CANTO QUINTO
LA CATARATA
Invocación al genio del exterminio. Gemidos de la tierra medio anegada. Golpe de aguas que, por la brecha del Calpe, se precipita. Subversión de las olas con los des­pojos de la Atlántida. Hércules, a través de campos y marismas, busca a Hesperis, con un árbol encendido por antorcha. Al verle venir, despídese ella de sus hijas.


A su clamor, los reinos que en su extensión anidan, tiemblan como corderos que ven la oveja atar
y con los huesos rotos, con estertor trepidan
y el alma de sus cuerpos sienten arrebatar.
i
M
INISTRO de exterminios que allí mandas tu ira!
I ¡Condúceme entre nubes de humo y de fragor,
para rever la noche en que Atlántida expira, cabalgando en las alas de tu justo furor.
La canto mientras cae rodando al precipicio en cuyo negro seno, loca despertará.
Mas, cántela Dios mío, tu trompa del Juicio que mi lira aterrada, cantada no podrá.
Horripilantes ayes, blasfemias, gritería,
voces tristes de tumba, tiernas voces de amor, hacen coro a la ronca y fiera melodía
con que al postrer sol lloran los bosques con dolor.
Al cubrir a Pompeya con su manto el Vesubio, de Troya y de Pentápolis se escucha el rebramar, el grito de las aguas y fieras del diluvio
y del bajel del mundo que cruje al naufragar.
Cubiertas por sepulcros de espuma las montañas, de pies al fango, rugen y braman con furor
y cual si malos genios royesen sus entrañas,
de golpes y hundimientos percíbese el rumor.
La víctima se abate bajo el cuchillo. «¡Oveja! - parece diga el ángel-. Inútil resistir;
quien tus selvas deshoja, quien a tus cimas veja y tu vellón trasquila, te viene a destruir.»

60
JACINT VERDAGUER
Tan pronto el Calpe cede a las olas gigantes,
se agolpan en cascadas cual fieras en montón
y el abismo que engulle las sierras palpitantes, ensancha más sus fauces que encrespa el Aquilón.
«¿Qué baja -dice un niño- de Gibraltar? Manadas
no son de los corderos que he visto pasturar;
son bramadores monstruos de crines erizadas;
¡ay, madre, madrecita, nos van a devorar!»
«¡Ay, hijo!, nos arrastra Neptuno con sus palas;
ven a mis brazos, vida, que inútil es huir.
Huid vosotras, aves, huid que tenéis alas;
yo, con lo que más amo, aquí voy a morir.»
Ródano, Volga y Ganges con rocas y arenales
parece que allí caen en loca confusión;
la eternidad lo mismo, sin fondos ni brocales,
traga generaciones marchando en aluvión.
Se enciman y rechazan con golpes violentos,
mar sobre mar furiosos de eterno rebullir;
y entre gigantes olas y huracanados vientos, cuna y tumba del mundo, el caos, torna a hervir.
Parece que al caerse el mar de sierra en sierra, ruede con truenos, rayos, granizo y huracán,
buscando en el abismo los huesos de la tierra,
que a esas águilas, luego, a descarnar darán.
y allá por las planicies de Atlántida rodando, abarranca, desprende y recubre después;
retroceden las sierras sus moles desplomando;
las torres gigantescas se caen a sus pies.
El mar destruye fiero con rauda ligereza,
con un brazo los bosques, con otro, la ciudad,
por la falda del cerro resbala su cabeza
y los dorados prados barre la tempestad.

LA ATLÁNTIDA
Los escombros del templo y dioses destrozados, flotan con la guirnalda que perfumó su altar; se ocultan en las hojas los cálices sagrados
al ver los sacerdotes y dioses naufragar.
El pez vuela en la nube; la nave al bosque vuelve; el topo escala el nido del águila real;
el lecho de los gamos la rémora revuelve
y el de Hesperis, el sapo convierte en lodazal.
y ruedan por los aires las yeguas de las trillas con eras, caseríos, con trigo y segador; leñadores y leños voltean en gavillas,
y la fosa, revuelve muertos y enterrador.
Cadáveres empuja de bosques y ciudades que bullen en las nubes cual fétido botín,
Alcides, que camina al huerto de beldades, recreo de la foca, la morsa y el delfín.
Junto a él una isla, vislumbra peregrina, con blancos corderillos que balan con pavor, porque temen ser presa de la loba marina; mas un golpe de agua la borra con su hervor.
Unas mujeres bellas, desde erguida palmera, tendiéndole los brazos lo llaman con afán, y de sus blancos pechos y blonda cabellera se cuelgan tiernos niños que pronto morirán.
Todo lo esquiva el griego y empuja a cada lado muertos, vivos, rebaños y leñas en montón, buscando a los fulgores de un pino enresinado, la reina de ojos negros que hirió su corazón.
De pronto, tristes ayes de virginal acento se clavan en su alma con su dulce tremar, cual del jilguero triste el lúgubre lamento, al ver en la corriente su nido zozobrar.
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JACINT VERDAGUER
Cerca de las Hespérides, su dulce madre llora en el lozano huerto que deshojó el ciclón, cuando su vista hiere la antorcha aterradora y el miedo y la esperanza, nublan su corazón.
Es quien soltó en sus reinos los mares; ¿va a buscadas para salvar su vida o para más la hundir?
Pero, sus pobres hijas ¿cómo poder dejarlas?
¡Jamás! Entre sus brazos preferirá morir.
¡Oh celestial Pureza! A ella apareciste;
de Bética el camino, tu dedo señaló.
«Ven, si quieres guardarme tu lirio», le dijiste, y ella, para guardarlo, todo lo abandonó.
Vierte el llanto postrero por sus hijas que, yertas en la sombra agonizan de aquel naranjo en flor; sus fibras se conmueven al contempladas muertas y perecer con ellas, ansía en su dolor.
«¿Por qué a mi cuello, hijas, anudo vuestros brazos? El corazón me rompe lo que os voy a decir. Nosotras que vivimos de ósculos y abrazos,
el último nos damos antes, ¡ay!, de morir.
La que en la tierra os puso, os deja abandonadas; mas nunca a sus entrañas acuséis de maldad, pues que llevo en el pecho mil espinas clavadas y trozos son del álma mis lágrimas; ¡mirad!
Id a abriros al cielO", capullos de mi vida,
antes que el mundo pueda vuestro honor empañar. Yo que aspiré a la fuerza su esencia corroÍDpida, con la vergüenza al rostro me tengo que arrastrar.»
y llorando les dice: «¡Adiós, hijas amadas!», y sus lánguidos brazos caer yertos se ven, como caen las trenzas de yedra doblegadas, cuando del árbol pierden el jugo y el sostén.

CANTO SEXTO
HESPERIS
Suben los atlantes a lo alto de la sierra para levantar un edificio que les guarezca contra el nuevo diluvio. Hesperis sale al encuentro del héroe. Cuéntale sus amores y despo­sorios con Atlas, sus cuitas y su mala estrella. Hércules la toma por esposa, y, a través de las olas, con ella en hom­bros, deshace el camino de Gades. Desfallecida, da el pos­trer adiós a los corderos y pájaros que fueron sus delicias. Afánanse los titanes elevando su obra. A punto ya de co­ronarla, advierten la huida de su madre con el griego, y, con los fragmentos del ciclópeo edificio que le arrojan, le impelen monte abajo. Huye a grandes trancos por entre la nube de piedras y las alteradas aguas. Horribles visiones de Hesperis en la oscuridad. El rayo enciende la gran ciu­dad de los atlantes, y ellos, guiados por su fulgor, casi dan alcance a Hércules.

L
A reina de ojos negros para ocultar al griego
que la busca en la noche, de la ira filial, a la ciudad se acerca, do luchan con el fuego como irritado enjambre que roban su panal.
y les dice temblando, que escalen la montaña porque el diluvio toma los pueblos a engullir y que para guardarse, alcen una cabaña donde salvos lo vean bajo sus pies rugir.
«¿Iréis vos?», le preguntan; mas ella les contesta: «Iré cuando el diluvio haya cesado al fin.»
Sus hijos le señalan una rocosa cresta
y Hesperis sueña en tierras de un lejano confín.
Trepando por la cuesta cogen bloques inertes que de cuñas les sirvan para el refugio alzar, y para hacerse jácenas y jabalones fuertes, los árboles hacinan que encuentran al pasar.
Al ver que desolados trepan de roca en roca, la hora de su parto Hesperis recordó,
y retuerce los brazos y entreabre la boca
a punto de gritarles: «jOS engañé!» Mas, no.
Que reflexiona al punto que, si salvan su vida, le robarán la joya de infinito valor
y deja que a la muerte corran a toda brida, el llanto conteniendo y el ansia de su amor.
Por siempre se despide con ayes de amargura; dos arroyuelos manan sus ojos al partir;
la cabellera suelta cual presa de locura;
si alguno se le acerca, aumenta en su gemir.

