ASÍ SE ESCRIBE LA HISTORIA
PUERTA DE SAN MIGUEL - MEZQUITA DE CÓRDOBA
Los
vencedores escriben la Historia: la pretendida objetividad de las ciencias
sociales es una frágil norma conculcada cuando lo exigen los intereses de las
clases dominantes, ya sean económicas, políticas, religiosas o intelectuales.
Tal es el caso de la Historia y, muy especialmente, la de España. Es
comprensible que la Historia se tergiverse: los hechos son mudos, amasijo
informe de datos y sucesos que cada historiador entresaca, ordenándolos y colocándolos
para formar el cuadro que le
satisface. El andamio mental, los anaqueles y nichos donde el historiador coloca
los hechos, son el punto débil de la Historia: para decir qué hechos son los
relevantes y dónde se colocan, hay que mirarlos teniendo una teoría previa, y
ésta no es objetiva y no puede serlo; es una preconcepción, un punto de
partida subjetivo, un partí
pris existente en la
mentalidad del historiador y que está allí por motivos de clase, de educación
recibida, o de propensiones temperamentales y personales.
La
teoría previa o visión del mundo con que se abordan «los hechos» para
escribir la Historia es elemento decisivo: los mismos hechos, tomados desde
puntos de vista distintos, se prestan a interpretaciones dispares. Conviene, por
tanto, para comprender la Historia, cambiar de coordenadas teóricas y mirarla
desde el mayor número de puntos de vista posibles. No son los hechos y las
fechas lo que conviene estudiar, sino los puntos de mira diferentes, las
distintas interpretaciones, las redes mentales distintas con que se pesca en el
océano confuso de los tiempos. Cada red saca los peces que más le convienen;
proponemos aquí uno de los posibles cambios de perspectiva para repensar esta
incomprensible historia que se enseña a los españoles con el nombre de
Reconquista. Creemos que un punto de vista nuevo sobre los hechos puede resultar
tan estimulante para el lector, como irritante para los inmovilistas
intelectuales y políticos.
Uno de los aprioris más repetidos es el de dar un sentido progresista a la Historia, marcando con un juicio de valor positivo todos los episodios que favorecen: 1) la unidad nacional y 2) los propósitos de los vencedores. D. H. Lawrence comenta con sorpresa la predilección de los historiadores por los romanos frente a los etruscos. Lawrence, ante los restos de la cultura etrusca lamenta su destrucción a manos de los romanos; el hecho de que los romanos vencieran no les da más razón, sólo indica que eran más fuertes y menos civilizados que los etruscos.
Como
los vencedores suelen ser, por lógica, más bárbaros, resulta que los del
Norte, en sus diversas avalanchas: arios, dorios, romanos, godos, francos,
americanos, son apreciados como triunfadores en tanto que los del Sur, como
vencidos, se tienen por raza debilitada, decadente, casi degenerada. El
prejuicio de los historiadores, en su mayoría nórdicos, por los vencedores, en
su mayoría nórdicos, hace que Grecia se explique por los dorios, olvidando que
su cultura había nacido ya en Creta; que Italia se explique por los romanos,
cuando son los etruscos quienes civilizan a éstos y mil años después vuelven
a civilizar Europa con el Renacimiento; que Iberia se explique por los vascos,
cuando son los andaluces quienes han encarnado la cultura ibérica, dando el
mayor número de sabios, artistas y poetas; que Francia se explique por los
francos, cuando en realidad es su mitad mediterránea la que afianzó la cultura
trovadoresca que puso las bases del Renacimiento italiano.
Quiero citar aquí las palabras de D. H. Lawrence sobre la visión histórica de los vencedores: "Los etruscos, como todo el mundo sabe, eran el pueblo que ocupaba el centro de Italia en los principios de Roma ya los cuales los romanos, en su modo usual de tratar a los vecinos, borraron del mapa para hacer sitio a Roma con R mayúscula. Este parece ser el resultado inevitable de la Expansión con E mayúscula, que es la única razón de ser de gente como los romanos."
