Si abordamos la leyenda platónica de la Atlántida desde las
perspectivas parciales que nos autoriza la historia oficial, su carácter mítico
aflora transformado en símbolo. En apariencia, ningún documento ni resto
arqueológico nos autoriza a concederle una realidad objetiva que acredite su
existencia. Sin embargo, si emprendemos esa búsqueda despojándonos de los tabúes
que se nos han impuesto, y si nos sentimos capaces de planteamos preguntas que
no tienen -aún- respuesta irrebatible, es muy posible que, cuando menos,
nuestras dudas se conviertan en sospechas no menos posibles que las respuestas
tajantes que ha dado la arqueología oficial para aclarar las incógnitas que
surgen al encontramos frente a los misterios del pasado.
Toda la costa atlántica europea, pero muy especialmente el entorno del
Finisterre gallego, guarda un inmenso tesoro de incógnitas por desvelar. Sólo el
pueblo, que en estas lides sabe más que la Academia, explica aquellos misterios
desde perspectivas míticas y los asocia a santos y a héroes o seres extrahumanos
que, según nos aseguran, habitaron aquellos pagos y, ocasionalmente, aún
permanecen ocultos por castros, cárcavas y acantilados de los aledaños de la
Costa de la Muerte. Y ese pueblo sabe reírse sanamente de los sesudos
investigadores que vienen a intentar destruirle la memoria mágica que tan
profundamente ha conservado.
Dólmenes, rocas escritas, laberintos y piedras oscilantes se envuelven en
leyendas que hablan de gentiles y mouros misteriosos que, en los albores de la
historia, precedieron a los humanos. Dicen que conocían los secretos del
Universo, que guardaban lugares llenos de tesoros ocultos, cuyo escondite
revelaban a través de letreros grabados en peñas que nadie lograría leer. Por
eso, campesinos y pescadores han conservado secularmente aquellas piedras
escritas, a la espera de que alguien lograse descifrarlas para descubrir esos
tesoros, que no eran de joyas materiales, sino de sabidurías y conocimientos
escondidos.
Hay lugares en Galicia -en Campo Lameiro, en A Pedra das Serpes y tantos otros repartidos por los montes- donde las rocas grabadas parecen transmitirnos mensajes que nunca llegaremos a conocer. Pero los doctos maestros de nuestra cultura, empeñados en interpretados desde sus esquemas racionales, se encargan de arrebatamos la magia de aquellos signos, intentando convencernos de que responden a las vivencias más primitivas e inmediatas de aquellos pueblos. Nos dicen que representan casas y ganados, que marcan lugares de caza. No se dan cuenta de que los humanos, en los albores de su conciencia, nunca se habrían afanado en grabar penosamente la roca para transmitirnos el número de vacas o de cabras que poseían, ni la forma de sus cabañas, sino que intentaron labrar perennemente los esquemas mentales sobre los que estructuraban su pensamiento, sus creencias y el conocimiento, transmitido por seres mágicos, posiblemente maestros llegados desde más allá del mar.
Sabemos -la historia académica lo confirma y las leyendas míticas lo avalan-
que, desde muy temprano, pueblos enteros se pusieron en movimiento
siguiendo el camino marcado por la Vía Láctea hacia las costas de aquel lugar
donde creían que terminaba el mundo. Nadie ha osado avanzar los motivos de
aquella marcha emprendida por celtas y ligures. En apariencia, nada había más
allá del Mar Tenebroso. Pero allí, junto a las costas donde se estrellaban las
galernas, existía algo que podía aportarles un saber que contribuiría a la
evolución de aquellos pueblos. Nadie ha dado cuenta de cómo llegaron a saberlo.