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JACINT VERDAGUER
Lobos de mar y tierra que quieren agredida, se amansan escuchando tan dulce suspirar; y hasta las olas bravas se paran para oída y van como corderos sus plantas a besar.
«Mortal o dios que seas -le dice-; tú viniste
a verme con los míos al fondo descender; si cual hijo de madre de su dolor naciste, apiádate del llanto que vierte esta mujer.
Madre fui que mis hijas no dejé ver al cielo por si acaso quería llevadas junto a sí,
y ellas se mueren lejos sin el postrer consuelo, sin el calor del seno do alegres las mecí.
Yo tengo doce hijos de músculos fornidos
que a Dios le han declarado guerra terrible a fe; y las moles que lanzan al cielo enloquecidos, aplastarán sus frentes y madre no seré.
Una patria tenía, la joya de la tierra,
y ya no tengo patria ni vástagos ni hogar;
tu brazo, brazo horrible, para siempre la entierra y sólo tengo ojos para poder llorar.
Del alma que me has roto bien puedes condolerte; no temo, no, los monstruos que ya veo venir chirriando los dientes que han de darme la muerte; otro temor me asalta que no osaré decir.
Cuando me coronaban mis amorosos días,
de flores juveniles que marchitó el dolor,
en la sierra que hereda su nombre de armonías, al Atlas reclinada, soñaba con amor.
En el cielo los ojos, la mente a más altura, él, cantaba a los astros y al rubicundo sol;
y a los mundos que Eras fecundó con ternura y yo le acompañaba teñida de arrebol.

,A mis hijos la vista dirigía dichosa,
al mirar cómo ellas les daban de comer
a los níveos corderos ajedrea olorosa, mientras ellos las fieras vencían con poder.
Dejándolos a veces en el césped mullido, bajábamos dichosos al río bullidor;
y dábamos al cisne para acabar su nido, briznas de sauce y brezo y toronjil en flor.
Recordábamos juntos, nuestros tiempos pasados, los ojos de mis hijas, su aire soñador,
al arrullo de frases de castos desposados
que cuando pienso en ellas, me llenan de dolor.
¡Bellos sueños de mayo!, pronto os desvanecisteis... Ahora el alma sólo sabe de suspirar;
y después que entre tiernos besos la adormecisteis sólo a plañir acierta; los ojos a llorar.
Adormecióse Atlas en la hierba afelpada; un mediodía era de bochorno y calor;
a lo lejos jugando percibí mi pollada
y acerquéme del agua a gozar el frescor.
Pero un ave que a veces venía gorjeando, vuela, por mi desgracia, como un astro fugaz y distrae a mi prole que seguía jugando con su pico de oro y su pluma torcaz.
Coge cebo y del prado se sube a una retama;
de allí brinca hasta un sauce do anida el ruiseñor y triscando festiva vuela de rama en rama, hasta donde la yedra me daba su frescor.
La espían y la siguen mis hijos alocados combando con la mano las ramas de azahar, y donde ver creían pájaros, asustados,
me vieron en la espuma desnuda descansar.

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JACINT VERDAGUER
Contiéneles apenas el ángel de pureza, mas vuelven su pupila en mi carne a clavar y la inocencia vuela al Cielo con tristeza velando con sus bucles, los ojos al pasar.
Crecieron, y yo al vedos de victoria en victoria marchar hacia el Oriente de la guerra al fragor, pensé que con su aliento, mataría la gloria aquel turbio recuerdo que fue mi deshonor.
Mas Atlas muere y, fieros, los que llevé en mi seno rugientes me asediaron con satánico ardor,
y quisieron hoy mismo con ademán obsceno hacerme oferta impura de criminal amor.
¿Debí saltar sus ojos do solía mirarme como una arista seca del reseco trigal,
o llamar vuestro rayo, ¡oh Dios!, para vengarme? ¡Perdón...!, era su madre, y no pude hacer tal.
Dejó aquel rudo golpe mi pecho destrozado y vine dolorosa sin palabra añadir,
para regar la tumba de Atlas idolatrado, y si tú no me acoges, me dejaré morir.
Tú, que mi patria hundes, no me pierdas con ella. Ten piedad de esta madre y vámonos los dos, librando de entre todas mis joyas la más bella. ¡Salva tú mi pureza, o mátame, por Dios!
Sálvame por los niños que a ti te dicen padre; yo les daré mis pechos; mi amor les daré yo; mira que es muy amargo para una pobre madre amamantar la prole del que su grey mató.
Mas... no. Déjame sola, que de Atlas soy la esposa. Nadie, ni por salvarme, mi cuerpo ha de tocar. Entiérrame aquí mismo bajo tan fuerte losa, que no puedan mis hijos mi cuerpo profanar.»

LA ATLÁNTIDA
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Le dice, y desmayada, contra el sauce se apoya que los huesos cobija de su primer amor
y «¡Despósate!», escucha que sale de la hoya entre el filial lamento y un grito atronador.
«Vamos -dice Alcides-, no añores tu nido. También de mi patria las playas perdí; ¿de Grecia, la hermosa, hablar no has oído?
por ti yo la dejo
si en dulce himeneo te enlazas a mí.
El cielo te envía cual nave a tu Alcides, para que hasta tierra te pueda llevar
y en playa te deje, feliz, donde olvides
los bosques que fueron,
los bosques de cedros que arrastra la mar.
Allí, do te esperan las hijas de lberia,
azul es el cielo; la tierra, feraz; trasplantar tú puedes las rosas de Hesperia
y yo, de Beocia
con artes de guerra, torneos de paz.
¿Mi maza te espanta que monstruos aterra? No es dura mi alma cual ella; lo sé;
pues mientras abría de Calpe la sierra
he oído tus voces
y a darte socorro, corriendo llegué.
Cual río que cae de altiva montaña,
el árbol arranco que encuentro al pasar; lo rompo y destrozo cual lanzas de caña,
mas riego y abono
las flores modestas y el débil juncar.
¿Quién soy? Los centauros de Tracia me huyen; al verme, se oculta medroso el león;
las torres soberbias mis pasos destruyen

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JACINT VERDAGUER
y hasta el monte recio
si piso sus rocas, tiembla a mi presión.
Soy el torbellino que agita la sierra;
el rayo que franco dio paso a la mar; que ahoga a las Hidras y al águila aterra;
para ellos, Alcides,
para ti, ¡mi yedra!, soy dulce palmar.
Mas ya el agua cubre los valles y el llano y anega los montes. ¡Huyamos los dos! La tierra dejemos de ambiente malsano,
bellísima Hesperis, .
antes que la rompa como up vaso, Dios.»
La pone en sus espaldas y al bravo mar se lanza y son alas y remos sus brazos y sus pies,
en tanto que ella gime de pena y añoranza
y dice así a las selvas que se hundirán después:
«¡Adiós, pájaros bellos, que alegres me cantabais, ya nunca entre sus auras del alba iréis en pos; setos que para darme la sombra os enramabais, arcadas de follaje, adiós, por siempre adiós!
¿Y mis corderos? Vienen por mi voz atraídos. ¡Qué hermosos a la vista!, ¡qué finos al tocar! Parece que me digan con sus tristes balidos: "¡Mátanos!, si contigo no nos puedes salvar."
Mas, ¡ay!, busco a la Parca que huye de mis brazos pues soy sólo una muerta condenada a vivir. ¡Adiós río azulado, adiós verdes ribazos,
adiós bosques sombríos, adiós, voy a morir!
Con todo cuanto adoro ¡jardín! voy a dejarte
juguete de las aguas que bullen con fragor. La lira que me llevo me ayudará a llorarte, pues sólo tiene entera la cuerda del dolor.»

LA ATLANTIDA
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En tanto allá en el monte que hasta las nubes toca, levantan los atlantes otro como un fortín,
para ocultarse juntos, cuando de roca en roca salten las olas bravas cual dagas a un festín.
El hierro del cantero hiende la peña cruda que se quiebra ablandada por su negro sudor; y unos sobre los otros, por la espalda desnuda dejan rodar los bloques por puente trepador.
Otros, con corvas uñas de diablos las sacan
con fuertes sacudidas de empuje destructor,
y a falta de sus mazos, con los pies las machacan y las falcan con piedras igual que el leñador.
y con gigante mano las ponen en hileras
en murallas que miden seis brazas de espesor, y tiran sin esfuerzo los techos de las fieras cual vellones de lana que aumentan el grosor.
y luego la coronan con curva indestructible; se doblan cien espaldas formando arco toral
y bloque a bloque asientan con su presión terrible, sin que se altere un punto la presión arterial.
Ya terminado el fuerte, del agua se rieron, mas, lejos entre leños y espumas al bullir, al fulgor de la tea estupefactos vieron
al coloso de Grecia con Hesperis huir.
Le arrojan herramientas y montes desgajados y detrás saltan ellos cual río arrollador, -apoyando sus brazos en robles desramados que sirven de puntales, y rugen con furor.
y a cada paso dejan detrás sierras y mares; trasponen hondonadas, ríos, cuencas, pinar; nunca vieron las grullas al tornar a sus lares, más de prisa en su vuelo las montañas pasar.

