Capítulo III 

EL PERIODO SATURNIANO, EL SACRIFICIO DE LOS TRONOS. EL DESPERTAR DE LOS PRINCIPIOS

 En todo el universo se manifiesta la ley del movimiento eterno, la ley de la rotación y, junto con ella, la ley de la metamorfosis o reencarnación. Esta ley de los avatares (o renacimiento de los mundos tras largos años de sueño cósmico en formas próximas pero siempre nuevas) se aplica tanto a las estrellas como a las plantas, a los dioses y a los hombres. Es la condición misma de la manifestación del Verbo divino, de la radiación del Alma universal a través de los astros y de las almas. Nuestra tierra ha tenido tres avatares antes de llegar a ser la tierra actual. En principio estuvo mezclada como parte indistinta a la nebulosa primitiva de nuestro sistema. En la cosmogonía oculta esta nebulosa se llama Saturno. Nosotros la llamaremos primer Saturno para no confundirla con el Saturno actual que le sobrevivió como desecho. Después la tierra formó parte del Sol primitivo que se extendía hasta el limite actual de Júpiter. A continuación se desprendió del Sol primitivo para formar un solo astro junto con la Luna. En la cosmogonía oculta este astro se llama pura y simplemente Luna. Para distinguirla de la Luna actual la llamaremos Tierra-Luna. Finalmente la Tierra, expulsando a la Luna de su seno, llegó a ser la Tierra actual. El germen del ser humano ya existía en el Sol primitivo en forma de embrión etérico. En la Luna primitiva o Tierra-Luna, empezó a existir como ser vivo disponiendo de un cuerpo astral en forma de nube de fuego. Sólo en la Tierra actual conquistó la conciencia del yo al desarrollar órganos físicos y espirituales. Indicaremos estas etapas más adelante al hablar de la Atlántida y los atlantes. Durante estos avatares sucesivos del sistema planetario, los dioses o Elohim de las jerarquías superiores desarrollaron los Elohim de las jerarquías inferiores: Principios, Arcángeles y Ángeles que, con su ayuda, fueron quienes guiaron la Tierra y el hombre. Los períodos planetarios de los que vamos a hablar se extienden a lo largo de millones y millones de años. Estas épocas del mundo cuyos reflejos aún vibran en la luz astra lhan sido descifrados desde tiempo de los rishis por la videncia de los grandes Adeptos. Con su sentido interior los han visto desarrollarse en panoramas inmensos. De edad en edad han transmitido sus visiones a la humanidad en formas mitológicas adaptadas a los diversos grados de cultura. Los hindúes llaman a estos clichés astrales imágenes de la Acacha (o luz astral). En la tradición judeo-cristiana de Moisés y los profetas, de Jesucristo y de San Juan, estas hojas arrancadas al Alma del Mundo se llaman el libro de Dios. ¿No es sorprendente que la vidente de Domrémy, nuestra Juana de Arco, la campesina ignorante pero inspirada, se haya servido de esta misma expresión cuando respondía a los sarcasmos escolásticos de los doctores de Poitiers con las siguientes soberbias palabras?:«Hay más en el libro de Dios que en los vuestros».¿Necesitamos decir qué imperfectas son siempre las traducciones de los videntes cuando tratan de expresar en lenguaje terrestre las imágenes sobrehumanas que la luz astral transporta ante ellos, no en forma inmóvil ni muerta, sino en masas vivas y como ríos desbordados? Posteriormente hay que darles un sentido y un nexo, clasificar estas visiones avasalladoras. La nebulosa saturniana, forma primera de nuestro sistema planetario, consistía en una masa de calor sin luz. El calor es la primera forma del fuego; por ello es por lo que Heráclito decía que el mundo nació del fuego. Tenía la forma de una esfera cuyo radio media la distancia del sol al Saturno actual. En sus profundidades no lucía astro alguno ni tampoco desprendía ninguna luminosidad. Sin embargo, y debido al trabajo de las potencias que se agitaban en su seno, en el interior de la nebulosa circulaban efluvios de calor y ondas heladas. A veces, bajo la atracción de los Elohim que bajaban a ella desde el espacio inconmensurable, se elevaban en su superficie trombas de calor de forma ovoides. El Génesis describe esta primera fase planetaria en su segundo versículo: «Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas» Ahora bien, los Elohim, que en el origen de nuestro mundo representaban al Espíritu de Dios, pertenecían a la más alta jerarquía de las Potencias. Eran aquellos a los que la tradición cristiana llama Tronos. Afirma esta tradición que ofrecieron su cuerpo en holocausto para que renacieran los Principios. Tales cuerpos consistían sólo en calor vital, en un efluvio de amor. En cuanto a los Principios o Espíritus del comienzo, eran seres procedentes de una anterior evolución cósmica que habían permanecido pasivos y como perdidos en la