TARTESSOS

 
                                                     

ENSAYO, TARTESSOS Y MIGUEL ROMERO ESTEO

 

  Hugo de Loss

 

 

 

 

Fue F. Fortuny el primero que, recién llegado yo de la otra Europa, me habló de Miguel Romero Esteo como un "su muy genial maestro", de cuyo trato personal había el discípulo aprendido la máxima que mejor expresa la clave de la genialidad, a la que tanto teme la sensatísima literatura que hoy, pese a su soberbia y proverbial falta de estilo, se estila abrumadora en su insignificante inanidad. Decía Romero Esteo que "sólo podía decir genialidades aquél que no tuviera miedo a decir disparates". La actualidad literaria no puede ser genial por demasiado miedo a disparatar, lo que nos da a leer una cuerda literatura sin gracia ni originalidad (en el sentido etimológico del término), y esto convierte nuestros tiempos en en época asemántica: parece que nadie tiene nada que querer decir, si no es -una vez más- más de lo mismo (de siempre).

     Recuerde y reconózcase, por ende, que las historia de la genialidad ha sido hecha por grandes disparatadores: quien descubriera la Ley de la Gravitación Universal fue autor de disparatados textos alquímicos y mágicos (sí, sí: el mismísimo Newton), y el hombre que mejor supo comprender el disparate de su obsoleta fe en los bellos ideales de la Caballería (o la Antivulgaridad) se retrató, para purgar su sentimiento de ridículo fracaso, en el más genial disparatador de todos los tiempos, creando un paradigma (sí, sí: el mismísimo Quijote) modélico de visión alternativa que, dado el éxito de la novela, debe estar aún vivo entre los arquetipos de nuestra psiqué.

     Romero Esteo, en su último libro, el ensayo Tartessos y Europa (Sarriá, Málaga, 2002) predica con el ejemplo: desde el principio advierte que "esto es un ensayo", esto es, una obra literaria, cosa que evidencia con el uso de su peculiarísimo estilo, un estilo fundamentado en lo que la crítica tradicional consideraba "vicio literario", coloquialismos, macarronismos e incluso ripios, que en el resto de su obra, en concreto me refiero a su obra dramática anterior a Tartessos (que recibió el Premio Europa -del Consejo de Europa- en 1985) llego a usar con una desmesura y acierto tal que lo podemos considerar un estilista (cosa que tan poco abunda) prodigioso y original (en todos los sentidos de la palabra, etimológicos o no). Pero la literariedad del ensayo no radica sólo en su estilo sintáctico o léxico o fonético, sino también en su estilo semántico: la tesis de Esteo está hecha y llevada a contracorriente de las tesis oficiales tradicionales (del dogma de los historiadores profesionales, que escriben estudios pero nunca ensayos), dado lo cual, al menos desde el punto de vista de la vigencia oficial, la obra no es más que una sarta de disparates. Pero ojo: una sarta de disparates genial, y lo que es mejor: a lo mejor hasta contienen, si no toda (cosa imposible), gran parte de la verdad: tanta, si no más, en mi opinión, que la que podamos encontrar en las tesis oficiales.

     El libro es una suerte de festival de etimología onomástica llena de creatividad (y por lo tanto, de interesantes sugerencias). Sugiere Esteo lo contrario de lo que siempre se dijo: que la historia empieza en el Súmer (Oriente, actualmente Irak) y que Tartessos (Occidente, actualmente Andalucía) lo mismo ni existió. Y Miguel Romero Esteo hace gala de su creativa imaginación en el despliegue de sus intuitivos análisis etimológicos de topónimos, etnónimos y epónimos, y con ello defiende que Tartessos, no sólo sí que existió, sino que además es de allí de donde brotan sucesivas oleadas de navegantes emigraciones que colonizan o dejan su huella en casi todas las culturas mediterráneas e incluso asiáticas, todo lo cual explicaría, por ejemplo, cosas tan llamativas y curiosas como el que haya dos Iberias: la nuestra y la del Cáucaso, con singular coincidencia en la pluralidad de los topónimos de ambos extremos del continente europeo.