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JACINT VERDAGUER
Sus gritos, sus pisadas, las vigas que le tiran a Alcides espolean a huir de aquel lugar; las selva& y los montes de sus pié~ se retiran, mas él hiende animoso, el agitado mar.
Al temporal de troncos que el vendaval le asesta y al que del cielo viene de diluvio y fragor, otro arrojan las nubes sobre su rubia testa rugiente, tremebundo de lluvia y de terror.
El pino se le apaga que en su mano flamea, única luz que tuvo aquella noche atroz,
y una intensa negrura la inmensidad rodea, cual si el Cielo apagara sus luceros, veloz.
Leones, caimanes y osos blancos se topan,
y montafias de hielo con prados de verdor;
sobre el haz de los mares, fieras olas galopan
y parece que el mundo se desquicia de horror.
Las nieblas apiñadas se funden en pedrisco; sus crines encendidas sacude el huracán; responden las ballenas al mar con su mordisco que, cual flotantes islas, no saben dónde van.
El griego entre las fieras se abre duro camino a tientas con las olas teniendo que luchar,
y el aluvión que el agua levanta en remolino contra su frente estrella un mar y otro mar.
Cayendo de los aires que las furias desatan, se despeña en la sima de un abismo infemal, y de sus antros, nuevas ráfagas lo arrebatan como hoja seca y leve que agita el vendaval.
Cuando imagina hundirse por rocoso escarpado, blandas mieses silvestres le acarician los pies; si juzga que el reflujo de la mar ha menguado, junto al tonante rayo lo levantan después.

lA ATlÁNTIDA
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y a su fulgor, un caos se ve de roja llama
y un átomo parece que bulle en confusión;
abajo, el monstruo horrible del fiero mar que brama; arriba, piedra yagua que cae en aluvión.
y nieblas, olas, vientos iracundos compiten; los ámbitos del cielo miden con los del mar y en su incesante lucha, siete veces repiten del trueno el estampido que estalla sin cesar.
Ve los cuerpos de niños y mujeres errantes algunas con sus hijos que aprietan junto a sí, y en las nevadas crestas, ve lejos los atlantes que sus ojos de brasas le clavan desde allí.
Contémplalo y de nuevo, otra vez las tinieblas; y en las olas revueltas va desde el cielo al mar,
ya rozando los dientes de un risco entre las nieblas, ya preso en los nudosos tallos de un olivar.
Se cae y a menudo lo abisma el mar con saña; donde refugio busca, un orco ve feroz;
el roble a que se aferra cede como una caña; donde sus plantas fija, se abre un abismo atroz.
Siguiendo la mirada de una fiera monstruosa, presa se siente casi de su boca fatal;
y al rozar de sus dientes en la sierra, la hermosa une sus alaridos al concierto infernal.
y entonces se imagina ver monstruos espantables que manotean fieros con hórrido ademán, abriendo, cual cavernas, sus bocas insondables que en el fulgor del rayo arden como un volcán.
Hesperis por doquiera ve animales informes. Los ve entre capiteles y zócalos rodar.
La ráfaga es el aire de sus alas deformes;
su lengua es la centella yel trueno su bramar.

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JACINT VERDAGUER
Son fantasmas que alargan sus brazos sarmentosos, las plantas, que la azotan en alto la raíz;
las rocas son ballenas y las montañas osos,
que, chocando, encapuchan con nubes la cerviz.
De pronto, la ilumina una aurora medrosa; es un rayo que incendia la atlántica ciudad; la llama que la ciñe cual orla caprichosa, responde al mar y al cielo con ronca majestad.
Vergeles y palacios son bocas de Vesubio
do se baten sin brío con el rugiente mar,
y al notarlo sus hijos luchando en el diluvio
«Bien ha tardado -exclaman - en arder nuestro hogar».
La lluvia azota a Alcides y a chorros le vomita guijarros que podrían los molinos usar; rumor de agua y espuma a su espalda se agita que lo quieren con brazos de rastrillo garfiar.
y cuanto más avanza, más cerca oye el bramido; sus uñas ya le rozan las plantas de los pies
y al grito que la bella lanza despavorido, recela que sus bucles ya le arpan como mies.

CANTO SÉPTIMO
CORO DE ISLAS GRIEGAS
Episodio: Ensánchase el estrecho de Gibraltar y el mar Interior deja fluir aceleradamente sus aguas, descubrien­do nuevas islas y continentes. Grecia al despertar. Delos. Las Cícladas. Las Equínades. Sicilia. Lesbos. El valle de Tempe. Renacimiento. Apoteosis de Hércules.

A
las crecientes olas, su inmensa portalada, de par en par les abre e! roto Gibraltar.
Sus dos moles de piedra dan paso a la riada y e! destrozado Calpe sirve de valladar.
Con gritos de pavura lanza e! mar sus caudales, como si todavía tronase Adonaí;
y rueda envuelto en lodo, peñascos y zarzales, montado en e! salvaje caree! de! frenesí,
y crece e! mar hambriento; la hambrienta catarata de Etruria y Chipre, atrae las aguas en tropel; disminuyen los lagos y los ríos de plata
ye! mar Mediterráneo rebasa su dintel.
Cual cocodrilo inmenso, abre e! Nilo su boca; Éfeso, Esmirna y Troya, se alejan de la mar; Tiro se coge al Asia con sus brazos de roca y al Sahara las Sirtes sus pies dan a besar.
Abren los Apeninos sus entrañas de mármol; Provenza crece para sus islas ver surgir,
y lo mismo que brotes de un gigantesco árbol, las tierras se aureolan con islas de zafir.
Así, cuando el sol muere, van en veloz carrera sus rayos a Occidente cual ríos de metal; con él muere la vida, la obscuridad prospera mas luego brilla hermosa la aurora boreal.
y se ven en los pliegues de aquel mundo que expira, desengarzadas perlas de vivo tornasol;
chispas que se escaparon de aquella enorme pira, huellas de oro fundido del gigantesco sol.

'8
JACINT VERDAGUER
Madre del mundo, ¡oh Grecia!, tú dormías cual Venus, por las olas recortada, aquella horrible noche y nada oías
del trueno y pavorosas armonías
en que se hundió la Atlántida adorada. Mas cual manto de seda, desgarrada,
la mar, que en dos repliegues aún te abriga, al cielo te mostró; tú despertaste,
ya la opalina luz de las estrellas
y de la luna amiga,
tus tiernos ojos, de pupilas bellas,
hacia el jardín de Hespérides giraste.
y allí, por tus arenas, rodaron siete cántigas sonoras cual de bellas sirenas
que amoríos y penas
en tus playas cantaran seductoras.
DELOS
Por el tridente de Neptuno, arpada de los tres bordes que Sicilia huella,
me vi, cual nueva estrella, del mar inmenso en el azul lanzada.
Las gaviotas albinas
al verme por la espuma coronada, creyeron ver en mí su hermana bella,
las águilas marinas pensaron que yo era la doncella que entre randas de mar y coralinas el virginal capullo descabella.
Al contemplarme cerca de la Etolia, Aqueloo, al beso de la aurora,
me tomaba por cáliz de magnolia que ambrosía brindara seductora.

LA ATlÁNTIDA
Las islas se pensaban
que era una nave de rumbosa vela,
que, llena de donaires,
los apacibles aires
de Epidauro a Dóride empujaban, y con rumor de dulce cantinela, los tritones detrás me cortejaban persiguiendo la cinta de mi estela.
En mi seno encontró grata acogida Latona perseguida
por Juno soberana
de Júpiter seguida,
cuando el bosque huía de sus lazos, le negaban los ríos sus ribazos,
sus guaridas las fieras;
ya la sombra que daban mis palmeras parió, y cuna de Febo y de Diana,
yo la mecí amorosa entre mis brazos.
Dejando entonces las pactóleas ribas cantando siete veces me enlazaron los cisnes de Meonia y fugitivas,
a mi torno danzaron
las Horas, ¡ay!, echándome sus faldas de murta, terebintos, siemprevivas, ámbar, coral, topacios y esmeraldas.
Igual que entre las flores es la rosa,
de las islas yo soy la más hermosa.
Pero anoche aterrada
a un presagio de tempestad airada,
del mar de Mirtos me abrigué en las calas
do entono mis cantares,
y plegando las alas
para siempre me quedo en estos mares.