Sin embargo, los mensajes que nos dejaron no admiten dudas al respecto, del
mismo modo que, con el tiempo, aquellos enclaves se convirtieron en espacios
sagrados a los que era menester peregrinar para beber de una santidad que no era
sino la transposición doctrinal del conocimiento celosamente mantenido en
secreto y que era necesario descubrir y asumir. La tradición más primitiva de
Compostela y la presencia mística de la Ruta de Santiago lo confirman con
creces, desde mucho antes que el Cristianismo incorporase aquellas vivencias a
su doctrina.
Así, el descubrimiento de misterios insondables como el de los laberintos de
Mogor, que marcan caminos rituales hacia metas superiores, nos ponen en contacto
con la expresión de un saber aprendido de algo o alguien que estaba allí y que
era portador de aquellas enseñanzas cuyo alcance aún se nos escapa. De esa
forma, los grandes dólmenes, como los de Laxe y Dombate, emplazados en lugares
ideales desde donde la Tierra emitía sus energías, eran amagos de templos
dedicados a los sagrados saberes de la naturaleza y contenedores de energías
desconocidas, o lugares desde donde cabía entrar en contacto con las fuentes del
saber de la Tierra. Y del mismo modo que piedras oscilantes como la de Cabío
eran seguramente transmisoras de señales que comunicaban mensajes a largas
distancias, allí se creaba un lenguaje nuevo, directo, de los humanos con el
entorno del que formaban parte y que constituía la toma de conciencia más
auténtica con el medio en el cual vivimos y que nos encamina hacia nuestra
evolución.
Sospechas fundadas
Aquella búsqueda secular, y la tradición persistente de lo sagrado que viene del mar, parecen confirmar, con todos los datos que Galicia nos aporta a través de las huellas que han persistido -y la memoria humana pocas veces yerra en estos casos- que aquellas costas constituyeron, en el albor de los tiempos, un lugar donde los hombres y los pueblos acudieron para aprender lo que su primitivismo les había ocultado hasta entonces. Y a beber de aquellas enseñanzas de otros hombres que llegaron del mar -¿de dónde, si no?- y que, poseyendo aquellos saberes, habían venido de alguna parte perdida con toda su carga cultural a cuestas. Allí, en su nueva morada, transmitieron parte de sus vivencias a los humanos que encontraron: tal vez las virtudes de la Tierra, o la naturaleza de las rocas con las que construirían sus monumentos sagrados, o el arte de cultivar el suelo; y hasta quién sabe si otras ciencias y saberes que hoy afloran eventualmente cuando una investigación libre de los condicionamientos tecnológicos y racionalistas que niegan su vigencia, sigue atentamente sus logros, aún ocultos en los testimonios que dejaron.
Galicia es, aunque muchos sabios se nieguen todavía a reconocerlo, un gran
museo del pasado sólo parcialmente descubierto. Lo mismo que tierras paralelas
al otro lado del Océano -México y Centroamérica, por ejemplo, con toda su carga
de tradiciones ancestrales y de señales todavía vírgenes para una investigación
libre de trabas- y como también se observa en el vasto litoral europeo del
Atlántico Norte, esta región española conserva las señales de un pasado negado y
hasta oficialmente prohibido por la ciencia académica. Casi seguro, estamos ante
ese secreto atlante que apenas necesitaría una voluntad sin prejuicios para
manifestarse en toda la grandiosidad del pasado y que obligaría a reconstruir la
historia de la humanidad desde esquemas muy distintos a los que ahora se
admiten.
Pienso, a veces, que ese terror pánico a tener que desechar un día lo que tan fatigosamente se ha construido sobre esquemas empeñados en negar vigencia a los mitos y los ha tomado como muestras patentes de una fantasía debida a la ignorancia, es lo que ha rechazado estas otras evidencias que pugnan por aflorar en la ciencia arqueológica. Y ésta, mientras tanto, camina a tientas creyéndose en posesión de la verdad y valiéndose de una autoridad empeñada en conceder crédito exclusivamente a la investigación racional e inmediata, cuando ésta debería abordarse desde perspectivas más acordes con la totalidad del fenómeno humano.