Capítulo II

LA ATLÁNTIDA PRIMITIVA. COMUNIÓN CON LA NATURALEZA Y VIDENCIA ESPONTÁNEA. EL PARAÍSO DEL SUEÑO Y EL REINO DE LOS DIOSES

El periodo atlante cuyos hitos geológicos acabamos de ver, es históricamente la época del paso de la animalidad a la humanidad propiamente dicha. En resumen el primer desarrollo del yo consciente del que deberían brotar, como las flores de las yemas, las más altas facultades del ser humano. Aunque por su envoltura física el atlante primitivo estuviese más cerca del animal que el hombre actual, no por ello hay que imaginarlo como un ser degradado similar a los salvajes de nuestro tiempo que son sus descendientes degenerados. Cierto es que nuestras conquistas -el análisis, el razonamiento, la síntesis- solo existían entre ellos en estado rudimentario. Pero por el contrario tenían muy desarrolladas determinadas facultades psíquicas que habrían de atrofiarse en la humanidad posterior. Entre ellas: la percepción instintiva del alma de las cosas, una segunda visión tanto en estado de vigilia como de sueño, sentidos de una acuidad singular, una memoria tenaz, y una voluntad impulsiva cuya acción se ejercía de manera magnética sobre todos los seres vivos e Incluso a veces sobre los elementos. El atlante primitivo manejaba la flecha con punta de piedra. Tenía un cuerpo esbelto, mucho más plástico y menos denso que el del hombre actual y con miembros más elásticos y flexibles. Su mirada brillante y fija, como la de las serpientes, parecía atravesar el suelo y la corteza de los árboles y penetrar en el alma de los animales. Oía crecer la hierba y andar a las hormigas. Su frente huidiza y su perfil ecuestre recuerda el de algunas tribus indias de América o alas esculturas de los templos del Perú 30.

 

La naturaleza en la que se desarrollaba la vida del atlante era muy distinta a la nuestra. Entonces pesaba sobre el globo una espesa capa de nubes 31. El sol no empezó a atravesarla sino después de las convulsiones atmosféricas de los primeros cataclismos. El hombre de entonces era domador de bestias y cultivaba plantas. Se encontraba privado de los rayos solares y vivía en comunión íntima con la flora exuberante y gigantesca y con la fauna salvaje de la tierra. De alguna manera aquella naturaleza era transparente para él. El alma de las cosas se le aparecía en resplandores fugitivos y en vapores coloreados. El agua de las fuentes y los ríos era mucho más ligera y fluida que la de hoy, pero también mucho más vivificante. Al bebería se aspiraban los poderosos efluvios de la tierra y del mundo vegetal. El aire susurrante era más cálido y pesado que nuestra atmósfera cristalina y azul. En lo alto de las montañas, o sobre los bosques, se producían a veces tormentas sordas, sin truenos, con una especie de crujidos, parecidas a largas serpientes de fuego rodeadas de nubes. Y el atlante resguardado en sus cavernas o en los troncos de árboles gigantescos observaba estos fenómenos ígneos del aire creyendo distinguir espíritus vivos en sus formas cambiantes. El fuego-principio que circula en toda cosa animaba en aquel tiempo la atmósfera con mil meteoros. A fuerza de contemplarlos el atlante se dio cuenta que disponía de un cierto poder sobre ellos, que podía atraer nubes llenas de un fuego latente y servirse de ellas para espantar a los monstruos de la selva: las fieras y los terribles dragones alados -los pterodáctilos- supervivientes del mundo lemuriano. Cuando mucho después la magia negra llegó a ser la única religión de gran parte de la Atlántida, el hombre abusó de este poder hasta el punto de transformarlo en un formidable instrumento de destrucción. Así pues el atlante primitivo estaba dotado de una especie de magia natural cuyos restos aún conservan algunas tribus salvajes. Tenía poder sobre la naturaleza con la mirada y con la voz. Su lengua primitiva formada por gritos onomatopéyicos y por interjecciones apasionadas era un continuo llamamiento a las fuerzas invisibles. Encantaba alas serpientes y domaba las fieras. Particularmente enérgica era su acción sobre el reino vegetal. Sabía extraer magnéticamente la fuerza vital de las plantas. También sabía acelerar su crecimiento dándoles parte de su vida así como curvar en cualquier sentido las ramas flexibles de los arbustos. Así fueron construidas las primeras ciudades atlantes: con árboles sabiamente entrelazados, recintos vivientes y frondosos que servían como habitación a tribus numerosas. Cuando después de sus carreras y cacerías desenfrenadas,el atlante reposaba en los calveros de la selva virgen o a orillas de los grandes ríos, la inmersión de su alma en esta naturaleza lujuriosa despertaba en él una especie de sentimiento religioso. Sentimiento instintivo que entre los atlantes se materializaba en forma musical. A finales del día, con la llegada de la noche misteriosa y profunda, todos los ruidos se desvanecían. No más zumbidos de insectos, no más silbidos de reptiles. Se apaciguaban los rugidos de las fieras. El piar de los pájaros se callaba de repente. No se escuchaba ya sino la voz monótona del río sobre la que, como humo ligero, planeaba el rumor lejano de la catarata. Este lenguaje era suave como el de la caracola que tiempos atrás el cazador errante había llevado a su oído a orillas del océano. Y el atlante escuchaba... Y seguía escuchando... Pronto no escuchaba nada más que el silencio... Entonces, vuelto sobre sí mismo y transformado en sonoro como la caracola de los mares, oía otra voz... Esta voz retumbaba, más allá del silencio, por detrás y a través de todas las otras. Parecía que viniera a la vez del río, de la catarata, de la selva y del aire. Esta voz se desgranaba en dos notas ascendentes que se repetían sin cesar. Las dos notas decían: «¡Ta-ó!... ¡Ta-ó!...» El atlante sentía entonces confusamente que esa voz era la de un gran ser que respira en todos los seres y repetía con un sentimiento ingenuo de adoración: «...¡Ta-ó!... ¡Ta-ó!...». Era toda su plegaria. Pero encerraba en un suspiro lo más sublime y profundo que tiene la religión.32 Durante la noche comenzaba para el atlante otra vida, una vida de sueño y visiones, de viajes a través de extraños mundos. Su cuerpo etérico y su cuerpo astral, menos ligados que los nuestros al cuerpo material, le permitían ascender con mayor facilidad a la esfera hiperfísica. Y el mundo espiritual, interior del universo, irrumpía en torrentes de luz en el alma del hombre primitivo. El atlante no veía durante la vigilia ni sol, ni planetas, ni cielo azul, ni firmamento, todo ello oculto por la pesada capa de nubes que entonces cubría el globo. Tampoco contemplaba sus formas materiales durante el sueño. Pero su alma, desligada del cuerpo, se bañaba en el alma del mundo. Las potencias cósmicas animadoras de la tierra y los planetas se le aparecían bajo formas impresionantes y grandiosas. A veces veía al Manú, al padre, al fundador de la raza, que se le aparecía como un anciano con cayado de peregrino. Bajo su guía, el durmiente sentía que atravesaba el espeso caparazón de nubes y que subía, que seguía subiendo... De repente se encontraba en medio de una esfera de fuego alrededor de la que fluía circularmente un río de espíritus luminosos, algunos de los cuales se inclinaban hacia él y le tendían familiarmente la copa de la vida o el arco de combate. El Manú le decía:

«Estás en el corazón del Genio de la tierra; pero por encima de éste hay otros dioses». Y la esfera prodigiosa se ampliaba. Los seres ígneos que se movían en ella se volvían tan sutiles y transparentes que a través de este ligero velo se veían otras cinco esferas concéntricas. Cada una de ellas parecía estar a distancias enormes de las otras y la última brillaba como un punto luminoso. Llevado por su visión como una flecha el atlante se zambullía en una esfera y en otra. Veía rostros augustos, cabelleras flamígeras, ojos inmensos y profundos como abismos, pero no podía alcanzar la hoguera fulgurante de la última esfera. De allí descendemos todos, le decía el Manú. Finalmente el guía divino devolvía el viajero astral a la tierra después de que por un instante se había sumergido en el alma del mundo en la que centellean los arquetipos. Volvía a atravesar el vestido vaporoso del globo donde, de paso, el guía le mostraba los astros hermanos, las futuras luminarias de la humanidad aún invisibles a sus ojos físicos: la cercana luna envuelta en nubes como un navío que hubiera naufragado entre arrecifes, y el sol lejano saliendo de un mar de vapores como si fuera un volcán rojo. Cuando se despertaba de sus sueños, el atlante tenía la certidumbre de haber vivido en un mundo superior y de haber hablado con los dioses. Guardaba memoria de ellos aunque a menudo confundía su vida despierta con la de los sueños. Los dioses eran para él protectores, compañeros con los que vivía como amigos. No solo le hospedaban durante la noche sino quea veces se le aparecían en pleno día. Escuchaba sus voces y recibía sus avisos en el viento y en las aguas. Su alma impetuosa se encontraba tan saturada con su aliento que a veces los sentía en sí mismo, les atribuía sus acciones propias y se creía uno de ellos. Debemos imaginarnos a este hombre salvaje que durante el día caza mamuts y uros 33 a este ágil acechador de dragones volantes, transformándose por la noche en una especie de inocente niño, en un alma errante, animula, vagula, blandula, arrastrada por los torrentes de otro mundo. Así era el paraíso de los sueños del hombre primitivo en tiempos de la Atlántida. Durante la noche bebía las aguas del Leteo 34 olvidando sus jornadas de sudor y sangre. Pero volvía con retazos de sus espléndidas visiones que continuaba incluso en sus cacerías desesperadas. Dichas visiones eran su sol y desgarraban luminosamente el inextrincable revoltijo de sus bosques tenebrosos. Tras la muerte volvía a empezar el sueño a mayor escala de una encarnación a otra. Y cuando después de siglos renacía en una cuna de lianas, bajo las cascadas de hojas de sus selvas sofocantes de calor y de olores, conservaba de su viaje cósmico una vaga iluminación y como una ligera embriaguez. En estos tiempos primitivos el hombre mezclaba y confundía en un sueño inmenso, en un panorama móvil hecho de tejido translúcido que se desarrollaba al infinito, la noche con el día, el dormir y el estar despierto, la realidad y el sueño, la vida y la muerte, el más acá y el más allá. Ni sol ni estrellas atravesaban la atmósfera nubosa. Pero el hombre, acunado por las potencias invisibles, respiraba los dioses por doquiera. El recuerdo lejano de esta época ha creado todas las leyendas sobre el paraíso terrestre. Su memoria confusa, se ha transmitido y transformado a lo largo de los tiempos en las mitologías de los diversos pueblos. Entre los egipcios es el reino de los dioses que precede al de los Schesu-Hor,reyes solares o reyes iniciados. En la Biblia, el Edén de Adán y Eva guardado por los querubines. En Hesíodo la «edad de oro» en la que los «dioses caminaban sobre la tierra vestidos de aire». La humanidad habría de desarrollar otras facultades y realizar nuevas conquistas pero, por más que se suceden las razas, por más que unos milenios se amontonen sobre otros, por más cataclismos que sobrevengan, y por más que cambie el aspecto del globo, siempre conservará el recuerdo imborrable de un tiempo en el que se comunicaba directamente con las fuerzas del universo. El recuerdo puede cambiar deforma, pero persistirá como nostalgia inextinguible de lo divino.