80
JACINT VERDAGUER
LAS CíCLADAS
Ninfas de pies de rosa
en estelada airosa,
de las playas de Argólida salimos por ver a Delos bella
y amorosas corrimos
a flor de agua raudas como ella;
mas nuestros pies se hielan
y en raíces de piedra se cincelan;
en promontorio fácil
dilátase nuestra silueta grácil.
En el pecho sentimos del aire entrar la frialdad marina;
con guirnaldas de nardo y clavellina nuestra frente ceñimos y en célica escampada
rodeando la cuna de Latona,
para hacerla corona,
en oasis del mar nos convertimos.
LAS EQuíNADESl
Ninfas también, del Aqueloo amadas, de los dioses las aras enramamos,
y tantas flores en su honor gastamos
y hierbas aromadas,
que al adornar el ara del dios padre, tan sólo troncos y hojarasca hallamos. El río que bramaba en la ribera
veloz salió de madre,
como un león saltando en su carrera; nosotras hacia el mar, por la pradera huyendo, sus embates sorteamos
y entre espumas, cual densa tolvanera,
heladas nos quedamos
al franquear sus bocas,

LA ATLÁNTIDA
pues su aliento de fiera
nos convierte en seis rocas
donde Proteo acampa con sus focas.
MOREA
Cual hoja de morera
al absorber la savia en primavera,
siento con nuevas alas espaciarse
mi espléndida ribera.
De Élida hermosa veo con Zacinto
los perfumes y flores cambiarse, y con puente de oro a mi Corinto
con Beocia enlazarse
y de Cíteres bella enamorados Maleo el bifurcado y el Tenaro,
con mirtos enramados, tender sus brazos en gracioso aro.
SICILIA
Mis cíclopes potentes trabajaron aquella noche hasta el postrer aliento y en las fraguas del Etna resonaron los yunques con redoble violento
hasta nacer el día.
Por valles y montañas
la tierra en agonía,
vaciaba sus ígneas entrañas.
Horrísona se oía
del Ocaso la voz expiatoria,
cual un mundo que herido se cuartea con sus pueblos, sus tronos y su gloria. Lejos aún, el rayo centellea;
a su fulgor ya estoy acostumbrada; mas no me liga Italia a sus ribazos,

82
JACINT VERDAGUER
pues sólo por ser griega,
al verla de tinieblas rodeada,
la separé por siempre de mis brazos.
LESBOS2
Entre Lemnos y Chío,
mientras dormía anoche candorosa
(si no es que aún me dura el desvarío),
mis mitades floridas
se encontraron unidas
cual dos anillos de cadena hermosa.
Ya mis viñedos de Isa
alargan sus sedosos cañamazos
por los jardines fértiles de Antisa;
el cordero que trisca en los ribazos
do aletea la brisa,
pasta la verde hierba que se alisa
en mis bellas mitades paralelas;
y la mar que recorta mis pedazos,
al flojar sus lazos
ha hecho que mis dos hijas gemelas,
se unieran para siempre con sus brazos.
Cuando urañas matronas,
su lira destrozando y sus coronas,
a Orfeo la cabeza le cortaron,
más humanas que ellas se apiadaron
las olas juguetonas
y en su falda de perlas la ampararon;
meciéronla vencidas restañando con besos sus heridas, y de Flora en la célica enramada
de mi orilla dorada, cual ofrenda de ninfas la dejaron. Su boca abriendo por la muerte helada
cual una rosa ajada

LA ATIÁNTIDA
83
que vivifica el llanto de la aurora, allí el nombre suspira
de Eurídice la bella;
y yo al oído suspiré con ella.
Su melodiosa lira,
fontana de dulzura,
junto al Cisne en el cielo fue colgada y de tanto mirada allá en la altura,
con terrenal figura
la suya celestial llevo grabada.
TEMPE3
Al inundar mi selva indefinida
el Peneos corriendo con orgullo
como corcel sin brida,
disminuyó su galopar salvaje,
y de mi ruiseñor al dulce arrullo
y al tierno suspirar de mi follaje,
sus aguas cristalinas,
besando las acacias peregrinas,
sus bríos y su ardor disminuyeron;
y al rozar por la piedra
en lecho de verdura y clavellinas,
bajo arcadas de yedra,
cual doncellas divinas
vencidas por el goce, se durmieron.
Las rosas, alelíes y grosellas,
los vaivenes del agua deshojaron
y sólo las estrellas
de azul vestidas como joyas bellas,
en las noches de estío se besaron.
y hoy que quería reflejarse en ellas
su reina dolorida,
cuando desde el Olimpo entre enramadas
abríanse salida
las olas azuladas,

84
JACINT VERDAGUER
tornan al lecho de su edad primera
y yo, otra vez florida,
volví a albergar la dulce primavera.
Venid, venid, doncellas de Tesalia, como al panal las místicas abejas; dejad por mis purísimas corrientes, ¡oh Piérides!, las aguas de Castalia;
y al evocar dolientes
de vuestro amor las quejas
que duermen en la lira,
decidme... ¿quién retira
cortina de mi Edén, colcha azulada, que en mi lecho teníame abrigada?
Al gigante Peneos, ¿quién desvía
de mis amantes brazos?
Las aguas del Egeo, ¿quién envía
cual ciervas temerosas
que vuelven a regar otros ribazos? ¿Quién esparce en las playas ondulosas estas islas rientes y verdosas?
Grecia responde: «Es mi hijo Alcides;
le vi desde la sierra,
mirador de los dioses en Tesalia,
de donde ve la jadeante tierra redondearse en su tenaz revuelta,
como un áureo escudo esmeraldino
al que le da la vuelta
el Océan04 río peregrino.
Es mi hijo que suelta, ¡oh Peneos!, las aguas que ahora expides, porque de Tempe y de su amor te olvides.
Sus manos amorosas
vuestros tiernos capullos han abierto ¡oh Cícladas verdosas!
Es él, que a ti, Citeres,
y a ti que bella eres

LA ATLÁNTIDA
y que heredas el nombre de las rosas,s
del Egeo os ha hecho el antepuerto.
Es Hércules que acierta
a romper, mar latino, tu misterio;
de Gibraltar le he visto abrir la puerta
y hacia el jardín de Hesperis
de su tea a la luz débil e incierta, mostrarle al dios Neptuno otro hemisferio.»
Dijo; y como de cisnes la pollada,
al escuchar junto a su blando nido
el suave ruido
del que les lleva la comida ansiada, arden las rocas en filial deseo;
y las hijas de Grecia y del Egeo
un himno entonan que la bruma inciensa,
cántico dulce y grave
que en sus conchas, meciéndolas suave, recuerda al suspirar, la mar inmensa.
Cabe de la montaña,
la Oréada se enjoya y se perfuma;
la Náyade se baña
en la fontana de lechosa espuma;
en cada hueco del nudoso árbol,
el corazón palpita de una diosa;
y toma vida el mármol
y en cada flor los céfiros mimosos
ven los ojos verdosos
de Napea amorosa.
Al compás de las Gracias
armonizan su danza en las riberas
los pastores tañendo dulces sones
a la sombra de pálidas acacias,
y en el cielo, las rítmicas esferas.
y entretanto, de Ceres con los dones,
la perfumada Flora
extiende sus festones
de flores, de verdor y de ramaje,

6
JACINT VERDAGUER
la desnudez cubriendo de follaje
de las islas que adora.
Iris que el sol añora,
con los siete colores, la guirnalda
que adornarán los cielos de esmeralda,
le teje seductora,
y arriba, en el Olimpo refulgente, abren los dioses paso al más valiente.

CANTO OCTAVO
EL HUNDIMIENTO
Las aguas se enseñorean de las alturas, y se desposan para siempre las olas del mar del Norte con las del Sur, las de Occidente con las del Mediterráneo. Aproxímase Hér­cules al muro de Gades. Gerión, después de tomar de sus hombros a Hesperis, derrumba sobre él una gran roca. El héroe remanece, y da muerte al traidor. Nace el árbol dra­go, que llora sangre junto a su sepulcro. Hesperis, desde la cima de un peñasco, envía tristísima despedida a la tierra que se hunde, y cae en fantaseador delirio. Alcides, arribando al promontorio, mata al gigante Anteo, y, ar­mado de su cadáver, acomete y extirpa la casta de las Ar­pías, Gorgonas y Estinfálidas.

E
NTRE rayos y olas destrozados hervían
de Calpe los jirones, que arrastraban detrás los esquinados bloques que al cóncavo salían a ver la luz del cielo que no vieron jamás.
Ante el fragor del caos se abisman nuevamente sobre el sillar que siempre les sirvió de sostén y en el antro siniestro de aquella mar rugiente, truenan y se estremecen con hórrido vaivén.
La que tálamo fuera de Hespérides hermosas,
se hunde y sus picachos ruedan al valladar;
y exhala tristes ayes y voces angustiosas
cual hembra que, en mal parto, la vida va a dejar.
Al monte abren sepulcro las llanuras rajadas lanzando resoplidos terribles al crujir;
ya no caen ciudades ni torres almenadas; de un mundo en la agonía mortal es el gemir.
El Minhocaol enorme que duerme en sus entrañas al ver que así las rajan, ardiendo de furor,
sale entre los escombros de pueblos y montañas y los monstruos marinos se ocultan con pavor.
Mas otros, el abismo escupe entre las rocas que en el árbol que cruje tenían su nidal; ogros y basiliscos de ennegrecidas bocas y enormes sierpes boas de erizado dorsal.
Cual dique que se rompe, la tempestad revienta en rayos fulgurantes y sierpes carmesí
y al paso de las olas que Atlántida sustenta, sus raíces profundas arranca tras de sí.