divinidad durante un largo periodo. Su naturaleza les hacía capaces de llegar a ser dioses creadores por excelencia a condición de volver a adquirir personalidad. Esta personalidad se la dieron los Tronos sacrificándoles su cuerpo, derramando en ellos toda su fuerza. De ahí procede estas trombas de calor que surgían del primer Saturno y que parecían aspirar la vida divina de los Tronos, similares al agua de las trombas de mar que se eleva en torbellinos hacia las nubes como si el cielo aspirara el océano. La enorme nebulosa saturniana tenía su aspiración y su expiración como un ser vivo. La primera producía frío y la segunda calor. Durante la aspiración los Principios entraban en su seno; durante la expiración se aproximaban a los Tronos y bebían su esencia. Así, cada vez tomaban más conciencia de sí mismos y cada vez se separaban más de la masa saturniana. Pero, depurándose y despojándose de sus elementos interiores, dejaban tras ellos una humareda gaseosa. Al mismo tiempo, los Elohim de la segunda jerarquía que trabajaban la nebulosa por dentro la habían puesto en rotación originando en su periferia un anillo de humo gaseoso que, al romperse posteriormente, formaría el primer planeta, el actual Saturno con su anillo y sus ocho satélites. Sin embargo los Principios, los Dioses de la Personalidad, los grandes Iniciadores, aspiraban a la creación de un mundo..., lo esbozaban en sueños, eran portadores de sus primeros lincamientos. Pero no podían crearlo en el sombrío Saturno, esfera de niebla y humo. Para eso les faltaba ¡la Luz!..., la luz física, el agente creador. En medio de las tinieblas que les rodeaban crecía en ellos el presentimiento de esta luz creadora. ¿Presentimiento o recuerdo? Quizá recuerdo de un mundo anterior, de otro periodo cósmico, recuerdo lejano de gloria y esplendor en la noche saturniana. También presentimiento pues en el alma de los Principios ya se estremecía como alba anunciadora de auroras futuras la majestad del Arcángel, la hermosura del Ángel y la melancolía del Hombre. Pero para corporeizar este sueño hacia falta un sol en el corazón de Saturno, una revolución en la nebulosa, alentada y estimulada por las potencias supremas. La sombría noche de Saturno tocaba a su fin. Los Tronos adormecieron a los Principios con un sueño profundo. Después hendieron como un huracán la noche saturniana viciada de humos sofocantes para condensar su masa y volver a modelarla en astros de luz con la ayuda de las otras Potencias y el Fuego-Principio. ¿Cuántos siglos, cuántos millones de años duró este ciclón cósmico en la nebulosa en la que chocaban entre si el frío y el calor, en donde brotaban rayos multicolores cada vez más grandes en medio de la noche terrorífica? No había entonces ni sol ni tierra para medir los años, ni clepsidra ni reloj para contar las horas... Pero cuando los Principios despertaron de su profundo letargo flotaban, por encima de un núcleo de humo sombrío, sobre una corona de luz etérea en una esfera de fuego. Había nacido el primer Sol. El astro entero, con su centro oscuro y su fotosfera, ocupaba el espacio que va desde el sol actual hasta el planeta Júpiter. Sus nuevos amos los Principios, los nuevos Dioses que marchaban sobre uno océano en llamas, saludaron la luz circundante. Entonces vieron por primera vez a los Tronos a través de los velos fluidos de las ondas luminosas, que ascendían alejándose hacia un astro lejano el cual se empequeñeció perdiéndose en el infinito donde los Tronos desaparecieron con él...Entonces los Principios exclamaron: «Se ha acabado la noche saturniana. Henos aquí vestidos de fuego y reyes de la luz. Ahora podemos crear según nuestro deseo pues nuestro deseo es el pensamiento de Dios».Pero contemplando la fotosfera etérea que les envolvía, los Principios vieron en el espacio, más allá de su morada, una cosa siniestra. Un gran círculo humeante, habitáculo espeluznante de sombríos espíritus elementales de un orden inferior, rodeaba a distancia con un anillo fatal al globo del sol naciente. Se habría dicho el caparazón negro del astro luminoso. De este anillo vagamente esbozado habría de nacer más tarde, por ruptura, el Saturno actual. Saturno, primer detritus de la creación, era el precio del Sol. Con él ya pesaba sobre este joven universo la ineluctable fatalidad que los Elohim han de vencer, pero que no pueden suprimir. Desde la primera etapa se verificaba así la trágica ley que exige queno haya creación posible sin desperdicio, luz sin sombra, progreso sin retroceso, bien sin mal. Así fue el paso del periodo saturniano al periodo solar. Se encuentra resumido en el cuarto versículo del Génesis de Moisés con las siguientes palabras:«Entonces Aelohim, El-los-Dioses, separó la luz de las tinieblas».