Mucha
gente desprecia todo lo anterior a Cristo que no es griego, por la sencilla razón
de que debería ser griego si no lo es. Así que los restos etruscos se
minimizan como débiles imitaciones grecorromanas. Y un gran historiador científico
como Momsen casi no reconoce que existieran los etruscos. Su existencia le era
antipática. El prusiano dentro de él estaba prendado de lo prusiano en los
conquistadores romanos. Siendo un gran historiador científico, casi niega la
misma existencia del pueblo etrusco. Además, los etruscos eran viciosos, lo
cual sabemos porque sus enemigos y exterminadores así lo dijeron. Sin embargo,
aquellos puros, sanos, limpios romanos, que aplastaron nación tras nación y
destrozaron ci espíritu de libertad en pueblo tras pueblo, y que fueron gobernados
por Mesalina y Heliogábalo, dijeron que los etruscos eran viciosos. De modo que
basta. Quand le maítre parle,
tout le monde se tait. Personalmente,
sin embargo, pienso que si los etruscos eran viciosos, yo quisiera serlo como
ellos. Para el puritano, todas las cosas son impuras, y los astutos vecinos de
los romanos al menos evitaron ser puritanos. Todo es cuestión de sensibilidad.
Fuerza bruta y prepotencia pueden hacer un gran efecto, pero al final, lo que
vive, vive por su sensibilidad delicada. Es la hierba del campo, frágil entre
todas las cosas, lo que mantiene la vida. Si no fuera por ella, ningún imperio
se levantaría ni hombre comería pan, y Hércules, Napoleón y Henry Ford no
podrían existir.
Antes
de que Buda y Jesucristo hablaran, cantaba el ruiseñor, y mucho después que
las palabras de ellos se pierdan en el olvido, el ruiseñor cantará aún:
porque no predica, ni enseña; no urge ni ordena, sólo canta. Cuando un idiota
mata un ruiseñor de una pedrada, ¿acaso es por ello más grande que el ruiseñor? Porque los romanos quitaron la vida
a los etruscos> ¿acaso eran más grandes que los etruscos? En modo alguno. Roma cayó y con
ella el fenómeno romano. Hoy Italia es más etrusca en su pulso que romana, y siempre será así;
es como la hierba natural de Italia, ¿por qué volver al mecanismo y supresión latinorromano?»
Lawrence escribía esto en pleno auge del fascismo mussoliniano, cuando el Duce, como Franco en España,
rememoraba fastos imperiales, buscando apoyar su dudoso carisma en la tramoya del Imperio
romano. Recuerde el lector lo que por entonces escribían los historiadores españoles adictos
al régimen, nuestros intelectuales y filósofos.
Para
estos historiadores, que aún inspiran buena parte de los libros de texto
vigentes en las escuelas, todo lo que favorezca el triunfo de los austeros
guerreros del Norte sobre la degenerada molicie de los civilizados sureños irá
en provecho de la Historia, que se identifica con el progreso de la unidad
nacional, consolidada normalmente por los vencedores. ¿Por qué se nos hacía
estudiar en el bachillerato aquella interminable lista de caudillos, cabrerizos
bárbaros, llamados reyes godos? No cabe otra explicación, dado el escaso
impacto de los godos —unos 80.000 según Vicens Vives— que la de afianzar la
monarquía absoluta, a la cual, por cierto, la longitud de la lista estuvo a
punto de hundir físicamente cuando se colocaron en la azotea del Palacio de
Oriente las estatuas de todos los reyes godos, hoy bajados del alero y dispersos
por los parques de Madrid y ciudades de provincia. La magnificación de los
godos se corresponde con otro proceso de manipulación histórica, que nos
afecta muy de cerca en España: la pretendida invasión de los árabes.
El
historiador Ignacio Olagüe, cuidadosamente desconocido en nuestro país, publicó
en París, en 1969, un resumen de sus trabajos, iniciados en 1938, para
establecer las bases de una nueva interpretación de la historia de España;
el libro, que completa y sintetiza su obra La
decadencia española y otras
publicaciones posteriores, se titula en Francia Les
arabes n’ont jamais envahi l’Espagne, aparecido
en traducción española con un título, que ya debe poner sobre aviso al
lector: La revolución islámica
en Occidente. Al parecer hay
cosas que, en castellano, no se pueden decir. Sin embargo, es menester que se
digan, o no se saldrá nunca de esta ficción abstracta que quiere imponerse
como España. La posibilidad de una convivencia ordenada y estable entre los
pueblos ibéricos depende de que se afronten y acepten, de una vez por todas,
los hechos de nuestra formación histórica en toda su crudeza de conquista y
ocupaciones territoriales, sin enmascararla con cruzadas, Clavijos, Campeadores
y caballos blancos de Santiago. Sobre esta base, lo pasado estará pasado,
pero quedarán más claras las verdaderas relaciones actuales de poder.