90
JACINT VERDAGUER
Sobre su cuerpo danzan las iras del Etemo;
su frente y pecho aplastan las furias de Satán, mientras hacia el abismo, los genios del Averno cual gnomos contrahechos, la empujan con afán.
y encima de los montes cual toros sin barrera, el mar Mediterráneo las olas ve en la lid,
que con enormes rocas chocan en su carrera ya empellones las tiran sin decides: «Huid.»
Del torbellino en alas pelea el mar helado con islas, continentes y hielos en montón, que en lajas los arroja del uno al otro lado seguido por las naves, las fieras y el ciclón.
A lo lejos, la Atlántida en su tálamo echada, con la voz de poniente responde al ronco mar; y para abrir la presa de su sierra encrestada, enormes moles de agua le arroja sin parar.
El muro de peñascos cae con estruendo como a las duras hachas el roble secular; y ruedan las almenas a su fragor tremendo mientras se desmorona su asiento circular.
Se aterra; y sus escombros en alas de las Furias, las olas levantiscél'S reciben en montón, rellenando los llanos que hollaron mil centurias y arrancando los montes que respetó el ciclón.
Chocaron; con sus aguas, sus aguas se juntaron y al fragor de los rayos y del trueno al bramar, con etemal abrazo la su amistad sellaron entre flotantes selvas e islotes sin formar.
Cuando Dios rompa el mundo, así entre sus despojos se verá al sol rodando cual despeñado alud, buscando a tientas, ciego, sus resplandores rojos
y a la Parca a los muertos llamando en su ataúd.

LA ATlÁNTIDA
Mas la voz del arcángel domina los rugidos
y le envía más Furias, rayos y tempestad. «¡Cerrad con ella polos del Norte y Sur unidos!, ¡fieras, a dentelladas su cuerpo destrozad!)}
y con el raudo azote de su rojiza espada las hostiga, iracundo, chispeando al rasgar y el reino derruido y la aldea incendiada juntan sus fieras voces a las del ronco mar.
Los ánimos de Alcides, no obstante, no decaen; por cima de las olas se yergue con vigor
y unos muros lejanos vislumbra que le atraen cual canto de sirenas brindando paz y amor.
Era tu frente, Cádiz, hija del mar radiante, gaviota que en el cáliz de un lirio fue a anidar, palacio marfileño que el sol besa anhelante, y una sonrisa el griego vio en tu costa brillar.
Mientras ellos se alejan tragando el agua amarga, Hércules cobra aliento y rema con tesón,
y agarra una palmera que Gerión le alarga
por las musgos as brechas de un viejo torreón.
A Hesperis se abalanza al ver el griego asido; de su cuadrada espalda la ayuda a descender, y ansioso de gozarla, feroz, enardecido,
deja ir la palmera y al griego hace caer.
Para darle en la tumba del mar lápida inmensa, un peñasco le arroja que vuela en aluvión, montaña sin raíces que en su caída intensa levanta entre las olas terrible confusión.
Rueda aún al abismo aquella enorme losa cuando la vista torna a Hesperis Gerión; y en su ilusión la mira como silvestre rosa y los labios le besa rugiendo de pasión.

92
JACINT VERDAGUER
Pero la mar de pronto, más lejos espumosa, una frente, unos hombros, un coloso enseñó que rugió de coraje y una maza furiosa
a aniquilar al monstruo rauda el viento cruzó.
Tú sola, hermosa Cádiz, tú sola lo sentiste; junto aquellas piltrafas, nació un drago2 llorón; con sus hojas de espada verde dosel le hiciste que, con sangre los siglos riegan con emoción.
Ella, a su patria mira gimiendo en su querella y en vano en aquel caos la busca de aquel mar, pues la arrasó la Parca que ya la llama a ella y sólo tiene ojos para poder llorar.
Al resplandor ya vuelta de su Sodoma impía, parece aquella otra blanca estatua de sal. La esfinge dice: «¿Verte no podré, patria mía, ni al resplandor siniestro de este rojo fanal?
¿Do estás, jardín hermoso, que no veo tus lirios? ¿Do estáis, hijas amadas, decidme dónde estáis?
¿Por qué con vuestros besos no calmáis mis delirios? ¿Por qué nadie responde? Decid: ¿Por qué calláis?
Tan sólo roncas voces respóndenme de hienas; aquel que os tiene presas ¿por qué me deja a mí? ¿Para él os di, gozosa, la sangre de mis venas? ¿Para él entre dolores mortales os parí?
¡Quién como yo infelice...! Ya las vacas marinas vendimian lo podado por noble viñador;
para ellas, ¡ay!, anidan las cigüeñas albinas, mas yo he parido un fruto que nutro de dolor.
Y tú, ¿qué has hecho, esposo, de tus grandes victorias? ¿Do está tu lira de oro? Se convirtió en pavés...
Cual nieve derretida se esfuman hoy tus glorias
y si una tumba tienes, el mar sabe cuál es.

LA ATLÁNTIDA
De los pueblos vencidos, alguna nave airosa labrando el mar que crece con mi etemo llorar, con su áncora de hierro destapará. tu fosa
que las fieras marinas irán a profanar.
Romperá las guimaldas de nuestra dicha añeja que yo trencé, la escórpora que anida en el coral; y ¡horror!, tal vez con rizos de nuestras hijas, teja su nido entre las blondas del tálamo nupcial.
¿Y nuestros hijos fuertes? ¡Ay mi querido esposo! De sus cuerpos quemados huirá el jabalí
cuando el mar los vomite. ¿Por qué, Dios poderoso, me hicisteis nacer viva si he de sufrir así?
Para beber aromas y aspirar su donaire,
de bella forma has hecho el cáliz de la flor;
para que cante, el ave; para macerla, el aire,
y a mí, cual mar profundo, me llenas de amargor.
Ya siento que se apaga la luz del pensamiento, ya se cierran mis ojos y se hielan mis pies;
el huracán, del mundo trae el postrer aliento y yo velo su osario lo mismo que un ciprés.»
Dijo. Y por no ver cuadro tan fatal y sombrío, el rostro vuelve triste y el cuerpo al suelo da, por tantas emociones se sume en desvarío esperando la muerte que pronto llegará.
«¡Ay!, mis retoños veo caer en remolino, dándoles por entrada sus antros Satanás, como recibe el trigo que cae en remqlino, la infatigable rueda que siempre pide más.
¡Hijas mías!, imperios os prometí amorosa y ahora os doy tan sólo siete palmos de mar. De Gerión huyamos; yo soy la dulce esposa; abre, Atlas, que vengo tu tumba a golpear.»

94
JACINT VERDAGUER
Salmodia s mortuorias el mar lejos suspira con notas estridentes de macabro estertor. Colgada de un naranjo también llora la lira con ella, la añoranza de su primer amor.
Mas las Parcas enfundan sus guadañas cortantes y le ponen un velo que no le deje ver
el bárbaro exterminio de sus hijos gigantes que de su torre altiva empiezan a caer.
Alcides valeroso, lucha a brazo partido del mar entre las olas de cegador vaivén, y cuando ya se rinde, casi desfallecido, sus ojos fatigados la playa cerca ven.
Le esperan allí arpías, númidas y amazonas y fieras que el desierto vomita sin cesar; ¿vendrán para aclamarle y ofrecerle coronas por haber de cadenas dejado libre el mar?
Tan pronto como el griego la playa aquella toca, cual nube de langosta le asaltan en alud
y a Anteo el jefe siguen3 cual despeñada roca que ruede desbocada en alas del simut.
Como herida de un rayo, vio el África medrosa como Alcides a Anteo el caudillo embistió;
la víctima postrera de su clava gloriosa
que de terribles monstruos la tierra libertó.
Tres veces a sus plantas rueda Anteo que gime alzándose del barro sin dejar de rugir, mientras con férrea mano lo enarbola y oprime los huesos como cañas haciéndole crujir.
Lo arroja y lo recoge y azota a sus secuaces haciendo del cadáver una maza infernal,
y destruye a su paso como si fueran haces, hombres, fieras, montañas, encinas y zarzal.

LA ATLÁNTIDA
95
En vano le disparan flechas las amazonas tomando por escudos cabezas de mamut;
con sus garras y dientes le atacan las Gorgonas4 y las furias le envían su aliento de simut.
Mas todas se anegaron en el mar aterradas como grullas que barre de tierra el huracán, yal verse por el griego, sin jefe acorraladas, Harpías y Estinfálidas al infierno se van.

