas en un impo­nente esfuerzo, se empeñan en una nueva aventura. Llegan a Tunicia; inmediatamente se ponen en marcha hacia Marruecos. Han visto de lejos las olas del Océano, ya se embarcan para España. Pasan tres años con gran prontitud. No se paran ni para descansar, ni para disfrutar del botín conquistado, ni para saborear las chicas del lugar. Tienen prisa por entremeterse por los desfiladeros pirenaicos a fin de apo­derarse de Aquitania y de la Septimania.

Han descrito las crónicas estos hechos a despecho de la geografía. Mapas no poseen los invasores. No tienen objetivo alguno que alcan­zar. Se han contado estos acontecimientos con tal ingenuidad que admirado queda uno al advertir cómo burdas inexactitudes han sido repetidas por graves historiadores, sin que se les ocurriera confron­tarlas con un atlas cualquiera. He aquí algunos ejemplos sacados de la crónica, escrita en árabe, Ajbar Machmua, una de las que han alcanzado mayor autoridad:

«De todos los países fronterizos ninguno preocupaba tanto a Al Walid como Ifriqiya.» 17 Ifriqiya es la Tunicia de los antiguos. Para el cronista la vecindad de esta nación preocupaba a Al Walid. Igno­raba por lo visto que median tres mil kilómetros entre su Ifriqiya y Egipto y que en tan inmenso territorio intermedio no tenían las arenas del desierto, como las aguas del mar, dueño alguno que pudiera ser temido.

Después de la batalla de Guadalete apunta: «inmediatamente Taric se dirigió al desfiladero de Algeciras y luego a la ciudad de Ecija», como si se hallara en la proximidad. Es muy extraño que se atreviera un ejército enemigo a penetrar en tan estrecho cañón cretá­cico, en donde hubiera quedado atrapado como en una ratonera; pues se adelgaza en ciertos lugares hasta las dimensiones de una, calle estrecha, encuadrada por imponentes acantilados. Pero, desde la pequeña localidad de Jimena de la Sierra que se encuentra a su salida norte hasta Ecija, hay más de 160 kilómetros. En el camino hubieran encontrado los invasores ciudades importantes como Ronda y Osuna, cuya fundación era anterior a los romanos y a las que no alude el arábigo.

Ignoran los conquistadores lo que vienen a hacer en el país. No saben adónde ir. Son los cristianos los que les dan algunas ideas para que tengan motivo de ocupación, así el empleado de una agencia de viajes que propone excursiones a un futuro turista. No se trata de una broma. Escribe nuestro cronista:

«Sabedor Muza ibn Noçair de las hazañas de Taric y envidioso de él, vino a España, pues traía, según se cuenta, 18.000 hombres. Cuando desembarcó en Algeciras le indicaron  que siguiese el mismo camino que Taric y él dijo: «No estoy en ánimo de eso”. Entonces los cristianos que le servían de guía le dijeron: «Nosotros te condu­ciremos por un camino mejor que el suyo, en el que hay ciudades de más importancia que las que ha conquistado y de las cuales, Dios mediante, podrás hacerte dueño".»

En una palabra estaban a la merced de los peninsulares.

No se deje engañar el lector por comparaciones históricas, como la conquista de Méjico por Hernán Cortés. En el XVI poseían los españoles una superioridad aplastante sobre las poblaciones de Amé­rica. Jamás habían visto hombres blancos, ni animales que se pare­cieran a un caballo. No les cabía en la cabeza que se pudiera subir a horcaladas sobre sus lomos. Aprendieron a su costa que un jinete y su cabalgadura son dos objetos diferentes; pues se atemorizaban al ver que estos monstruos dividíanse en dos trozos, los cuales en lugar de morir, podían vivir por separado y a su gusto remendarse. Manejaban los españoles armas de fuego cuyo estruendo era más eficaz que sus balas mortíferas. Esta superioridad, técnica y humana, les daba una aureola mística que les ha favorecido en su conquista.

