Los sabios del Mar Tenebroso

Aunque la historia académica se niega a reconocer las evidencias que aportan los mitos y las inscripciones de muchos monumentos sobre la existencia de una civilización avanzada anterior a los tiempos neolíticos, existe suficiente base histórica para afirmar que los yacimientos arqueológicos de las tierras gallegas atesoran, codificadas en su simbolismo, las claves de un saber que les fue transmitido por unos seres desconocidos llegados desde el mar que señalaba el fin del mundo conocido.Juan G. Atienza (Año Cero núm. 134)
 

Si abordamos la leyenda platónica de la Atlántida desde las perspectivas parciales que nos autoriza la historia oficial, su carácter mítico aflora transformado en símbolo. En apariencia, ningún documento ni resto arqueológico nos autoriza a concederle una realidad objetiva que acredite su existencia. Sin embargo, si emprendemos esa búsqueda despojándonos de los tabúes que se nos han impuesto, y si nos sentimos capaces de planteamos preguntas que no tienen -aún- respuesta irrebatible, es muy posible que, cuando menos, nuestras dudas se conviertan en sospechas no menos posibles que las respuestas tajantes que ha dado la arqueología oficial para aclarar las incógnitas que surgen al encontramos frente a los misterios del pasado.
 

Toda la costa atlántica europea, pero muy especialmente el entorno del Finisterre gallego, guarda un inmenso tesoro de incógnitas por desvelar. Sólo el pueblo, que en estas lides sabe más que la Academia, explica aquellos misterios desde perspectivas míticas y los asocia a santos y a héroes o seres extrahumanos que, según nos aseguran, habitaron aquellos pagos y, ocasionalmente, aún permanecen ocultos por castros, cárcavas y acantilados de los aledaños de la Costa de la Muerte. Y ese pueblo sabe reírse sanamente de los sesudos investigadores que vienen a intentar destruirle la memoria mágica que tan profundamente ha conservado.
 

Dólmenes, rocas escritas, laberintos y piedras oscilantes se envuelven en leyendas que hablan de gentiles y mouros misteriosos que, en los albores de la historia, precedieron a los humanos. Dicen que conocían los secretos del Universo, que guardaban lugares llenos de tesoros ocultos, cuyo escondite revelaban a través de letreros grabados en peñas que nadie lograría leer. Por eso, campesinos y pescadores han conservado secularmente aquellas piedras escritas, a la espera de que alguien lograse descifrarlas para descubrir esos tesoros, que no eran de joyas materiales, sino de sabidurías y conocimientos escondidos.
 

Hay lugares en Galicia -en Campo Lameiro, en A Pedra das Serpes y tantos otros repartidos por los montes- donde las rocas grabadas parecen transmitirnos mensajes que nunca llegaremos a conocer. Pero los doctos maestros de nuestra cultura, empeñados en interpretados desde sus esquemas racionales, se encargan de arrebatamos la magia de aquellos signos, intentando convencernos de que responden a las vivencias más primitivas e inmediatas de aquellos pueblos. Nos dicen que representan casas y ganados, que marcan lugares de caza. No se dan cuenta de que los humanos, en los albores de su conciencia, nunca se habrían afanado en grabar penosamente la roca para transmitirnos el número de vacas o de cabras que poseían, ni la forma de sus cabañas, sino que intentaron labrar perennemente los esquemas mentales sobre los que estructuraban su pensamiento, sus creencias y el conocimiento, transmitido por seres mágicos, posiblemente maestros llegados desde más allá del mar.

Sabemos -la historia académica lo confirma y las leyendas míticas lo avalan- que, desde muy temprano, pueblos enteros se pusieron en movimiento siguiendo el camino marcado por la Vía Láctea hacia las costas de aquel lugar donde creían que terminaba el mundo. Nadie ha osado avanzar los motivos de aquella marcha emprendida por celtas y ligures. En apariencia, nada había más allá del Mar Tenebroso. Pero allí, junto a las costas donde se estrellaban las galernas, existía algo que podía aportarles un saber que contribuiría a la evolución de aquellos pueblos. Nadie ha dado cuenta de cómo llegaron a saberlo. Sin embargo, los mensajes que nos dejaron no admiten dudas al respecto, del mismo modo que, con el tiempo, aquellos enclaves se convirtieron en espacios sagrados a los que era menester peregrinar para beber de una santidad que no era sino la transposición doctrinal del conocimiento celosamente mantenido en secreto y que era necesario descubrir y asumir. La tradición más primitiva de Compostela y la presencia mística de la Ruta de Santiago lo confirman con creces, desde mucho antes que el Cristianismo incorporase aquellas vivencias a su doctrina.
 