La tesis de Olagüe es que la islamización de España no fue una invasión armada, sino una difusión cultural por la cual los hispano romanos adoptaron la cultura más avanzada de la época, que era el Islam, prefiriéndola a la barbarie de los visigodos y demás invasores del norte europeo.
El
tema, aunque apasionante, no pasaría de disquisición académica si no fuera
porque implica una cuestión de enorme relevancia histórica para el momento político
actual. Si la tesis de Olagüe es cierta, nos encontramos ante una más de las
manipulaciones de la Historia con fines políticos. Los fines no serían otros
que justificar la ocupación militar de las regiones costeras españolas por el
ejército astur-leonés, castellano y catalano-aragonés. Si lo que dice Olagüe
es cierto, “los árabes” no eran otros que los propios habitantes de las
ciudades y comarcas españolas, que se erigían en grupos independientes —los
taifas— en un sistema de autonomías descentralizadas muy parecido, en cuanto
a dimensiones, al ideal de la polis griega. Entonces “la
Reconquista” sería el movimiento imperialista
de un grupo guerrero para imponer su hegemonía sobre unos territorios autónomos.
La
teoría de la guerra de religión, “la
cruzada” se usaría entonces, como se usó
en 1936, para justificar una guerra cuyos objetivos eran económicos y de poder.
En esto cooperaría interesadamente la
Iglesia, por medio de los clérigos que
escribieron la historia en los siglos X y XI, lo cual tuvo el máximo interés
en atribuir la conversión española al Islam a una invasión sangrienta,
disimulando así un fracaso de proporciones colosales.
Es
una constante en la Historia que los guerreros montañeses y esteparios ataquen
las ciudades ricas y civilizadas de los valles costeros; así sucedió
repetidamente entre las estepas y montañas del Asia Central y las culturas
china, india y mediterránea. Igual sucedió en la Península Ibérica entre las
montañas y mesetas norteñas y las regiones andaluza y mediterránea. Luego,
los historiadores han disimulado esta antigua situación de ocupación bajo una
leyenda de cruzada, reconquista y liberación. Para ello, previamente tuvieron
que inventar una “invasión”. En esta explicación se olvidaron,
curiosamente, de aludir al tradicional espíritu de independencia de los pueblos
ibéricos, tan recalcado en otras ocasiones: ninguno justifica por qué un país
que se distingue por sus luchas de independencia, su valentía y sus guerrillas,
fue sometido por 25.000 “árabes” en tres años, sin resistencia alguna.
La
verdad, según Olagüe, seria que los árabes no invadieron España y que
fueron, en cambio, los guerreros
del Norte los que conquistaron las ciudades ricas del Sur y del Mediterráneo,
destruyendo una cultura que éstas habían elaborado, sintetizando la base
ibero romana con elementos adoptados
del foco cultural más civilizado de la época: el Islam. Con esto no se quiere
decir que no vinieran árabes a España. Vinieron muchos una vez islamizada ésta.
Lo que no vino fue un ejército invasor, sino una serie de comerciantes, intelectuales e
incluso caudillos árabes exiliados que provocaron una revolución cultural en la península. Por
ejemplo, como señala Lévy-Provençal, en el año 822 llegó a Córdoba el poeta Ziryab, favorito en
desgracia de Haroum-al-Rashid, que enseña a la Corte cordobesa las normas del amor cortesano, la
galantería, la etiqueta e incluso la elegancia y estética personal que se practicaba en la Corte
de Bagdad. El collar de la
paloma, de Ibn Azam es una estela del paso de Ziryab por Córdoba romana y
mora. Las verdaderas invasiones musulmanas no se produjeron hasta siglos más tarde, cuando,
apretados por los reyes cristianos, los andaluces llamaron en su ayuda a los almohades, almorávides
y benimerines, que vinieron del norte de Africa a partir del siglo XI.