En la invasión de la península por los árabes están invertidos los papeles. Son los invadidos los que gozan de una civilización superior y en aquella época del arma de guerra por excelencia: la caballería. Ya está representado el caballo domesticado en las pinturas rupestres de nuestro solar y demuestran testimonios abundantes que había sido Iberia la yeguada más importante del Imperio Romano. Por otra parte, con mucha dificultad hubieran podido los marineros al servicio de los árabes hacer atravesar el Estrecho a sus cabalgaduras; tanto más con los escasos recursos de que disponían. Embarcar caballos ha sido siempre una operación difícil, dado su nerviosismo. Rara vez han aventurado su caballería las legiones por el mar. Cuando lo han hecho, disponían de anchas galeras que navegaban por las plácidas aguas del Mediterráneo. Los pocos ejemplares que hubieran podido mantenerse en las barcas del conde Julián, hubieran llegado a Europa en un estado lastimoso.

Después de la batalla de Guadalete, cuenta el cronista de Ajbar Machmua que ya no tienen los invasores infantería, pues todos los de a pie han podido apoderarse de un caballo; lo que indica que antes no los poseían. «Taric envió a Moguit a Córdoba con 700 jinetes, pues ningún musulmán se había quedado sin cabalgadura.» Mas ¡oh mara­villa!, logró ese escuadrón una hazaña extraordinaria, sin duda única en los anales de la guerra. Se apoderó de la ciudad más poblada de España, defendida por murallas importantes, construidas al final del Imperio Romano y de las cuales una parte aún se mantiene erguida.

Se trasluce entonces hasta la evidencia la gigantesca mistificación. Desde que los árabes después de la muerte de Mahoma se desparraman por medio mundo como oleada de un maremoto gigantesco, se apo­deran como por arte mágico de las ciudades mejor pertrechadas y fortificadas. Es la objeción que hace el general Brémond a la toma de Alejandría por hordas llegadas del desierto, cuando debía de tener unos 600.000 habitantes. Para dominar y arrollar sus fortificaciones, sobre todo las famosas de su ciudadela, se requerían máquinas potentes y complicadas. Esto era una norma militar en práctica desde la más remota antigüedad. Para construirlas, transportarlas y ponerlas en batería, eran necesarios medios considerables: ingenieros, obreros especializados, recursos financieros, etc. En una palabra era Impres­cindible una organización, la que probablemente no cabía en la cabeza de estos nómadas del desierto.

Y ¿cuando se trataba de ciudades situadas en lugares inexpugna­bles, como Toledo o Ronda? ¿No se ha mantenido independiente durante medio siglo esta última, oponiéndose a las tropas de los emi­res cordobeses cuyo poder no puede compararse con los medios de que disponían los Muza y los Taric? En general, los cronistas árabes que describen la invasión de la Península Ibérica, conscientes de esta dificultad, eluden la cuestión. Para el autor de Ajbar Machmua se deben estos éxitos al artilugio de astutas estratagemas. He aquí la que permitió a Muza rendir Mérida, ciudad que poseía, nos sub­raya, murallas «como jamás han construido los hombres similares». Habiendo empezado negociaciones con los asediados, «encontraron a Muza con la barba blanca y empezaron a insinuarle exigiéndole condiciones en que él no convenía y se volvieron. Tornaron a salir la víspera de la fiesta (del Titr) y como se hubiera Jheøaio la barba y la tuviera roja, dijo uno de ellos: “Creo que debe de ser uno de los que comen carne humana, o no es éste el que vimos ayer”. Por último, vinieron a verle el día mismo de la fiesta, cuando ya tenía la barba negra, y de regreso a la ciudad dijeron a sus moradores:

“¡Insensatos! Estáis combatiendo contra profetas que se transforman a su albedrío y se rejuvenecen. Su rey que era un anciano, se ha vuelto joven. Id y concededle cuanto pida"».