CANTO NOVENO
LA TORRE DE LOS TITANES
Medio destrozados por la marejada, trepan los atlantes a una sierra no conmovida aún por las olas. Sin esperanza de arribar a Gades, prueban, para evadirse del diluvio, a escalar el cielo. Al distar dos dedos tan sólo, la torre, he­cha de sirtes y de trozos de montaña, se atierra, y entre horribles imprecaciones, arrojan contra Dios los escom­bros del derruido edificio. El Exterminador impele los ele­mentos contra ellos, y con su tajante espada acaba de abrir el abismo de la Atlántida en la tierra. Húndense en él los titanes y de su sepulcro brota el volcán de Tenerife. Envaina el ángel su espada de fuego, y remóntase a las nubes despidiéndose de los restantes continentes hasta el día del Juicio. Resuena en las alturas un cántico de gloria al Altísimo. El ángel de la Atlántida, al restituirse al cielo, entrega al ángel de España, que de él desciende, la corona de la que fue reina de los mundos. La voz del Teide. Terre­motos en las islas atlánticas.

.
H
URRA!, buitre marino y tiburón hambriento,
, la Atlántida os ofrece sus hijos por festín,
que luchan con las olas juntando su lamento al que los mares lanzan tragándose el botín.
Se hunden ya los atlantes entre la mar terrible, tan pronto como suben las nubes a tocar; retroceden y avanzan en retahíla horrible
con armas, fieras, troncos y escombros del altar.
Igual que en el mar rojo las olas hacinadas sobre Moisés, cayeron del ronco trueno al son, resbalando iracundas y sepultando airadas los carros y legiones que manda faraón,
así carros, ballestas, atlantes y guerreros, rodaron al abismo que los tragó tras sí,
y a los que moribundos socorro piden fieros, responden los delfines: «jHurra!; henos aquí.»
Sacando la cabeza, cuallodosos tritones, atisban si en el caos a Alcides pueden ver;
y al no hallarle, que es pasto piensan de tiburones y con tal de que él muera, no temen perecer.
La ciudad como un hacha entre chispas flamea y una madre parece condenada a alumbrar,
con sus torres huesosas que ya el abismo husmea, la muerte de sus hijos que luchan con el mar.
A su furor se aferran a un respaldar de sierra que aun al gran diluvio la frente no inclinó y limpiando sus ojos ven como toma tierra el griego que hasta España salvo por fin l,legó.

100
JACINT VERDAGUER
No pudiendo beberse su sangre, se desata
el odio tremebundo de su loca pasión,
y contra el cielo se alzan que así se lo arrebata, destilando veneno su inmundo corazón.
y agarran grandes troncos que en las rocas astillan; rocas que encima de ellos se caen con furor,
y unos sobre los otros los montes encastillan
con tal escala, ciertos de vencer al Señor.
De un empellón allegan enormes edificios, campiñas, pedregales y huesos de mamut;
donde llanura había, se abren cien precipicios al arrancar montañas y crestas en alud.
Si los bosques enseñan sus verdes cabelleras, las arpan tremebundos haciéndolos seguir, con sus robles, sus pinos, sus ríos y sus fieras y encima los arrojan otro techo a cubrir.
El Pirineo y Atlas forman sólo una sierra; uno escabel del otro; peñón sobre peñón;
y Ábila y Calpe, restos de Atlántida en la tierra, ya cabalgan sobre ellos en loca confusión.
y unos encima de otros se empinan los atlantes que escalonan olmedas y cerros con afán,
y cerca de los astros sobre rocas gigantes, para cogerlos alzan sus brazos de titán.
¡Ira de Dios!, ¿qué, duermes? ¡Ah, no!, que a tu soplido la torre gigantesca su carga despidió,
cual sacude la suya de fruto corrompido
la encina milenaria que el fuego resecó.
Se desploma la torre de montes seculares formando una cascada de bloques al caer;
de la cumbre a la tierra, de la tierra a los mares, de montaña en montaña sin parar de correr.

LA ATIÁNTIDA
101
En el voraz abismo rugientes se despeñan heridos por el rayo que les mandó el Señor,
y sus frentes al choque se abollan y desgreñan y clávanse las uñas y muerden con furor.
Hasta el alma en sus iras se habrían arrancado con sus terribles garras de su venganza en pos, si a su temprana muerte no se hubiera apagado la tempestad que sube de su sepulcro a Dios.
«¿Do está -furiosos gritan-, do está? ¿Por qué se
[esconde?
Ni muerte que nos mate ni fuego tiene ya.
Si de su rayo fía, ¿dónde lo tiene, dónde?
Si lo ostenta, arrancado nuestro furor podrá.»
Escucha Dios y al rayo que baja de la cima a aniquilar protervos, ordénale parar; mas ellos, a quien sólo el odio reanima, para vencer al cielo, piden armas al mar.
Hurgando como topos a gatas van saliendo y apilan a los muertos que el mar aniquiló,
y atándolos con tallos un puente van haciendo, por donde pasan todos los que el turbión dejó.
Los boababs1 rajados al descender con furia, tornan con los ribazos las nubes a rasgar
y quieren, cual gigantes de pasada centuria, el origen del mundo a la tierra explicar.
Si acaso sus esposas que con horror los miran les dicen aterradas: <<jAtlantes, ay; ¿qué hacéis?» Garfean sus cabellos y a las nubes las tiran diciendo con coraje: «¡Ahora, a Dios volvéis!»
Barracas, naves, torres, furiosos voltearon,
que son montes en tierra e islotes en la mar, según donde fue el sitio en que al caer quedaron, dando a los buitres nido y a las focas hogar.

102
JACINT VERDAGUER
Selvas, valles, montañas, linderos, promontorios, danzan por las alturas en confusión atroz
y chocan en su vuelo zócalos con cimborios,
y en el peñón volcado, corre el agua veloz.
La!> cumbres de los montes chocan con sus cimientos2 y éstos, con las estrellas del cielo en el confín;
y caen luego en lluvia de escombros polvorientos
y parece que al mundo le ha llegado su fin.
En tanto el torbellino con choques violentos juega con los jirones de tierra al voltear
y aúllan todos juntos como lobos hambrientos que el rastro del cordero no logran encontrar.
Mas los hostiga el ángel: «¡Ea!, desarraigadla, haced leña y astillas del árbol que pecó. Cual hierba maldecida por el cielo, quemadla y aventad las cenizas que el rayo calcinó.»
Se callan mar y cielo cuando su grito escuchan; sangre destila el monte como prensada vid; con sus goznes de hierro los elementos luchan y se abisman huyendo de la terrible lid.
Como un río que cae del cielo en torrentera, una espada encendida baja hacia aquel peñón, que el cielo no podría mover si se cayera auxiliado por vientos y fuego en explosión,
y allí vuelca su carga como en lecho de cañas y el maestrom viscoso ábrese engullidor
y la tierra le enseña sus negruzcas entrañas y hasta la más oculta, se raja con terror.
Retroceden medrosos, mas oyendo ya encima retronar del arcángel el hálito fatal, sombríos se zambullen del abismo en la sima que al ver aquella hornada sonríese inlerna!.

LA ATIÁNTIDA
103
De un sorbido devora Atlántida y atlantes, cieno, pájaros, rocas, ballenas y ciudad,
y en remolino horrible de escombros palpitantes hambrienta se los traga la ronca tempestad.
Se interna regolfada la tormenta bravía
y el turbión que con ella se revuelca en el mar, si toma a abrir la boca las aguas secaría
y sólo estrellas rotas podría devorar.
Enhórnase la espada, y el hoyo en un Vesubio convierte que flamea y ulula en su crujir,
de donde sube roja columna de un diluvio de fuego que no pueden los mares extinguir.
¡Tremebundo castigo!, con sus rocas y grava leña del Teide suben atlantes en montón, que al recogerlos luego con sus ríos de lava, los echa más arriba en rojizo aluvión.
y los reinos vecinos de raíces de mármol retiemblan con los mundos que van a naufragar; Albión, España, Libia, cual ramas de aquel árbol se caen disgregadas a trozos en el mar.
¿Quién romperá el abrazo que a su cuello se aferra como diciendo: «Hermanas, salvadme por favor»? ¡Poder divino!, caen rotos de sierra en sierra
y luego, una burbuja... la nada... ni un rumor.
El genio envaina entonces la espada abismadora. Cómo dio el golpe horrible, no lo acierto a decir. Sólo su voz podría contarlo aterradora,
que no oirá de nuevo el mundo hasta morir.
Mas he aquí del África la Europa desuncida mientras aquellos mares cabalga un mar mayor, y la tierra quebrada y en dos trozos partida, por los nuevos volcanes lanzando su furor.

