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LA ATLÁNTIDA

 

JACINT VERDAGUER
 

 

 

 

 

 

Música

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EXCMO. SR. D. ANTONIO LÓPEZ


Montando de tus naves el ala bendecida busqué de las Hespérides las flores de azahar.
Mas ¡ay!, las arrancaron del naranjo, las olas con recia acometida y tan sólo estas hojas que te traigo quedaron,
flotando sobre el mar.

 

JACINTO VERDAGUER, PBRO.
Vapor trasatlántico «Ciudad Condal». - 18 de Noviembre de 1876.

PRÓLOGO (DE LA SEGUNDA EDICIÓN)


Acaecieron grandes terremotos e inundaciones y. en el breve espacio de una noche, la Atlántida se sumió en la tierra entreabierta.
 

PLATÓN
AL leer, en uno de los magníficos diálogos de Platón, que Solón se disponía a cantar el gran fenómeno geológico del hundimiento de la Atlántida, cuando la muerte, por nuestra malaventura, heló sus no nacidas inspiraciones, los colores de la vergüenza asoman a mi rostro y siento caérseme de las manos mi pequeño libro, convencido de que sólo hubiera podido escribirse a los ardores del sol de Grecia, junto a las mismas antiguas fuentes de la tradición estancadas por la ruina de los pueblos, el olvido y el descreimiento.

 

Ahora, al sacado a la luz, veo con pesadumbre cuán suntuoso edificio hubiera salido con tan hermosas piedras de haber caído en mano maestra, y que habría terreno sobrado para que prevaleciera un roble en el espacio en que planté este rebrote, que aunque sea rebrote, añal y mal arraigado, me cuesta más que si con sangre de mis venas regado lo hubiese.

Hallábame en los primeros vuelos de mi juventud, y más perdonable por tanto, cuando, poco satisfecho de mis canciones y coplas, fui osado a poner las manos en este libro, arrinconado, según vivía, en una alquería del llano de Vich, sin haber visto más tierra que la que se divisa desde las almenas de la serranía que lo rodea, y conociendo el mar como si sólo en pintura lo hubiese visto; mas esto y mi corto juicio pusieron la pluma en mis manos, de otra suerte nunca me hubiera atrevido a tanto. Mi alejamiento de los grandes centros, mi falta de experiencia literaria y, más que todo, el espectáculo siempre nuevo de la naturaleza, que es, en sus cosas más pequeñas, trasunto de las más grandes, hicieron que emprendiera el vuelo a la buena de Dios, sin parar mientes en el escaso esfuerzo de mis alas. Las antiguas crónicas de Cataluña y de España, cuyas primeras páginas, sobre todo, deleitábame en trashojar, llenaron mi fantasía de aquellos hechos que, por su lejanía y por estar envueltos en la cerrazón de los tiempos primitivos, echa en olvido la historia perdiéndolos hasta de la cuenta, y en una obra ascética de Nierernberg leí por vez primera, entre los terribles castigos con que Dios ha flagelado la humanidad, el hundimiento de la que tantos sabios geólogos y naturalistas contemplan yacente en el fondo de la cuenca del Atlántico.

 

De sus naranjos a la sombra ¡cuán hechiceras me parecieron las Hespérides, amor de la antigua Grecia, que con dulzura tanta hicieron suspirar la lira de sus poetas!; cuán espeluznante el Pirineo entre llamas, pero cuán tentadoras y hermosas las olas de plata y oro que rodaron de sus fundidas entrañas; cuán grande Hércules alargando con el sepulcro de Pirene la cordillera a que dio nombre, batiendo a clavazos a los gigantes de la Crau en la Provenza, aniquilando a Gerión y al líbico Anteo, amilanando Arpías y Gorgonas y, en su postrer trabajo, aportillando la montaña de Calpe, dique del Mediterráneo y soltándolo como un río en la vecina Atlántida, puente levadizo, roto por Dios para, en época de corrupción, incomunicar los mundos, vueltos a unir en el más hermoso de los modernos siglos por los titánicos brazos de Colón.

 

Colón, aterrando las columnas del Non plus ultra y rasgando el velo de la Mar tenebrosa, parecióme el más gentil coronamiento del poema que, con valor sobrado, osé emprender comenzando a escribir sus cantos primeros.

 

Veces cien intenté retroceder como el que penetra en antro pavoroso de insondeados abismos; veces cien, desfallecido, dejé rodar por el declive el mundo de mis pobres inspiraciones y otras tantas, como Sísifo, remonté a la empinada cumbre la abrumadora carga tan poco adecuada a mis hombros de poeta. En tan horrenda lucha, en que vencido o vencedor siempre me alcanzaban los chispazos, obligóme una dolencia a dejar los dulces aires de la patria por las olas de los mares, no tan amargas para mí desde que mecían mis fragantes ensueños y a ellas me sentía llamado con músicas y cánticos por hermosas visiones juveniles. Halagüeñas o aterradoras cruzaron ante mis deslumbrados ojos, y caídas las barreras de mis atractivas montañas, ensanchóse mi horizonte poético como cielo que se despeja.
 

