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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES

 

RIBERO MENESES    PRINCIPAL

     Jorge Mª Ribero-Meneses


 

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- LA DESTRUCCIÓN DEL MUNDO PRIMIGENIO -

 

Hace alrededor de cincuenta mil años, una civilización con centenares de miles de años a sus espaldas, se vino repentinamente abajo. Responsable de ello, una catástrofe natural de colosales proporciones. Un terremoto y un diluvio aunados, presumiblemente auxiliados en su labor destructora por un maremoto.

Lo que hacía diferente este último cataclismo padecido por el mundo primigenio, de todos aquellos que le habían precedido, era su dimensión, su extraordinaria virulencia. Antes de él, los valles que circundaban a los montes "Asia", "Libia" y "Europa" -los tres macizos montañosos o "continentes" que configuraban el mundo primigenio-, se veían periódicamente anegados por ingentes avenidas de agua que devastaban cuanto hallaban a su paso, sembrando de muerte y de desolación aquellas tierras. Sin embargo, una vez remitía la furia de las aguas y las corrientes de los ríos volvían a la ortodoxia que les señalaban sus pedregosos cauces, la vida en todos aquellos valles renacía en todo su esplendor, espoleada, si cabe, por la extraordinaria humedad que la inundación pasada había dejado en las esponjosas y mullidas praderas de ese feracísimo rincón de la geografía de nuestro planeta.

Así se explica el que el hombre, aplicando sabiamente la exactitud de ese aserto castellano que pretende que "después de la tempestad viene la calma", olvidara en seguida las calamitosas consecuencias del revés que acababa de sufrir, y volviese de nuevo al que ha sido y será siempre el principal motor de su comportamiento: la lucha por la subsistencia. La conservadora lucha por la subsistencia.

 

De ahí el que la Humanidad, conservadora por naturaleza, olvidase pronto los estragos que regularmente le deparaba el solar ancestral de sus antepasados, y se aprestara a reemprender la marcha, obteniendo el máximo provecho posible de aquellas tierras que los dioses habían "seleccionado" cuidadosamente para ella.

Algunos individuos se marchaban, "desertaban" y no volvían jamás. Ciertamente. Pero eran los menos. Los más permanecían fieles a sus raíces. Fieles a sus tradiciones. Fieles a sus dioses.

Y es que el Paraíso era mucho mas que una montaña. Era la divinidad misma. Una divinidad protectora que tutelaba a los hombres que moraban en torno a ella y que velaba por su felicidad y supervivencia. Y también, claro está, una divinidad justiciera, una divinidad enjuiciadora de los comportamientos humanos, dispuesta a castigarlos con todo rigor en el momento en que el hombre transgredía, de manera grave, sus dictados y prescripciones. Los dictados de rectitud y de moralidad que la conciencia humana entendía habían sido establecidos por Dios.

Las catástrofes que periódicamente asolaban las tierras del mundo primigenio, no podían ser motivo de una deserción generalizada por parte de sus habitantes, en razón a que no tenían otro carácter que el de meros "ajustes de cuentas" de los dioses contra las desviaciones de los hombres. Ajustes de cuentas que el hombre encajaba "religiosamente", plenamente convencido de que se había hecho merecedor de ellos. Ahora bien, de ahí a que se rebelase contra la divinidad y a que llegase a renegar de ella y a buscar nuevas tierras de asentamiento, había un enorme trecho. Trecho que sólo algunos osados o descreídos  -que siempre los ha habido "en la viña del Señor"- se atrevían a recorrer, con mejor o peor fortuna y convencidos, en cualquier caso, de que con ello se estaban haciendo merecedores de la maldición divina o, lo que es lo mismo, de que al desertar del Paraíso, estaban renunciando a la protección y el amparo que el cielo les procuraba en tanto permaneciesen en él.

Puede parecer infantil y hasta absurdo para la mentalidad del hombre contemporáneo, pero es un hecho que todo este "statu quo" religioso, urdido a base de remotísimas creencias y supersticiones, ha sido -junto con el originario carácter insular del Paraíso- el que ha determinado el que la Tierra haya permanecido virtualmente despoblada hasta épocas muy próximas a nosotros, habiéndose poblado tan sólo, de una manera definitiva, en el momento en que con la total destrucción del Edén, el hombre interpreta que su montaña sagrada, su propio Dios, había muerto.

 

El Paraíso había perecido, como habían perecido buena parte de sus pobladores, en el momento en que toda la meseta, la acrópolis que coronaba su cumbre -y que como documenta Platón custodiaban celosamente las milicias atenienses-, se vino literalmente abajo, enterrando a cuantos moraban en ella.

El cambio cualitativo es, pues, importante. No se trataba ya de un castigo divino. Eran los propios dioses quienes demostraban su fragilidad, al dejarse matar al mismo tiempo que los hombres. A partir de ese momento, ¿qué protección podía esperar el hombre de unas divinidades que habían dado tan elocuentes pruebas de debilidad? ¿Qué dioses eran ésos que resultaban tan vulnerables como los hombres?

Aquel era, incuestionablemente, ese "fin del mundo" que la Humanidad ha presentido siempre como algo próximo e inevitable.