Así, el descubrimiento de misterios insondables como el de los laberintos de Mogor, que marcan caminos rituales hacia metas superiores, nos ponen en contacto con la expresión de un saber aprendido de algo o alguien que estaba allí y que era portador de aquellas enseñanzas cuyo alcance aún se nos escapa. De esa forma, los grandes dólmenes, como los de Laxe y Dombate, emplazados en lugares ideales desde donde la Tierra emitía sus energías, eran amagos de templos dedicados a los sagrados saberes de la naturaleza y contenedores de energías desconocidas, o lugares desde donde cabía entrar en contacto con las fuentes del saber de la Tierra. Y del mismo modo que piedras oscilantes como la de Cabío eran seguramente transmisoras de señales que comunicaban mensajes a largas distancias, allí se creaba un lenguaje nuevo, directo, de los humanos con el entorno del que formaban parte y que constituía la toma de conciencia más auténtica con el medio en el cual vivimos y que nos encamina hacia nuestra evolución.

 

Sospechas fundadas
 

Aquella búsqueda secular, y la tradición persistente de lo sagrado que viene del mar, parecen confirmar, con todos los datos que Galicia nos aporta a través de las huellas que han persistido -y la memoria humana pocas veces yerra en estos casos- que aquellas costas constituyeron, en el albor de los tiempos, un lugar donde los hombres y los pueblos acudieron para aprender lo que su primitivismo les había ocultado hasta entonces. Y a beber de aquellas enseñanzas de otros hombres que llegaron del mar -¿de dónde, si no?- y que, poseyendo aquellos saberes, habían venido de alguna parte perdida con toda su carga cultural a cuestas. Allí, en su nueva morada, transmitieron parte de sus vivencias a los humanos que encontraron: tal vez las virtudes de la Tierra, o la naturaleza de las rocas con las que construirían sus monumentos sagrados, o el arte de cultivar el suelo; y hasta quién sabe si otras ciencias y saberes que hoy afloran eventualmente cuando una investigación libre de los condicionamientos tecnológicos y racionalistas que niegan su vigencia, sigue atentamente sus logros, aún ocultos en los testimonios que dejaron.

Galicia es, aunque muchos sabios se nieguen todavía a reconocerlo, un gran museo del pasado sólo parcialmente descubierto. Lo mismo que tierras paralelas al otro lado del Océano -México y Centroamérica, por ejemplo, con toda su carga de tradiciones ancestrales y de señales todavía vírgenes para una investigación libre de trabas- y como también se observa en el vasto litoral europeo del Atlántico Norte, esta región española conserva las señales de un pasado negado y hasta oficialmente prohibido por la ciencia académica. Casi seguro, estamos ante ese secreto atlante que apenas necesitaría una voluntad sin prejuicios para manifestarse en toda la grandiosidad del pasado y que obligaría a reconstruir la historia de la humanidad desde esquemas muy distintos a los que ahora se admiten.
 

Pienso, a veces, que ese terror pánico a tener que desechar un día lo que tan fatigosamente se ha construido sobre esquemas empeñados en negar vigencia a los mitos y los ha tomado como muestras patentes de una fantasía debida a la ignorancia, es lo que ha rechazado estas otras evidencias que pugnan por aflorar en la ciencia arqueológica. Y ésta, mientras tanto, camina a tientas creyéndose en posesión de la verdad y valiéndose de una autoridad empeñada en conceder crédito exclusivamente a la investigación racional e inmediata, cuando ésta debería abordarse desde perspectivas más acordes con la totalidad del fenómeno humano.