Vi Cádiz, la de cien torres de marfil, Abila y Calpe que parecen dos gigantes que el Mediterráneo acaba de despartir de un empellón abriéndose paso por entre sus marmóreas plantas. Al pétreo Montgó y al Cabo Finisterre pedí sus leyendas medio olvidadas como los pueblos que las dictaron, y al Betis y al Guadiana recuerdos de las tierras sumergidas por las que debieron de alargar sus plateadas cintas. Oré ante las sagradas cenizas de Colón que, desde su miserable tumba, afrentosa para nosotros a quienes donó un continente, parece guardamos aún la perla de las Antillas; costeé las Azores e islas trasatlánticas que, cual pilas del grande puente derruido, muestran aún su frente marcada del rayo de las venganzas divinas.

 

Imaginéme ver entre ellas a los atlantes alzaprimando aquellas rocas y arrecifes, arrojándolos contra el cielo y, con aúllos y vocería, trepar, caerse y trastumbar con los trozos de su pelásgica torre al abismo de las olas y, ¡a qué decirlo!, acabóse mi poema por sí mismo como una de esas conchas que la marea, cansada de bruñirlas un día y otro día, arroja a las playas y, bien o mal redondeado, aquí lo tenéis.

 

¿Habré deslucido y menoscabado esas peregrinas tradiciones, tesoro de los siglos, esparcido cual las perlas por las marinas españolas? ¿Habré deshojado esas flores cogidas en la alborada de mi vida en los valles y carrascales de mi patria? ¡Oh!, si el águila me hubiese prestado sus remontadoras alas, si hubiese poseído la áurea cadena de la inspiración de los grandes poetas, con tales perlas, malogradas en mis toscas manos, labrado le hubiera una gargantilla de sultana y, con ellas y otras mejor escogidas flores, hubiera coronado sus sienes de reina. Su perdón me conceda, si ahora oso presentar a sus plantas mi manojillo de espigadera junto a las doradas haces del siempre soleado y por Dios bendito campo de su literatura.

 

Al despedirme no ha mucho del mar, cuna de mis postreras ilusiones, mientras afirmaba mi planta en las escaleras del muelle de Barcelona, poco esperaba yo una acogida tan amistosa como halagüeña para el poema que, en mal pergeñado manuscrito, llevaba debajo del brazo, salobre aún y trascendiendo a alquitrán y algas marinas. Poco esperaba yo que, después de leído una y mil veces en lo apartado del hogar catalán, mostráranlo los propios a los extraños, señalando con una mano y obligando a fijarse en sus escasas bellezas y cubriendo benévolos con la otra sus defectos y lunares. Al amor de mis compatricios, representantes de la patria y de las letras, más que a mi pobre ingenio, debo la feliz entrada de mi nave en el puerto de la buena fama. Gracias mil sean dadas a la institución de los Juegos Florales que le desbrozó y abrió camino, a la Excelentísima Diputación que le tendió los brazos y a tantos periodistas, críticos y poetas que cubrieron de flores los secos rebrotes y las espinas de mi ramillete y en sus alas lo levantaron a tanta y tanta altura que lo han vislumbrado del lado de allá del Pirineo, de la opuesta orilla del Ebro y hasta, ¡quién lo dijera!, de la otra par­te del Atlántico.

 

Hoy, al sacado por segunda vez a la luz, he procurado dar los últimos toques y pinceladas a algunos de sus cuadros, y entre otras, no sé si acertadas adiciones, he añadido, a modo de episodio, el coro de islas mediterráneas.

 

Y aquí, como muy adecuado final de prólogo y cabecera de la Atlántida, transcribo la cordial enhorabuena del inmortal cantor de Mireio, sólo para honrarme con sus escogidos y bellísimos conceptos como todo lo que mana de su pluma de oro.


MAILLANE (BOCAS DEL RÓDANO).
18 de Julio de 1877.


Señor y noble maestro:
Acabo de leer atentamente La Atlántida y os envío sin pérdida de tiempo la expresión de mi más ardiente entusiasmo. Después de Milton (en su Paradise Lost) y después de Lamartine (en su Chute d'un ange), nadie había tratado las primordiales tradiciones del mundo con tanta grandiosidad y pujanza.

 

Vuestro magnífico poema me produce el efecto que aquellos animales asombrosos que los mineros hallan en las entrañas de la tierra y que, reconstituidos por la paleontología, nos revelan los misterios que el Diluvio anegó. La concepción de La Atlántida es colosal y su desempeño esplendente. Nunca Cataluña había producido una obra que encerrase en sí tanta poesía, tanta majestad, tanta magnitud, vigor y ciencia tanta. Vense aquí esparcidas, organizadas y redivivas con extraordinaria similitud las tradiciones más antiguas y veneradas de la tierra catalana y la imaginación aunada con la ciencia embellecen prodigiosamente vuestras soberbias descripciones.

Oh insigne cantor, habéis cumplido con creces las promesas que de joven hicisteis. Recuerdo aún aquellas magníficas fiestas de Barcelona en que os encontré, y en que, modesto estudiante, cubierta la cabeza con la barretina morada, os acercasteis a mí con tanta gracia como entusiasmo; todos, bien lo recuerdo, confiaban en vos: Tu Marcellus eris!, habéis realizado centuplicadas las esperanzas que en vos fundó la patria.

 

De todo corazón os envío mi felicitación y las gracias. La soberana epopeya que acabáis de sublimar a la región de lo ideal, pertenece no sólo a Cataluña, sí que también, y sobre todo, al renacimiento de nuestra lengua y la Felibrería entera se gloría de vuestra obra.

Os saludo, noble y buen maestro, y de todo corazón os abrazo.
F. MISTRAL
 

   

 

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