LOS DESCUBRIDORES DE EUROPA

 

RIVERO MENESES     PRINCIPAL

            Jorge Mª Rivero-Meneses

DESCUBRIMIENTO ESCRITURA

 

Historia del descubrimiento de la escritura   

 

 

Con la publicación de esta revista y todos los descubrimientos que contiene -jamás intuidos, siquiera- en relación con el origen de la escritura, se abre una nueva era para los estudios filológicos y arqueológicos. Por la misma razón que nada ha sido igual en la Arqueología y en la Antropología española tras la publicación, en 1985, de mis libros Cantabria, cuna de la Humanidad y Los orígenes ibéricos de la Humanidad, habiendo pasado España de ser el furgón de cola a situarse a la cabeza de todos los países del mundo por lo que a antigüedad se refiere, la publicación de estas páginas por parte de la recién nacida revista Los Cántabros, habrá de señalar un antes y un después en las investigaciones relacionadas con el origen de la civilización y con los albores de la cultura. Así como, por supuesto, con los primeros balbuceos de la escritura y del lenguaje.

 

Sé por una larga experiencia que cuando un investigador español realiza un descubrimiento de primera magnitud, que resulta absolutamente irrefutable y que, por ende, no puede ser objeto de las críticas, invectivas o burlas de los especialistas en la materia de que se trate, la táctica habitual seguida por éstos es la del silenciamiento. En lugar del divide y vencerás, aquellos que se pretenden intelectuales aplican, en estos casos, el ignora y vencerás. Se hace caso omiso de los nuevos descubrimientos y se deja que transcurra el tiempo, con el fin de conseguir que el olvido acabe engulléndose al autor de los mismos y de que, desaparecido, desprestigiado o marginado éste por completo, su obra y sus hallazgos pasen a ser, por así decirlo, del dominio público. Una vez conseguido esto, una vez olvidada por todos la persona que realmente efectuó los descubrimientos que fuesen, nada se interpone entre los intelectuales carroñeros y la obra de aquel colega suyo al que consiguieron enviar al otro mundo, corroído por la rabia, la indignación, la cólera, la tristeza... y la vergüenza. Vergüenza ante tanta perfidia y ruindad. España sabe mucho, mejor que ningún otro país del mundo, de esta abominable táctica utilizada por quienes, pretendiéndose intelectuales, son expertos en fagocitar la obra producida por las mentes más lúcidas de nuestro, por lo común, paupérrimo panorama intelectual y cultural.

 

Siguiendo esta táctica de desprecio > derribo > apropiación, los nombres más preclaros que ha producido el pensamiento ibérico han caído en el más vergonzante de los olvidos, en tanto que toda una legión de mediocres y de inútiles pueblan las páginas de las enciclopedias y de los manuales de Historia, a pesar de no haber efectuado aportación original alguna a la cultura y al conocimiento y a pesar de que su contribución más valiosa fue aquella que pudieron realizar gracias a que supieron beber, ruinmente, en la obra de aquellos sabios cuya tumba contribuyeron a cavar con sus desdenes, sus calumnias, sus zancadillas... y sus maniobras para conseguir sumirles en la ruina y en el desprestigio.

 

Veinte años de investigaciones sobre los orígenes de Iberia, de Europa y de la Civilización, me han permitido ir reescribiendo una historia que permanecía absolutamente olvidada y que algunos vivos (en el doble sentido) que la conocen, no tienen el menor interés en resucitar. Una historia que demuestra la condición carroñera de algunos intelectuales de las generaciones precedentes, capaces de destruir a personas brillantes, valiosas y absolutamente honorables, con el único propósito de apropiarse de sus ideas y de eliminar rivales y competidores imposibles de derrotar en buena lid. No andan sobradas de medios las Letras españolas y los muchos que se disputan esa pitanza tienen que andar a codazos y empellones para hallar su lugar bajo el Sol y para sobrevivir e incluso medrar en ese durísimo contexto.