104
JACINT VERDAGUER
Así como el labriego descansando se queda mientras el surco abierto el agua llena ya,
tal aguarda el arcángel que el postrer monte ceda y tomando la luna por escabel, se va.
De allí con pesadumbre grita a los continentes con voz atronadora: «¡Hasta más ver, adiós!
Los mares, cuando tome, serán llamas ardientes. ¡Temblad, que ya se acerca el Juicio de Dios!»
El Empíreo entona un canto de victoria,
meciendo con sus alas el mundo como miés.
¿Quién va hasta Ti? La Atlántida, ¡gran Dios!, trepa a
[la gloria
escalando montañas; truenas y ya es pavés.
Como un jirón de cielo la pusiste en la tierra,
porque en ella reinara tu excelsa voluntad; sus hijos la movieron contra Ti en fiera guerra y atlantes y armamentos tragó la tempestad.
Sólo porque renazcan los que al amor suspiran, por simiente jardines hesperios le dejáis;
se suceden las olas y los astros que giran,
mas sol de otro hemisferio, éste no lo apagáis.
Sirena que entre olas saliendo embellecida
se sube a un promontorio sus glorias a cantar, y a su conjuro dulce la mar viene vencida
con sus labios salados sus plantas a besar.
A la España dormida un angélico coro
despierta, y se encuentra en prado de tisú.
«¿Quién hereda -pregunta- de Atlántida el tesoro?» y abrazándola el coro, responde dulce: «¡Tú!»
Mas ya el alba llenando de armonías las cosas,
cual una madre, guía allevantino sol,
y a su amoroso beso se despiertan las rosas
y las auras se tiñen de bello tornasol.

LA ATLANTIDA
105
Dos ángeles se cruzan en el cielo azulado;
ríe el uno y el otro suspira con afán.
<<jAy dolor, yo era el ángel del mundo aniquilado!» "y yo -responde el otro- del que nace el Guardián.»
«¿No ha muerto? Como Fénix... ¿renace en su agonía?» «Sí; pues veo en Levante su estrella resurgir.
Mira aquí su corona que al cielo me subía:
cuando en el mundo reine, se la podrás ceñir.»
Se la entrega y al cielo se remonta gimiendo y sacude sus alas de níveo blancor.
y el otro baja a Hesperia que se alza sonriendo del respaldar florido del Pirineo en flor.
Mas ¿dónde está el Elíse03 de Hespérides imperios, que a los atlantes fieros les dio real hogar?
¿ y el pueblo que fue lazo de entrambos hemisferios? Todo, todo fue pasto del iracundo mar.
Ya no queda ni huella de aquel mundo arrogante; el dedo del Eterno borró su multitud;
y el trueno de sus guerras y su poder triunfante, pasaron como un río que evaporó el simut.
Ni los siglos sabrían dónde yace su tumba,
si no existiera el Teide que aún hoy le habla al mar, de aquella horrible noche cuyo recuerdo zumba
y que éste escucha y brama cual si fuese a tomar.
¿No has oído en las nubes sus tétricas canciones cual trueno que retumba del cielo en el dintel, cuando narra bramando con férreos pulmones a los nacientes mundos, la destrucción de aquél?
Despeina el Teide entonces sus cabellos de lava, y llena el firmamento sus llamas al mover,
y las islas retiemblan a su embestida brava
y su humareda hace los astros esconder.

[()6
JACINT VERDAGUER
Cuentan que cuando arroja sus encendidas rocas cual roble a las bellotas, mezclados se ven ir, titanes retorcidos de ennegrecidas bocas
que al aire los vomita, y los torna a engullir.
y que airados a veces rompen con estruendo aquellas osamentas que el abismo arrojó, mientras muerden con rabia, en su gemir horrendo el dardo del Eterno que allí los traspasó.
Las Canarias, Maderas y Azores se estremecen y aquellas sacudidas no pueden soportar;
y se escuchan bramidos subterráneos que crecen y de ciclópea fragua se escucha el rebramar.
Una pira de huesos, de carros y armaduras, entonces asemeja el sórdido volcán
y trozos de la escala 4 despide a las alturas por la que a Dios subieron los hijos de Satán.

CANTO DÉCIMO
LA NUEVA HESPERIA
Digresión: el sabio anacoreta dirige los ojos a su patria. Sueño de Hesperis. Reconoce el ramo de naranfo planta­do por Hércules. Suspira por la tierra sumergida. Renace en España el huerto de las naranjas de oro. Las siete Hes­pérides convertidas en astros. El canto del cisne. Héspero. Los hijos de Hércules y de Hesperis. La reina sin trono. Galicia y la torre de Hércules en la Coruña. Elcano. Lusi­tania. Sagunto. Balada de Mallorca. Fundación de Bar­celona. La voz del Táber. Hispalis. El ignoto Dios y su templo en Gades. Hércules coloca por hitos de la tierra las columnas del Non plus ultra.

C
OMO viajero al fin de la subida,
de donde. ve la tierra apetecida, suspira aquí el anciano con placer; y al veda verdear risueña y bella pasea su mirada encima de ella, su juventud sintiendo renacer.
Colón mira al Atlántico azulado cual si una voz llamárale a su lado entre genios y endriagos al pasar; como si entre fantasmas vaporosos, viera unos ojos bellos y verdosos, verdosos y amargantes como el mar.
Mas el sabio le llama y le distrae mientras a España su atención atrae; deja volar, ¡oh patria!, su ideal. Enséñales tus tierras siempre bellas donde se ven del Hacedor las huellas como las de la abeja en el panal.
Aligerado el orbe de carga tan pesada,
a despertar a Hesperis, tranquilo Alcides va que junto al promontorio de Cádiz extasiada, sueña abrazar las hijas que perecieron ya.
y sueña que hacia el cielo las ve ascender dichosas cual palomas torcaces de mágico vaivén,
y escucha que la llaman con voces melodiosas para que arriba suba con ellas al Edén.
«Ya voy», dice, y despierta de otro esposo en los brazos; reconoce el retoño do la lira colgó

110
JACINT VERDAGUER
y viendo aquel testigo de filiales abrazos que recibió soñando, un suspiro lanzó.
« ¡Oh!, cimeral del árbol, ya que viste mi infancia -le dice-, dulce sombra dame tú hasta morir. Te regará mi llanto; tú me darás fragancia
y mi postrer suspiro vendrás a recibir.
y mientras me cobijan tus verdes cabelleras, mi corazón desnudo tus hojas cubrirán,
que, arbusto yo plantado en tierras extranjeras, tan sólo mustias flores mis ramas poblarán.»
Creció el árbol y en breve sus ramitas de franjas curvaron los racimos de pomos de azahar;
y entre el verde follaje, cual joyas, las naranjas, en cielos de esmeralda se vieron cimbrear.
Muy pronto sus retoños tejieron verde manto para España, bordado con flores mil y mil, y con los ruiseñores de melodioso canto, sin Hespérides nace otra vez su pensil.
Desde el Olimpo excelso bien lo pregonan ellas; cuando un mayo florido cada naranjo es, como celestes ojos, se asoman entre estrellas y lloran a raudales y se ocultan después.
Con las hijas que tuvo de su Alcides, se alegra, pues fueron como ella, de tierno corazón;
de grandes ojos bellos, de cabellera negra,
y de color trigueño que incita la pasión.
Mas llena de añoranza siempre a Occidente mira, como si nueva Eva su Edén tuviera allí,
y triste, sollozando al descolgar la lira,
cual cisne de otras aguas, su canto entona así:

LA ATlÁNTIDA
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«Tierra feliz de Betis, eres bella y ardiente, mas, ¡ay!, la de mis padres nunca podré olvidar; quiero pedir al aura que llega de occidente
si, oculta entre sus alas, me quiere allí tornar.
¡Qué bellas sois, mis hijas! Mas las otras añoro; Hespérides hermosas de tierno sonreír, .
y en esta tierra virgen, mis tristezas devoro junto a vacía cuna teniendo que vivir.
Soy hierba de otra tierra de su tiesto arrancada; tengo sol, tengo flores y un cielo de zafir;
mas, sin el beso tibio de mi brisa añorada, ¿qué podré hacer, decidme, sino sólo morir?»
Murió; y de la cárcel del cuerpo el alma salva; a donde están sus hijas, las Pléyades, se va, tras los dorados pórticos que poetiza el alba, de donde, enternecidas, su mano tienden ya.
Llorando las restantes, contemplan la paloma que arriba, arriba sube, con rápido volar,
y en el azul nocturno por do la luna asoma, a una aurífera estrella vieron parpadear.
Es Hésperl que los ojos abre del nuevo día, antes que deslumbrado, se esfume su arrebol, y luego, de la tarde en la tibia agonía,
siembra en el cielo estrellas tras el carro del sol.
Porque señala la hora de ensueños y de amores en el azul del cielo, reloj del Creador;
los poetas, cegados al ver sus resplandores, la apellidaron Venus, la diosa del amor.
Por pupila de un ángel la toman las pastoras, mas el fresco rocío del aura matinal,
dicen que son, Hesperis, las lágrimas que lloras, al recordar de España la huerta sin igual.