     La cantidad de datos onomásticos es abrumadora. Por lo que servidor sólo dará dos muestras del ejercicio etimológico de este genial escritor.

     La guerra de Troya es historia fabulosa que narrara el griego Homero en un griego que sus héroes y protagonistas no pudieron hablar, porque eran pre-griegos. El poeta acercó los lugares de la acción épica al mundo de su público: el Egeo. Pero esa fábula histórica de tirios y troyanos puede haber surgido muy en otro sitio: uno en que los topónimos fueran homófonos o parecidos: tirios de Tiro (¿ciudad fenicia?) y troyanos de una Troya que no se llamaba Troya, sino Ilión, y de ahí el título del poema homérico; no: mejor vámonos para la otra parte del mapa y veremos que existieron unos tirios o turios de una Tirinto (originariamente Tyri-intzu, siendo "intzu" típico sufijo ibérico para significar "laguneta" o puerto natural donde no sólo fenicios, sino todo pueblo navegante antiguo fundaba sus ciudades costeras). Pues bien: como se sabe, Tirinto es nombre del la antigua Valencia (sí, sí: la de nuestro Levante), por donde pasa el Turia (el Tyria, con ýpsilon), de donde los turios o los tirios, y los turoyanos o troyanos. No sé si la disparatada hipótesis será verdadera, pero es preciosa.

     Otra: los fenicios o púnicos, con su Tiro y su Ciudad de Sidón (en árabe castellanizado Medina Sidonia) eran pueblos transmediterráneos, de los que siempre se pensó que venían de allá a colonizar acá a los salvajes íberos: hay testimonios históricos de admiración ante el descomunal tamaño de las naves de Tartessos (Tarsis o Tarshish en la Biblia) que lucían un caballo como mascarón de proa, y que los griegos llamaron "hippoa" -caballuna-; mas hete aquí que la palabra griega para caballo no es, como debiera, indoeuropea (de ser así se parecería a la latina "equus" o la sánscrita "ekvas", y no) y que remite sospechosamente a una "hispona" o "hispana" con variación de timbre vocálico y asimilación de la "s" a la "p" geminada, cosa que se hace todavía en Andalucía: yo, que hablo el español de mi madre digo por ahí fuera que soy medio "eppañól", con leve aspiración de la primera "p". ¿No pudiera ser, pregunta Romero, que las hippoa de los sidonios y valencianos o turios llegaran antes allá desde acá y que posteriormente los de allá, habiendo aprendido de los de acá el arte de navegar, hubieran tomado posesión allá de nuestros puertos y se hubieran venido para acá a por el estaño y la plata del tartesio Argantonio, de los que tenían noticias por los que se asentaran provisionalmente en las dos lagunetas orientales para aprovisionar y fundar escala para sus caballunas naos? Pues miren: hay un antiguo mito griego que cuenta como Agenor y sus hijos (entre ellos nada menos que Europa y Cadmo -fundador de las estirpe fenicia e inventor del alfabeto fenicio, o sea éste-) emigraron desde Occidente, en donde se encuentra las puertas del Hades (o Gades, hoy Cádiz), allá por donde fluye el río del olvido, el Leteo (en árabe castellanizado Guadalete), de la misma manera que el hercúleo caudillo ibérico Nórax hiciera por su parte. Bien: se puede mostrar que Agenor y Nórax son el mismo: los fenicios le contaron este cuento mítico a los griegos, y ya se sabe que los fenicios escriben al revés que los griegos: en un sistema de escritura silábico como el primitivo fenicio (que los griegos tomaron), si quitamos la "s" de la forma latina del nombre Nórax, nos queda Norac o Norag, que muy bien pudo ser Nórage, nombre compuesto de dos partes: Nor y Age. Pues venga: denle la vuelta a las sílabas o leamos al revés. El hércules íbero es el padre de Cadmo, el primer fenicio.

     No sé si será verdad tan genial disparate. Pero es precioso.

     Pues así todo el libro.