 

Mal están los codazos y las zancadillas entre los aspirantes a ocupar un sitial eminente en el panorama de las Letras, pero si deplorables son este tipo de comportamientos, lo es muchísimo más el hecho de que el camino de la Ciencia en España esté quedado sembrado de cadáveres producidos por aquellos que están dispuestos a todo antes que admitir su mediocridad y que reconocer que existen otras personas infinitamente más lúcidas, capaces y valiosas que ellos. Y destaco la palabra cadáveres, porque como regla general, todos aquellos que han sufrido este tipo de ostracismo, han acabado pagándolo con su propia vida, consumidos por la pena de saberse tan pésimamente pagados en su noble esfuerzo por contribuir al progreso del conocimiento. También yo estuve a punto de seguir este camino, cuando un infarto de corazón me dejó postrado en el año 1987. Sólo que aprendí la lección y me propuse sobrevivir a quienes estaban tratando de mandarme al otro mundo.

 

Paso a paso, pues, y con la ayuda de mis lectores más asiduos y allegados, integrados hasta hoy en el Círculo Europeo de Hiberistas y, desde hoy, en la Fundación de Occidente, he ido reconstruyendo el verdadero drama conocido por varios investigadores españoles o que se ocuparon del pasado de España y a los que les cupo el mismo infortunio que al descubridor de las Cuevas de Altamira, Marcelino Sanz de Sautuola. Calumniado, infamado e insultado por todos sus colegas españoles y europeos que le acusaban de ser el autor de las pinturas que decía haber descubierto, murió de pena y de indignación al cabo de no muchos años de efectuar su descubrimiento en 1868. Sólo un catalán, Joan Vilanova i Piera, creyó en la honestidad de Sautuola y le brindó todo su apoyo. Algo parecido, aunque hasta hoy totalmente desconocido, es lo que le sucedió a un filólogo aragonés, Julio Cejador y Frauca, que conocedor de las obras de los sabios alemanes y franceses del siglo XIX que defendían el origen común del lenguaje y del linaje humano y que postulaban al euskera como la más antigua de las lenguas, supo comprender genialmente que el nacimiento del lenguaje y de la escritura se había producido en el Norte de España, habiéndose proyectado a todo el mundo desde su primer solar a orillas del Cantábrico. Julio Cejador (1864-1927) que, por haber ingresado muy joven en la Compañía de Jesús pudo disponer de todos los medios imaginables para consagrarse en condiciones óptimas a su labor de investigación lingüística, llegó a gozar de extraordinario renombre en el mundo intelectual español de finales del siglo XIX y principios del XX, valorándose sobremanera sus trabajos sobre Gramática y Literatura. Pero su estrella empezó a nublarse, hasta apagarse por completo, en el momento en que, siguiendo los pasos de Humboldt, de Bonaparte y de otros lingüistas europeos, empezó a defender sin ambages que la lengua baska era la más antigua del planeta y que todas las lenguas del mundo tienen obvios vínculos con ella.

 

La intelectualidad española no podía tolerar una herejía semejante que, por otra parte, hacía tambalear todos los dogmas imperantes en la época en relación con el nacimiento de las lenguas, de la civilización y de las primeras religiones en el Mediterráneo oriental, y a partir de ahí se inició un calvario para Cejador que habría de llevarle a abandonar la Compañía de Jesús y a vivir absolutamente marginado los últimos años de su vida, presa de una profunda tristeza que describe magistralmente en uno de sus libros, escrito unos meses antes de producirse su muerte. Cejador, como cualquiera que realiza un gran descubrimiento, era consciente de que su trabajo suponía un paso de gigante para el estudio de los orígenes del lenguaje y, sin embargo, el pago que recibió por tan extraordinaria aportación fue el silencio, el vacío, el desprecio... y el olvido. Y no se pudo o supo revolver contra todos aquellos hombres ilustres, algunos de ellos antiguos alumnos suyos, que se aprovecharon con el mayor descaro de su obra y que, en justa correspondencia, le ignoraron por completo. Tomaron de él cuanto les plugo..., y se olvidaron de mencionar su nombre. Lo típico. Lo habitual. Lo corriente en un país como España en el que la honestidad intelectual brilla por su ausencia, practicada solamente por cuatro idealistas que prefieren seguir siendo nadie, antes que conseguir ser alguien a fuerza de pisotear y de auparse sobre los cadáveres de los demás.