Los argumentos en que se funda Olagüe son difíciles de resumir y por ellos sugiero que los evaluemos por sí mismos; expuestos sucintamente, los más importantes son estos cuatro:
1) Las crónicas en que se habla de una invasión árabe son un texto de Isidoro Pacense, cuya narración llega hasta 734, una historia en lengua árabe por Ibn-Abir-Rika (891), otro del egipcio Abd-al-Hakkan (871), dos crónicas en latín, la de Alfonso III en 833 y la Crónica de Albelda, de la misma fecha; los demás escritos ya son de los siglos XI y XII y en árabe. Según Olagüe, basándose en estos textos no se puede inferir que se produjera una invasión armada árabe en la península; por ejemplo, en la Crónica de Alfonso III se dice que en Covadonga lucharon 240.000 árabes cosa harto dudosa porque no caben.
2) La famosa traición del conde Don Julián en la batalla de Guadalete puede ser interpretada así: Don Julián, noble andaluz, combate por su independencia contra el godo Rodrigo —recordemos que la Bética no fue goda— y llama en su ayuda a aliados del otro lado del Estrecho.
3) Un ciudadano hispanorromano, civilizado y culto, en los siglos VII y VIII, ante la alternativa de una cultura visigoda bárbara, y más rudimentaria aún en el norte de Europa, tenía que volverse hacia la única cultura civilizada de aquella época, la islámica, heredera y portavoz de la sabiduría antigua.
Los hispanorromanos se islamizaron, igual que ahora, por otros motivos, nos americanizamos sin necesidad de que desembarquen los marines en el Guadalete.
4)
Es muy difícil entender cómo en cien años, los árabes, que eran unas tribus
nómadas necesariamente poco numerosas, conquistaron un imperio de 9.000 kms, en
tiempos cada vez más cortos cuanto más se alejaban de su base; 53 años para Túnez,
10 para Africa del Norte y 3 para la Península Ibérica. Según el mito de la
invasión, Tarik tenía 7.000 hombres y Muza traía 18.000; de modo que con
25.000 hombres derrotaron en tres años a los diez millones de iberromanizados
que a la sazón ocupaban la piel de toro, que resultó, en esta ocasión, un
manso sobrero incompatible con las ancestrales tradiciones heroicas de Numancia,
Viriato, Indíbil y Mandonio, Daoiz y Velarde y demás glorias nacionales.
Lo
que sucedió, según Olagüe, fue una difusión cultural por la que Iberia adoptó
la cultura islámica, excepto en ciertos reductos norteños, cántabros y
pirenaicos que iniciaron una guerra de conquista y unificación territorial.
Tanto los conquistadores cristianos, para dar un motivo religioso a sus
ocupaciones, como los religiosos cristianos para justificar su fracaso en la península,
estuvieron interesados en fomentar el mito de una invasión armada árabe, cuando
la «Reconquista» fue, en realidad, una guerra civil.
Desde esta perspectiva, la reforma agraria pendiente en España no sería otra
cosa que el pago de las reparaciones de aquella guerra de conquista, sin "re".
La
historia que se solía enseñar en el bachillerato para explicar la crisis
medieval de España despreciaba al mahometano y enaltecía al cristiano, cuando
éste fue en realidad mucho más bárbaro intransigente, fanático y destructor
que el hispanorromano islamizado. La España de los Reyes Católicos cristianizó
América por los procedimientos de todos conocidos. La España de Ibn-Arabi de
Murcia, Ibn-Azam de Córdoba, Maimónides, Averroes, Arnau de Vilanova y Ramón
Llull de Mallorca, ambos educados en la cultura árabe, prefiguró los
trovadores, inspiró al Dante, hizo posible el Renacimiento y dio origen a la
presente cultura occidental. De todos es sabido que los Reyes Católicos no
cumplieron los pactos firmados por los granadinos sobre el respeto a su cultura.
Por lo demás, no hay más que verlos injertos de Carlos V en la mezquita de Córdoba
y la Alhambra para comprender quién era el bárbaro.
La
carencia de sentido común corriente entre los especialistas, que por desgracia
son casi los únicos hoy que escriben libros y forman
la opinión, les ha impedido preguntarse cómo es posible que un pueblo nómada
como el árabe, que se desplaza en un desierto de arena y habita en tiendas,
tenga una arquitectura propia capaz de producir la Alhambra, el Alcázar de
Sevilla o la mezquita de Córdoba. Andalucía, en cambio, sí tenía tradición
ancestral de constructores, como la tenía Iberia desde tiempos de los dólmenes,
es decir, antes que casi todo el mundo. El arco de herradura, atribuido
gratuitamente a los árabes, aparece en cenefas de cerámica ibera; en el
acueducto de Mérida, las piedras de dos colores ya se utilizan en los arcos,
como se hará después en la mezquita de Córdoba.