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JACINT VERDAGUER
Sus hijos y sus nietos heredaron su lira; vibrantes cuerdas de oro debió el griego añadir, pues cuando canta guerras y cuando amor suspira, despierta tempestades o ensueño hace sentir.
Fontana que derramas tu música en la tierra, ¡oh lira!, entona ahora tu canto matinal; esparce tus sonidos cual ave por la sierra
y canta de mi patria, el mágico historial.
Así como el retoño sale al árbol fecundo,
sus hijos se parecen a aquel bravo titán,
y es fama que sus nietos harán temblar al mundo cual bote donde pone sus pies, el capitán.
Una vez, aún mancebos, les contaba que un día al saltar de la falda de MontjuYc a la mar, había allí jurado que una ciudad haría
y «Vamos -dicen ellos-, querémoste ayudar».
y todos presurosos a Alcides van siguiendo
que entre arbustos y rocas paso se logra abrir,
y una hermosa doncella encuentra que, gimiendo: «Escuchadme -les ruega- lo que os voy a decir:
Nacida en la ribera del Miño que me adora, tuve por cuna un trono que acabo de heredar, y allí habría reinado si, en maldecida hora, no fueran los caldeos mi reino a conquistar.
Guiados por sus dioses en su triunfal carrera, la tierra hacia Occidente quisiéronla ceñir, y al ver a Finisterre, del mar en la ribera
al sol alzando un ara, de allí me hicieron ir.»
Cierra sus labios bellos y al llanto se abandona, pero Galacte y Luso se le acercan los dos. «Juro -dice Galacte- rescatar tu corona
o de mi padre hijo, jamás he sido. Adiós.»

LAATlÁNTIDA
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De Alcides se despide con abrazo apretado y a su llorosa estrella sigue con ilusión; arriba a Finisterre,2 cual dardo disparado, y al rey de los caldeos traspasa el corazón.
Lo aniquiló cual árbol que se atierra en la umbría y de Hércules la torre encima de él alzó,
donde un faro releva la luz del sol del día,
dos mares alumbrando como un ojo de Dios.
Allí los dos labraron en prístinas edades su nido, que vinieron las olas a arrullar;
Galicia y la más fuerte de sus bellas ciudades su nombre y sus ovejas pudieron heredar.
La mar donde se mira Coruña azul y bella, verá nacer a Elcan03 que tras el sol irá
y escrutará la ruta de su fugaz carrera, siendo el primer marino que el orbe ceñirá.
y Luso, ¿dónde marcha? Guadiana lo vio y Duero con bravos marineros una alianza hacer;
nadie sabe si trono encontró o tumba, pero
de Lusitania se habla que acaba de nacer.
Faldea luego Alcides con su g:t;"ey impaciente, las sierras de Granada, cual ellos secular,
y por derrumbaderos dirígese al Oriente los mares costeando, que juntó en Gibraltar.
A orillas del Palancia bajo el dosel de un árbol parece que, cansado, uno se echó a dormir
y al tocado medrosos, tan frío como el mármol, vieron de sus axilas una sierpe salir.
El valle que el Zacint04 con roja sangre moja, de mártires gloriosos un palmar nos dará; el palmar de Sagunto, de inmarcesible hoja, a cuya sombra España amante llorará.

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JACINT VERDAGUER
Lloró también el padre como la vid umbría a quien la podadera el brote va a cortar, mas vino a distraerlo en el segundo día, un cántico sonoro allende de la mar.
¿Un canto de sirena? Mallorca, tú lo sabes si lo entonó una ninfa o lo cantabas tú; mas vino de las playas que te cercan suaves y que las olas besan sus labios de tul.
BALADA DE MALLORCA
Donde Montgó vela, del mar a la orilla, los pies en el agua, al cielo la frente, llenaba una virgen su ánfora de arcilla
en límpida fuente.
Su pie nacarado, resbala en un canto;
la ánfora a pedazos se quiebra al instante; la mar que era dulce, con su amargo llanto
se torna amargante.
Que el agua cogida, cristal era y perlas, cual pocas recogen los lirios fragantes; ¡qué mucho que llore y quieran cogerlas,
sus manos amantes!
La mar condolida, las toma en su falda
y a mayo le pide su cándido velo;
Valencia, a tus huertas, verdor de esmeralda,
dosel a tu cielo.
Por cuna la concha de Venus le dona, que tarde y mañana los céfiros mecen; los tiestos que el alba de rosas corona,
en cármenes crecen.

LA ATIÁNTlDA
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De Arabia con flores los viste y perfuma; de Libia con palmas, de Europa con aves, alegra sus playas que ciñe y perfuma
en olas suaves.
Tres eran los tiestos, tres las islas fijas; y al ver que con oro el sol las adorna, la tierra las quiere ahora por hijas
y el mar no las torna.
Por el canto atraído Bale05 desde el Turia, dirígese a Mallorca de honderos el confín.
Si después de este canto lo apedrean con furia, Alcides, de otro hijo podrá llorar el fin.
Mas en la barca pulsa su lira a maravilla
y las hondas y piedras cesan de ventear; con sus gigantes brazos le ofrendan una silla y a un cláper lo conducen, sepulcro secular.
Como soberbias sombras que esperan desveladas, descuellan doce piedras6 dispuestas a la lid,
en torno de aquel ara del sacrificio alzadas, cual soldados de roca, velando su adalid.
Allí de hojas y flores de encina lo coronan, místicas danzas trenzan al sol del tamboril, mientras que los guerreros su bienvenida entonan y de hinojos le ofrecen un cetro de marfil.
Sardo,1 que le seguía desde la opuesta riba,
hacia el Oriente enfila su proa con afán; Cerdeña,8 tus montañas de plata, fuente viva,
su nombre escrito en letras de nurhags, guardarán.
Sigue su ruta Alcides y dando a Barcelona
del mar el cetro excelso, la asienta en Montjulc, gigante siempre alerta que sirve de corona, con cien bocas de fuego dispuestas a la lid.

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JACINT VERDAGUER
Las rocas de su seno sus puertas amurallan que en grandes moles sacan las picas al hender; si alguna movediza en su trabajo hallan, deslízase tronchando los tilos al caer.
Para darle corona a la ciudad potente,
planta un vergel al centro que aún los siglos ven sobre fuertes pilares del Táber en la frente, donde llevan escrito el nombre del Edén.9
Se cuenta que una tarde que el temporal rugía oyó la voz que en Calpe de miedo lo llenó, mas no ya pavorosa como la oyó aquel día, sino suave y queda, como un suspiro habló:
«Yo soy -le dice dulce- la que, cual niño tierno, la nueva Babilonia te llevé a aniquilar;
yo soy la que incendióla con fuego del Averno, cuando, altanera, quiso los cielos escalar.
Yo soy quien con marismas sus cumbres enrasaba, quien titanes y monstruos te di por escabel; quien crea y borra pueblos; lo que es en ti la clava, tal fuiste tú: la clava con que vencí a Luzbel.»
Oye el griego y la clava deja caer a un lado; siente frío y sus fuerzas nota desfallecer; como el añoso árbol que se ve deshojado del mismo aire al beso que lo hizo florecer.
De las gigantes gestas rota ya la cadena, aquel a quien la tierra reconoció por rey, sin conocer siquiera su majestad serena juró que el Dios de Túbal, sería el de su grey.
y lo fue; pues en CádizlO alzáronle un gran templo entre cuyas ruinas duerme tranquilo el mar.
Con su clava y cenizas guardan allí su ejemplo de aquel Dios ignorado bajo el sagrado altar.

LA ATlÁNTIDA
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Su retablo, que espera, ninguna imagen tiene, mas a la luz del ara de perenne fulgor,
se leen las hazañas que en sus ramas sostiene cargadas de esmeraldas, una olivera en flor.
Cuando el Olivo Sacro dio flor en el Calvario, ante su Dios el templo cayó con emoción, que por altar quería la tierra, y por sagrario, dichosa patria mía, tu noble corazón.
Antes que a Dios, España, te arrancarán tus sierras, pues hondas sus raíces como las tuyas son.
Se secarán tus ríos, irán al mar tus tierras,
mas no podrá apagarse tu fe, que es tu blasón.
Regresó luego Alcides de Betis a las playas y dio a la antigua Hispalis cimiento secular; por cortinajes, tilos, laureles, rosas, hayas, y mares do sus torres se pueden reflejar.
y allí a sus hijos, prendas de un porvenir radiante, les enseñó las armas con valor a esgrimir,
como a los aguiluchos el águila gigante
hacia el sol les enseña sus alas a batir.
Con el arte de Ceres nace la astronomía, retoños de aquel árbol que en Occidente hundió; fue entonces cuando el Atlas relevó por un día y con su fuerte dorso el orbe sustentó.
y al sentir que la tierra le tendía sus brazos,
dos columnas de rocas alzó encima del mar
y en ellas con su clava, que destruyó a pedazos los maldecidos reinos, puso: NO HAY MÁs ALLÁ.