No era Mérida un villorrio habitado por trogloditas. Había sido Emerita Augusta en la época romana una de las grandes capitales de España. Durante la monarquía goda era renombrada por sus monumentos y sobre todo por la iglesia de Santa Eulalia que Prudencio en su descripción comparaba a las de Roma. Cierto, había perdido gran parte de su esplendor pasado, pero era todavía un centro impor­tante. Sin embargo, según nuestro cronista, ignoraban sus habitantes los artificios del aseo y... ¡que las barbas se pueden teñir!

Que una o más ciudades se hayan rendido por estratagema o por traición, se concibe. Pero que hordas salidas del desierto en Asia, en África, en Europa, se hayan apoderado como en una gigantesca redada de centenares de ciudades, algunas de las cuales eran las más impor­tantes entonces existentes, no puede concebirse. Alucinantes son en este caso la mentira y el delirio. Para los cronistas árabes de la primera época la conquista de España es el resultado de un truco formidable realizado por dos afortunados truchimanes. Pasados el siglo XI y la contrarreforma musulmana, se trata de un acontecimiento milagroso concedido a los creyentes por la Providencia para la mayor gloria del Islam.

Era menester explicar tan magno episodio de modo natural para apartar la idea de una intervención divina que hubiera favorecido a los muslimes. Han recargado los historiadores cristianos la situación de España bajo el gobierno de los visigodos con las tintas más negras. Aterrorizaban los germanos a los españoles. Un divorcio profundo dividía a la sociedad. Para sacudirse del yugo de estos amos insopor­tables estaban dispuestos a aliarse con el mismísimo demonio. Se ha hablado también de los judíos. ¿Cómo no? Habían naturalmente trai­cionado a la nación que en su diáspora los había recibido. Todas las locuciones grabadas al por mayor, las frases hechas que se repiten sin discernimiento, las más descabelladas ideas, han sido empleadas para dar a la fábula una apariencia de verosimilitud. Desde Jiménez de Rada (siglo XIII) han recurrido ciertos autores a los expedientes más extraordinarios para explicar el éxito de la fulminante ofensiva. Aún hoy, ¿no atribuía un colaborador de una voluminosa Historia de España la dominación árabe a la superioridad de su arte militar? Había atravesado la península su caballería invencible como una división blindada.

Durante tres siglos, del V al VIII, ha constituido la nación hispana una estructura importante, cuya cultura destaca en las de Europa Occidental. Podrá el lector en el curso de esta obra ponderar algunas de sus manifestaciones: su arte extraordinario hasta fechas recientes desconocido, su escuela de Sevilla cuyo Isidoro ha sido uno de los grandes maestros de la Edad Media cristiana. Por otra parte, han dado al traste los historiadores extranjeros con el mito de las invasiones realizadas por los bárbaros. Con ello el problema político de los germanos dominando a los españoles debía de plantearse sobre otras bases.

No eran los bárbaros invasores que habían asaltado y derruido las fronteras del Imperio Romano, como se ha dicho. Si hubiera sido así, les hubiera sido difícil atravesar por ejemplo los Pirineos y desparramarse por la península sin vencer fuertes oposiciones que hubieran dejado algún rastro en los textos. Nada existe que permita suponer tal cosa. Son mucho más sencillos los acontecimientos. Los germanos en estos tiempos eran sencillamente la guardia civil del Imperio. Cuando la descomposición general del tinglado político, económico y social, tuvieron sus jefes que tomar medidas enérgicas en sus circunscripciones respectivas por la sencilla razón de que eran los responsables del orden público; por lo cual poseían la fuerza armada.

Era esto la consecuencia de una larguísima evolución anterior. Como no podía el tesoro imperial pagar a sus mercenarios, se les había entregado haciendas para indemnizarles; estos legionarios bár­baros habían sido convertidos en federados, siguiendo un procedi­miento similar al proceso en virtud del cual se habían federado las ciudades. Mas, tenía que ocurrir un hecho ineludible: «Una unidad multar está instalada en unas tierras y se las ingenia para atender a sus necesidades. Entonces este regimiento no es un regimiento» (Gauth­ier) 18.