 

 

30. Respecto a la constitución craneana del atlante y a su frente huidiza se impone una observación de una importancia capital. Aquí, las observaciones de la ciencia oculta vienen a completar a las de la antropología. El cuerpo etérico o vital del hombre adulto actual está completamente absorbido por el cuerpo físico. En el atlante por el contrario el primero superaba al segundo por lo menos en una cabeza o más. Así sucede hoy en todos los niños. Habida cuenta de que la memoria tiene su asiento en el cuerpo etérico y que el cerebro es el órgano por el que el hombre percibe su yo en estado de vigilia, la conciencia plena del yo no es posible sino cuando el cuerpo etérico se identifica completamente con el cuerpo físico, y cuando la parte superior del primero encaja exactamente con la bóveda craneal. El fenómeno se produjo en la raza atlante paulatinamente pero solo a mediados de su evolución. No ocurría lo mismo en el atlante primitivo. Por decirlo así, su memoria, junto con su cuerpo etérico, flotaba por encima de él. Podía recordar los menores detalles. Pero entonces el pasado se hacía presente. A duras penas podía distinguir uno de otro pues no vivía sino la hora presente. Por lo tanto tenía de su yo una conciencia vaga. Hablaba de sí mismo en tercera persona. Cuando comenzó a decir yo confundía en primer lugar ese yo con el de su familia, con el de su tribu o con el de sus antepasados. Existía sumergido en la naturaleza aunque vivía intensamente su vida interior. Su yo actuaba sobre lo que le rodeaba con tanta mayor fuerza cuanto que no era un yo reflexionado, y en tanto que recibía sucesivamente impresiones violentas en las que proyectaba su voluntad como en ráfagas.

 

 

31. La mitología escandinava ha conservado el recuerdo de esta época cuandohabla de Nibetheim, el país de las nubes donde viven los enanos fundidores de metales.

 

32. De este hecho primitivo conservado por la tradición procede el nombre de la divinidad suprema en algunos pueblos. El nombre Taó fue entre los primitivos egipcios el nombre de Dios. Posteriormente se transformó en el del iniciador de su religión Tot-Hermes, de manera similar a como el nombre de Wod o Wotan pasó a ser el de Odin-Sieg, guía de la raza escandinava.

33.Uro: mamífero antepasado del toro que se extinguió a finales del cuaternario.

 

34.Río del infierno cuyas aguas eran bebidas por los condenados y les hacían olvidar toda su vida anterior. Es una forma simbólica de designar el fenómeno mediante el cual las almas olvidan su vida anterior al reencarnarse. Se dice que los sacerdotes egipcios conocían la manera de recuperar la memoria de las vidas anteriores.