Me
parece una hipótesis de trabajo digna de atención suponer que el genio
constructivo autóctono, estimulado por las necesidades de culto islámico y
enriquecido por los elementos ornamentales adoptados de Persia por los
mahometanos, es el autor de la llamada arquitectura árabe andaluza. En realidad
es andaluza, hecha por andaluces islamizados y mozárabes, bajo el gobierno de
unos pocos árabes de la familia califal. Los árabes, en el desierto, como
cualquier nómada, no conocían la arquitectura.
En
nuestro país se repite una sorprendente tendencia masoquista a entregar a los
otros la autoría de las obras propias, como si la Península Ibérica hubiera
sido una permanente tribu de salvajes. Cuando los romanos nos invaden y sojuzgan
a sangre y fuego, se dice que los romanos civilizaron España: nos olvidamos de
que existió Tartesos, de las ciudades iberas, de las calzadas celtas, de los baños
termales usados desde la Prehistoria. Nos olvidamos, sobre todo, del lenguaje.
¿Es que antes de venir los romanos aquí no se hablaba? ¿Acaso nos pueden
hacer creer que un campesino de los valles pirenaicos aprendió el latín,
cuando hoy todavía no sabe el castellano? Y lo mismo cabe decir de Galicia. El
latín se hablaría en las ciudades administrativas, en los puertos y en los
tribunales, pero la inmensa mayoría del pueblo ni hablaría latín entre ellos,
como ahora no hablan castellano, ni siquiera habría visto un romano, entre
otras cosas porque no había bastantes para cubrir el territorio desde Baalbek a
Cádiz y llegar, además, a Andorra.
¿Qué
se hablaba entonces en estos pagos? Lógicamente lo mismo que ahora pero en
versión antigua. Un lenguaje no se erradica si no es por genocidio o
desplazamiento total de la población,cosa
que los romanos no hicieron porque en Roma no había gente suficiente para
poblar el imperio. Aquí se hablaba un lenguaje que cubría desde la Toscana a
Alicante y Burdeos, la lengua d’osc,
el idioma de los oscos o antiguos ligures que cubría todo este arco mediterráneo
y que fue el idioma que continuó al caer el imperio. De él se derivan las
llamadas lenguas románicas que son hermanas entre sí, pero no hijas del latín.
El latín se usó más intensamente en la Edad Media por los eclesiásticos y
quedó en los documentos escritos, mientras que el lenguaje vernáculo
continuaba su milenaria utilización oral. De ahí que valenciano y catalán
sean comunes; no desde la conquista de Jaime I, sino desde la Prehistoria. Pero
todo esto no conviene a los centralismos, que prefieren un latín conquistador
como origen de toda cultura.
Iberia dio a Roma sus mejores emperadores, a los árabes su arquitectura y esplendor científico, a Europa su primera poesía lírica —los trovadores— y la primera filosofía en lengua vernácula —Ramón Llull—; también creó la arquitectura románica y prerrománica, mal llamada visigótica, atribuyendo una vez más a los visigodos un talento constructivo que como nómadas y bárbaros itinerantes no podían tener. Convendría revisar la historia de nuestra aportación artística aplicando estas hipótesis que parecen de sentido común. Si aún no se ha hecho, la razón es penosamente obvia:
1)
Los especialistas escriben tesis a partir de lo ya escrito, y 2) los
especialistas que aspiran a una cátedra universitaria no osan proponer teorías
que se desvíen de lo aceptado por los maestros que los examinarán en el
tribunal de oposiciones. Por eso ha de ser un ignorante pero humilde venerador
del sentido común, sin aspiraciones universitarias, como quien esto escribe, el
que haya de poner sobre la mesa la clamorosa tergiversación de la historia y la
cultura que se ha perpetrado ad
matorem gloria de Roma y de
todos los centralismos imperiales, ya sean de París, Madrid o Berlín.