Por imposición de las circunstancias, estaban en el siglo V estos bárbaros tan bien romanizados y asimilados al ambiente general, que al verse obligados a ocuparse de política incurren en los mismos vicios que los ciudadanos romanos. Se dividen y se pelean entre sí; lo que demuestra que estos hombres, cualesquiera que fueran sus orígenes y su educación, estaban dominados e impulsados por fuerzas que no podían controlar. Con La ausencia de una documentación ade­cuada que permitiera ni tan siquiera pergeñar una visión panorámica de estos días aciagos, se han interpretado los movimientos militares que emprendían estas compañías como si fueran invasiones; cuando se trataba generalmente de operaciones de policía emprendidas para remediar una situación apurada. Con el curso de los años, atrapados por la rueda de la fortuna, tuvieron estas antiguas legiones que pro­nunciarse ante la anarquía universal de un modo hasta entonces jamás visto; pues se trataba de crear un orden nuevo. De aquí, alianzas y oposiciones entre sus jefes, los cuales de lance en lance se convirtieron en reyezuelos más o menos independientes y al fin y a la postre en auténticos monarcas.

Confusa era la época. Han contado a veces las crónicas estos acon­tecimientos de un modo que transparenta cierta animosidad en contra de estos gendarmes. Pero descontando las destrucciones y las desgracias propias del caso y probablemente inevitables, no tenían siempre los tiros una finalidad política. En lo que concierne a Espa­ña, basta con leer la crónica de Idatius (395-470), la única que poseemos acerca de estas invasiones en la península, para comprender que su autor al confundir a los invasores de su Galicia natal con los improperios más calificados, no lo hacía porque eran conquistadores extranjeros, sino porque eran arrianos. Cuando eran innecesarias o molestas estas compañías, se las podía dirigir hacia otro destino. Si los vándalos acaudillados por el temido Genseric hubieran sido unos invasores que conquistan Andalucía, ¿hubieran podido los vencidos andaluces deshacerse de ellos mandándolos a Tunicia, es decir... donde el diablo perdió el poncho?

Según Delbruck, en esta época no ha llegado la población ger­mana que vivía entre el Rhin y el Elba a sobrepasar el millón: cinco habitantes por kilómetro cuadrado 19. De ser así, no puede concebirse una invasión demográfica de estos pueblos sobre las berras medite­rráneas, que poseían en aquel entonces un clima distinto al actual y la mayor densidad del continente. Los visigodos romanizados desde fecha muy remota componían en la península una minoría ínfima. Poco a poco fueron asimilados y su influencia corno tales germanos ha sido escasísima en la cultura nacional, por no decir inexistente. No han dejado rastro de importancia en el idioma. Las palabras de origen godo que existen en el español, unas cincuenta según los filólogos, tienen una génesis anterior a la Alta Edad Media. En una palabra, por circunstancias que pertenecen a la descomposición del Imperio Romano y de su civilización, ha sido gobernada España por una casta militar extranjera. Ruda y basta de modales, siguiendo una constante histórica, se emparentó con las viejas familias que poseían la riqueza agrícola. La ley célebre en virtud de la cual fueron autori­zados los matrimonios mixtos no tenía en realidad otro objeto que confirmar una situación de hecho. No estaba destinada para la pobla­ción en general. Basta con leerla para apreciar que estaba dedicada a los romanos y a los godos que pertenecían a las clases sociales supe­riores. Era un acuerdo entre la casta militar y la aristocracia. No podía ser de otro modo desde el momento que los visigodos componían una minoría en la masa de la población 20.