 

Y así resulta que la idea más brillante que yo le conocía al afamadísimo don José Ortega y Gasset, es un plagio vergonzoso de las tesis de Cejador y de otros sabios europeos en estrecha sintonía con él... Así resulta que lo único inteligente que yo he leído en la obra del eminentísimo don Ramón Menéndez Pidal, considerado hasta aquí como el mayor filólogo español de todos los tiempos, es otro plagio repugnante de las tesis del propio Julio Cejador... Así resulta que don Américo Castro y don Claudio Sánchez Albornoz, bebieron también, cuanto les convino, en las fuentes de Cejador. Exactamente lo mismo que hizo el teósofo Mario Roso de Luna, aunque en este caso no me consta si reconoció u ocultó esa deuda en su obra. Me gustaría pensar que Roso de Luna -hombre de extraordinaria talla intelectual- fue mucho más honesto que los personajes que he citado anteriormente. ¿Y qué decir de don Miguel de Unamuno, excelente poeta, buen escritor, pensador mediocre y nefasto filólogo que siendo basko y catedrático de lengua griega, ni se enteró siquiera de que la lengua baska es el precedente indiscutible de la lengua helénica...? Y eso que, como todos los miembros de la Generación del 98 y todos los Españoles cultos de su época, sabía perfectamente de la obra de Cejador y, sin la menor duda, había leído sus tesis respecto a la filiación baska de la lengua de la que Unamuno era orondo profesor en la Universidad de Salamanca. Orondo e ignorante, porque ¿cómo se puede enseñar la lengua griega desconociendo que es un calco moderno de la baska?

 

También Antonio Cánovas del Castillo parece haberse visto influido por la obra de Cejador, aunque tampoco me consta si lo llegó a reconocer o no. La misma duda que me cabe respecto a Joaquín Costa, paisano de Cejador y hacia el que quiero pensar que mostró admiración y respeto. E ignoro si discípulo pero seguro que lector ferviente de ese gran jesuita que a pesar de haber honrado a la Compañía más que todos sus coetáneos, se vio obligado a abandonarla, lo fue sin la menor duda el Doctor Areilza, bizkaíno extraordinariamente lúcido e inquieto de quien heredaría su gran talla intelectual y su pasión por el pasado remoto de España, mi ilustre y brillante amigo y mecenas José María de Areilza,

 

Pero toda aquella fecunda siembra no sirvió para nada. Las tesis de Cejador y las de todos los sabios europeos que compartían ideas semejantes en relación con el sobresaliente papel desempeñado por la Península Ibérica en la génesis de la Civilización, iban a caer en el más hermético de los olvidos durante más de medio siglo, como consecuencia de la Guerra Civil y de la culturalmente nefanda etapa de gobierno del general Franco. La Iglesia Católica jamás vio con buenos ojos todas esas tesis históricas que ponían en entredicho la verdad de lo contenido en los libros sagrados y el Caudillo, dócil siempre a la doctrina del Vaticano, convirtió España en un erial por lo que a la evolución del pensamiento y del conocimiento se refiere. Las grandes cuestiones de nuestro pasado cayeron en un profundo letargo, levemente desperezadas tan sólo con los escarceos de los Areilza y, ya en la década de los setenta, por los tientos puramente especulativos y, si se me permite, notablemente torpes, de escritores como Fernando Sánchez Dragó, Luis Racionero, Juan García Atienza y, más tarde, Juan Eslava Galán. Los dos primeros muy allegados a José María de Areilza, hasta que éste descubrió que eran unos simples diletantes. De ahí el que ninguno de los cuatro, a pesar de su interés por estos asuntos y del dinero que les ha procurado, haya llevado a cabo una labor de investigación histórica digna de tal nombre, habiéndose limitado a husmear en el arcón en donde se encerraban todos esos raros y olvidados libros del siglo XIX y de las primeras décadas del XX, en los que se encerraban los últimos vestigios de memoria respecto al ilustrísimo pasado prehistórico de la Península Ibérica. Vestigios con los que construyeron su pensamiento y sus obras, olvidándose sistemáticamente de citar las fuentes en las que bebían. Muy propio.