Con ventaja sobre todos los diluvios y catástrofes conocidos y sufridos por el mundo primitivo, la destrucción de La Tierra originaria ha sido, sin la menor duda, el episodio más trascendental de toda la historia de la Humanidad. De no haber sido por ella, ¿quién sabe si nuestro planeta no permanecería todavía despoblado, como de hecho lo ha estado prácticamente hasta ayer mismo y por espacio de muchos millones de años?

Antes de la destrucción del mundo primigenio, la Humanidad fue una. Después de ella -tras el hundimiento de la "torre de Babel"-, la Humanidad se hizo varia, dispersa... e inevitablemente antagónica. Conservar la unidad y hasta una relativa armonía, resultaba posible en tanto que todos los hombres permanecían próximos unos a otros. Perpetuar esa unidad resultaba utópico, en el momento en que cada pueblo se desperdigaba en una dirección determinada, sentando las bases, en un espacio geográfico concreto, de lo que había de llegar a constituir la esencia de su identidad nacional, . de su singularidad ante y frente a todos los demás pueblos. Aquí y así nacían los nacionalismos. Aquí y así nacían la violencia y la insolidaridad que, desde entonces, han presidido los destinos de la Humanidad.

Recuérdese que antes del hundimiento de la "torre" de Babel, todos los pobladores de la "Tierra" (el mundo primigenio) hablaban una misma lengua. A raíz de esa catástrofe, sin embargo, los pueblos se escindieron, se dispersaron, y en ese mismo momento, al tiempo que se modela ron las distintas lenguas, se consumó el fraccionamiento de la especie humana.

La lengua es el principal vehículo de unión y, al mismo tiempo, el más enconado motivo de discordia. Hasta que un pueblo no posee una lengua propia, carece de verdadera identidad diferencial. Sin embargo, en el momento en que la posee, nace automáticamente en él la conciencia de su singularidad y su reticente o nula disposición a fundirse a otros pueblos.

 

Se comprenden bien los móviles netamente moralizantes que indujeron a la invención del esperanto y al intento ingenuo y utópico de llegar a implantado en todo el mundo. Sin embargo, una vez que la diferenciación se ha consagrado, una vez que la historia se ha hecho, cualquier empeño que pretenda reconstruir el sentimiento de unidad que un día alentó entre todos los seres humanos, resultará virtualmente imposible.
 

Nada de cuanto sucede, sucede en vano. y si la lengua se ha roto y la Humanidad se ha roto con ella, esa herida, supuesto que pueda llegar a cicatrizar, no lo hará sino al cabo de muchísimo tiempo. Y ello, claro está, partiendo del principio de que la herida no siga sangrando, abierta una y otra vez por nuevas disensiones, por renovados mo­tivos de discordia y de distanciamiento.

 

Así se viene escribiendo la Historia, desde que un diluvio y un terremoto aunados, dieron al traste con una civilización portentosa, con un mundo coherente y relativa­mente unido, que paradójicamente, estaba llamado a servir de germen, de imprevisto caldo de cultivo para esa civilización beligerante y "crispada" que hemos heredado.

El Paraíso se rompió y la Humanidad se rompió con él. Sólo en ese sentido puede hablarse, en puridad, del hundimiento de la Atlántida. Aquella Atlántida, aquel mundo, aquella Humanidad, se hundió para siempre. La otra, las tierras que la configuraban, renacerían tiempo después, una vez que las aguas consiguieron abrirse paso a través de las rocas que impedían su normal discurrir y que mantenían anegados, por ende, los valles del mundo primigenio.

Pero cuando eso sucedía, ya era demasiado tarde. Cuando eso ocurría, el hombre, desde hacía varias generaciones, se había establecido en otras montañas, en otras comarcas no demasiado distantes de su patria originaria. Había alumbrado nuevos mundos.

Facilitaba el "trasvase", la conciencia de que el mundo primigenio había desaparecido, de que la "Atlántida", "Sepharad"... el Paraíso, se había hundido para siempre. De que era imposible retornar a un mundo que había dejado de existir.

Se perdió el mundo primigenio, pero no se perdió la conciencia de su existencia. De ahí las milenarias peregrinaciones al norte de España por parte de todas las naciones europeas, tratando, en definitiva, de reencontrar la Historia perdida, el mundo y el tiempo perdidos.

 

De ahí, también, el que la mayor parte de los pueblos de la antigüedad, en un momento u otro, decidieran establecerse en la Península Ibérica, bien sea por vía de invasión, bien a través de una penetración pacífica. Y así, de esta guisa, la Península Ibérica volvería a convertirse en el mosaico racial que originariamente fue, acogiendo en su geografía a pueblos europeos, asiáticos, africanos y, a. la postre, incluso americanos, y recuperando de alguna manera la universalidad que perdiera un día.

El pueblo judío, dentro de ese universo racial que iba a llegar a modelar la Península Ibérica, se revelaría como el más apegado y fiel a sus raíces ancestral es. Y es que, en definitiva, "hebreos" lo fueron todos aquellos pueblos de la diáspora que siguió a la destrucción del mundo primigenio, que conservaron la conciencia de su ascendencia ibérica. Todas aquellas comunidades que, diseminadas por todo el planeta, siguieron mostrándose fieles a la memoria y a las tradiciones de aquel mundo primigenio que floreciera en el ámbito del Paraíso o Paradiso, de cierto macizo montañoso llamado Záfara o Zepharad.

Exactamente el mismo comportamiento mostrado por los sefardíes o "sepharadís", a raíz de la diáspora de 1492..

 

 

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