Los autores que en fecha reciente han estudiado la España de la Alta Edad Media destacan el proceso de asimilación que se manifiesta desde el siglo VI entre godos e hispanos. En el VII adquiere un movimiento acelerado. Por consiguiente la interpretación que explicaba la conquista de España por las disensiones raciales o culturales exis­tentes entre ambas comunidades, es sencillamente falsa. Por otra parte, desborda la cuestión el marco de la península. Es todo el problema de la expansión del Islam el que de nuevo ha de plantearse. Pues las mismas dificultades se presentan en Oriente como en Occidente, en Aquitania, en Irán, como a orillas del Indo. En esta jornada de la epopeya humana había que eliminar los mitos y las falsas tradiciones. Han sido descritos estos acontecimientos en contra de las normas mas elementales del sentido común. Los autores modernos que los han estudiado eran especialistas capaces de leer en el texto las viejas cró­nicas escritas en árabe clásico. Por tradición de escuela estaban más adiestrados en ejercicios literarios o filológicos que en los grandes complejos del pasado. Eran eruditos, no historiadores. En sus trabajos repitieron en un lenguaje moderno los relatos que destacaban los antiguos manuscritos. Fija a veces estaba su atención sobre hechos menores que en general solían tener un alcance local. Les infundían recelo las discusiones concernientes a la evolución general de las ideas, sobre todo de las religiosas. Y así, el mito cuajado a lo largo de la Edad Media ha sido repetido hasta el siglo XX. No era esto muy apropiado para alcanzar una cierta comprensión de la historia del Oriente cercano, ni para desentrañar las grandes encrucijadas de la historia universal.

 



8 No hay que olvidar que el caballo y el camello, aunque perteneciendo a un mismo orden, el de los ungulados, están agrupados en familias dife­rentes. El camello es un rumiante, el caballo no lo es. Por esta razón ha podido adaptarse mejor que el caballo a las condiciones del desierto. Puede conservar en su estómago complicado los alimentos un cierto tiempo y aguanta mucho mejor la sed. Por otra parte, como otros rumiantes, así los antílopes, puede desplazarse con rapidez para encontrar un alimento raro y diseminado por el suelo.

9 Hay que buscar el origen del caballo Árabe en las praderas del Creciente Fértil y no en la Península Arábiga, porque desde tiempos muy lejanos poseía una facies desértica; siempre y cuando sea originaria esta raza de Asia y no haya sido el fruto de cruzamientos acertados realizados posterior­mente en África del norte o en otros lugares. Las alusiones al caballo que se hallan en el Corán son simples puntos de referencia a un nivel de vida superior que uno desea y con el cual se ilusiona. No son el testimonio de hechos concernientes a la vida cotidiana. <The idea that riding on horses was an indication of human pride and luxury is of corse as old as Biblical times.> Goitien: The rise of the Near Eastern bourgeoisy in early Islamic times. <Cahiers d’Histoire Mondiale.> Editions de la Baconniére, Neuchatel. T.     III, p. 594 (1957).

10 Lefebvre des Notes: Attelage et cheval ile selle.

11 General Brémond. Ibid., p. 41.

12 General Brémond: Ibid., p. 34.

13 E. Levi.Provençal: L’Espagne musulmane au X siécle. Larose. París. P.139. La cita es de Dm Idhari: Bayan, II, p. 181/288.