 

Y ya por último, merece mención aparte en este comentario un filólogo español fallecido en 1983, el basko Imanol Aguirre, por el que llevo rompiendo lanzas desde que supe de su existencia en 1987, convencido de que él había sido el primero en descubrir la primogenitura de la lengua baska. Toda mi obra está preñada de homenajes a este olvidado filólogo, a pesar de que no he bebido jamás en su obra y de que sus tesis filológicas llegaron a mi conocimiento a través de uno de sus hijos, cuatro años más tarde de que yo hubiese elaborado y publicado las mías propias, muy afines a las suyas en lo que se refiere a la primogenitura del euskera. Porque me cabe el enorme orgullo de haber construido todas mis tesis filológicas, antropológicas, arqueológicas y etnológicas antes de haber leído a todos los autores citados o a los que me dispongo a mencionar a continuación, en este caso a título de homenaje. Mi camino fue muy otro al de todos ellos y tuvo como única guía al sentido común. Éste ha sido mi único maestro y por éste me he guiado y sigo guiando desde que inicié mis investigaciones en el año 1984, tras dos años de estudios sobre otro de los grandes temas tabú de la etapa franquista: la España de Sefarad. Haber sabido comprender que el gentilicio Hebreo procedía del nombre del país del Hebro, fue la clave que me llevaría a descubrir que España = Iberia = Sefarad había sido la matriz de la Civilización y de la propia especie humana. Después, cuando ya había construido toda mi tesis y escrito multitud de libros respecto a ella, vino el paulatino descubrimiento de todos esos investigadores eméritos que he ido mencionando y a los que, de manera inmediata, me propuse rehabilitar. Y lo he conseguido. De varios de ellos nadie se acordaba ya y hoy empiezan a ser conocidos y reconocidos, y el último nombre de esa cada vez más extensa relación es, precisamente, el de Julio Cejador. Hace sólo dos meses, el 23 de Abril del año 2004, estando en Barcelona con ocasión de celebrarse mi santo y el Día del Libro, uno de mis lectores más queridos, Javier Zarzuelo, me regaló uno de sus libros fotocopiados. En ese día, pues, y veinte años después de que yo iniciase mis investigaciones, vine a descubrir que no habíamos sido ni Imanol Aguirre ni yo quienes habíamos sido los primeros en identificar a la lengua baska como la más vieja del planeta. Julio Cejador, bebiendo en toda una pléyade de pensadores europeos, se nos había adelantado en un montón de décadas. Imanol Aguirre, que construyó sus tesis a partir de las de Cejador, ocultó siempre este dato fundamental. Yo, a pesar de que no le debo absolutamente nada a este sabio aragonés, preferiría morirme antes que silenciar su nombre. Porque, aunque muchos parezcan no querer enterarse de ello, no existe sabiduría digna de tal nombre allí donde no existe, paralelamente, la honradez. Lo que hace que la historia de la evolución del conocimiento humano no se haya construido jamás sobre el endeble andamiaje de los engaños, de las ocultaciones o de las apropiaciones indebidas, sino sobre el sólido, inamovible y admirable cimiento de la bondad, de la honestidad y del amor a la Humanidad por encima de todas las cosas. Y mal puede amar a la Humanidad en su conjunto, quien buscando el medro de su vanidad ofende al propio concepto de humanidad al tratar de erigir el monumento de su mérito sobre el pedestal del mérito ajeno.

 

La historia de la Ciencia es la historia de la bondad mejor entendida; de la bondad de la renuncia, de la bondad del desprendimiento, de la bondad del sacrificio, de la bondad del sufrimiento... Y, también, de la bondad del empeño por contribuir a erigir el edificio del conocimiento, sobre la mayor de las renuncias que un ser humano pueda realizar: la de su propia vida.

 

Cejen, pues, todos los plagiadores en su sucio y estéril empeño. Porque de la lectura de las páginas precedentes se desprende que ningún plagio acaba quedando impune y que, aunque a veces tengan que transcurrir siglos para ello, la verdad termina imponiéndose siempre sobre el engaño. Quede aquí claramente expresado mi desprecio hacia quienes construyen su medro valiéndose del mérito ajeno. Quede aquí claramente reflejado mi propósito de desenmascarar a quienes, huérfanos de talento, usurpan el ajeno para enjalbegar la fachada de su grisácea y patética mediocridad.

 

 

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