Como
el nuestro debe ser un país tan creativo como despreocupado y modesto,
atribuimos lo producido aquí al conquistador de turno: romano, visigodo, árabe,
aunque éste sea manifiestamente un nómada sin tradición cultural o un
guerrero que toma su cultura de los componentes del imperio. Se cumple aquí el
dicho de la doliente copla andaluza: “
Tengo las manos vacías de tanto dar sin tener, pero las manos son mías”.
¿Acaso el bisonte de Altamira no resuena en la línea de Picasso, y los
petroglifos ibéricos en los signos de Miró?
Que
la cultura de Al-Andalus era la más avanzada de Europa entre los siglos VIII y
XII, está fuera de toda duda. Por lo mismo, hicieron un flaco favor a España
los aguerridos cristianos que la destruyeron, trocando las escuelas de filosofía
en conventos, las matemáticas en salmos y la sensualidad árabe en austeridad
mesetaria. No hay más que comparar una mezquita o palacio árabe con una
iglesia cristiana para darse cuenta del retroceso oscurantista que supuso la
Reconquista.
La
lápida sepulcral de Fernando III ¿el
Santo? está escrita en latín,
árabe y hebreo; en la escuela de traductores de Toledo convivían sabios de las
tres religiones; en la España islamizada hubo siempre tolerancia para los
cristianos y judíos, conviviendo las tres culturas en un clima de mutua
fertilización del que son pruebas el arte mozárabe, la literatura medieval, la
ciencia andalusí, los místicos castellanos, los cabalistas de Gerona, los cartógrafos
mallorquines, la huerta de Valencia y Murcia, Ibn Gabirol, Maimónides, Averroes,
Ibn Arabi, Nahrnanides, Lulio, Abulafia y tantos otros precursores de la ciencia
y el pensamiento occidentales.
Américo
Castro señalaba con razón la importancia de las tres culturas en la formación
de la historia de España; sin ellas y su pacífica coexistencia no se comprende
nada. Sólo a partir de 1215 las órdenes de predicadores, introductores de la
Inquisición, creada para arrasar la cultura trovadoresca y cátara, iniciaron
el proceso de intransigencia que culminaría con las matanzas de 1391 y la expulsión
de 1492. Ahí se acabó la historia creativa de España y su proyección militar
colonial, a la par que la cultura se encerraba en graníticos escoriales de
dogmatismo.
Pese
a todo ello, se enseña, según la historia de España en versión oficial, que
la Reconquista fue esa proeza, acreedora a nuestra enorme gratitud, por la cual
fuimos «liberados» del invasor. Según Olagüe, la Reconquista fue la
verdadera invasión que todavía dura.
Los
que ahora polemizan sobre autonomías regionales, harían bien en poner en
crisis la versión oficial de la historia de España elaborada por los
centralistas para justificar su dominio. Y harían bien en revisar su visión
sobre el «invasor» árabe que ha servido como justificación para toda clase
de imperialismos. Entre los escritores españoles, con escasas excepciones, ha
existido una injustificable actitud de ignorancia, cuando no de hostilidad —
la Alhambra, ese palacete construido con cuatro palitroques—, hacia el período
de la cultura islámica en España. En un momento en que ya han aparecido las
obras de Asín, Lévy-Provençal, Nylk, Focillon, Abadal, Sánchez Albornoz, Gómez
Moreno, Dozy, Pérés y el propio Olagüe, cabe preguntarse si esta postura
ideológica de ignorancia no será un paralelo mental preciso a la dominación
periférica de España por el centro. El propio Ferran Soldevila, que en su Historia
de Cataluña está defendiendo
la independencia de ésta con respecto a Castilla, llama «reconquista» de
Tortosa lo que fue imperialismo de Barcelona sobre esta ciudad vecina
independiente. Si se quiere autonomía regional, es preciso estar dispuesto a
reconocer, por la misma lógica, autonomía comarcal dentro de las regiones. Y
si se denuncia el imperialismo castellano, también habrá que considerar el de
Barcelona sobre las comarcas catalanas.
En la guerra civil, Covadonga, cuna de la Reconquista, fue liberada, merced a una de esas justicias poéticas que a veces tiene la historia, por un tabor de Regulares. La historia de España aún no ha conocido una parecida inversión de papeles. Quienes se ocupen en serio de las autonomías regionales deberían empezar por esta revisión, para situar sus argumentos en la perspectiva histórica correcta. Las cosas cambian mucho cuando se piensa que los taifas fueron aniquilados, no porque eran moros, sino porque eran independientes.