14 No quiere decir esto que no hayan conseguido fuerzas adiestradas atravesar el desierto sahariano. Nos constan dos expediciones logradas, de las cuales nos queda abundante documentación: La moderna campaña de Libia con la victoria de Montgomery, en condiciones «logísticas infernales, no obstante los medios modernos empleados>, y la razia emprendida contra Nigeria por el bajá Yaudar después de haber franqueado el Tanezruft (1590-91). Esta es la más importante para la comprensión de nuestro análi­sis, pues se hizo en las mismas condiciones, poco más o menos, que las realizadas por las tropas árabes, si en verdad atravesaron el desierto de Libia. A fines del siglo xvi mandó el sultán de Marruecos, Muley Hanied, un pequeño ejército para emprender una correría en la curva del Níger, comarca aún productora de oro, aunque su exportación no alcanzaba ya las cifras de los tiempos anteriores. Estas fuerzas en número aproximado a los 4.000 hombres estaban mandadas por el bajá Yaudar, un español oriundo de Las Cuevas, en el antiguo reino de Granada. Llevaba consigo unos dos mil arcabuceros, también españoles, especialistas en aquel entonces en el uso de esta arma. Esta es la razón por la cual tenemos constancia de los detalles de la expedición. Existen en la Academia de la Historia tres manuscritos en donde se relatan estas jornadas (452.9-2633). Fueron publicados por Jiménez de la Espada en el Boletín de la Sociedad Geográfica en 1877. Recorrieron estas gentes los dos mil kilómetros que median entre Marraquech y Timbuctú, de los cuales sólo 540 en el Tanezruft revisten la facies desértica similar a la que se manifiesta hoy día en el desierto de Libia. Se calcula que el 40 % por lo menos de estas fuerzas murieron en la travesía como conse­cuencia de las penalidades sufridas. Las restantes, repuestas en territorio nigeriano, consiguieron su objetivo gracias a la superioridad de sus armas de fuego. No tuvo esta razia para Marruecos ningún alcance político y pudo llevarse a cabo gracias al genio, a la resistencia física y al armamento de los hispanos. Varios autores han estudiado esta expedición, entre ellos García Gómez y el italiano Rainero. Últimamente Joaquín Portillo Togores ha pu­blicado un compendio de la cuestión con argumentos de carácter militar: La expedición militar del Bachá Yaudar a través del Sahara, en la <Revista de Historia Militar>, núm. 30 y 31, 1971. Al mismo pertenece la cita anterior.

15 E. Levi.Provençal: Histoire des musulmans d’Espagne, t. 1, p. 9.

16«La Puig>sanees marítima des Bardales et e Genséric leur a té fournie par les mar-iras andabas> E. F. Gauthier: Genséric, Payot, Paris, 1935, p. 109.

17 Ajbar Machmua. Esta cita y las siguientes pertenecen a la traducción española de Emilio La fuente Alcántara. Colección de obras arábigas de Historia y e Geografía que publica la Real Academia de La Historia. T. 1, Madrid, 1867.

18 E. F. Gauthier: Genséric, p. 23.

19 A pud. Gauthier: Genséric, p. 58.

20 Fuero juzgo. Ley 1. Tit. 1, libro 111: <Estonz complido quando ellos piensan del provecho del pueblo y ellos non se deven poco alegrar quarsdo la sentencia de la ley antigua es crebantada, la cual quiere departir el casamiento de las personas que son eguales por dignidad e por linage. E por esto coitemos la ley antigua e ponemos otra unión y establecemos por esta ley que ha de valer por siempre, que la mugier romana pueda casar con godo e la mugier goda pueda casar con omne romano.., e que el omne libre puede casar con la mugier libre qual quier que sea convenible por consejo e por otorgamiento de sus parientes.> <Estos años (586.601) fueron testigos también, por primera vez, de pro. mulgación de leyes que vincularon a toda la población de España, tanto godos como romanos; aunque la total unificación del sistema legal no fue completada hasta más de medio siglo después. El reinado de Recaredo fue también testigo de la desaparición ¿el modo de vestir godo, de sus formas artísticas y de su sustitución por las romanas.> E. A. Thompson: Los godos en España. Ed. cast. Alianza Editorial, Madrid, 1971, p. 356. Ed. original: The Goths irt Spain. Oxford University Presa, 1969. Aunque las leyes unificadoras de la sociedad española fueron enmendadas y posiblemente perfeccionadas por reyes posteriores, fue Recesvinto el que promulgó el Fuero juzgo. El texto anteriormente había sido estudiado y editado por autores españoles, lo que explica su manifiesta superioridad sobre sus contemporáneos, como lo han reconocido los autores modernos: Ferdinand Lot, Les irwosions germaniques, París, 1931, pp. 182.3. «De lo que podemos estar casi seguros es de que Braulio editó, tal como está, a petición de Recesvinto el manuscrito del Forum judicum, antes de que fuera pre­sentado al Concilio VIII de Toledo.> C. H. Lynch: San Braulio, obispo de Zaragoza (631.651), su vida y sus obras, C.S.I.C., 1950, pp. 158-172, en las que estudia la labor realizada por este humanista como canonista.

 

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